CAPITULO 4: Toma mi mano y di mi nombre

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Debería haberse dado cuenta.

"Leí en un libro que las personas destinadas a amarse se encontrarán una y otra vez porque siempre responden al llamado del otro. El vínculo es tan fuerte que habrá llamaradas en su corazón, estrellas brillarán en sus ojos y sus lágrimas serán lluvia, la luz del sol y la luna será tenue en comparación con su existencia que hace retumbar la tierra bajo sus pies y el tiempo se detendrá al decir su nombre. ¿Te imaginas algo así? Da miedo"

Ella, como siempre, había tenido razón. Amar de esa forma daba miedo.

Tal vez por eso se dijo a sí mismo tantas veces que sus sentimientos no eran importantes y se había enfocado tan arduamente en mirar a otro lado. O simplemente pudo ser su orgullo infantil que se negaba a mirarla, demasiado acostumbrado a saberla a su lado, demasiado cómodo con su presencia. Porque lo que sentía por ella no podía describirlo como devastador, abrasador o aplastante; de la forma en que se imaginaba que el amor debía ser.

La conoció una mañana nublada, fría, gris. Tenía nueve años y caminaba por el jardín, en busca de un momento tranquilo después de que su tutor le riñera por su desempeño en las lecciones, cuando la vio. Estaba sentada en su lugar favorito, bajo el sauce dónde su padre y él se sentaban a leer.

— ¿Quién eres? —, le preguntó con evidente exasperación en la voz, ella se levantó de un salto. Aun con el escaso sol, el amarillo de su vestido resultó demasiado brillante, solo superado por el decorado de los moños en su cabello rojizo.

— Y-yo —, la niña apretó con las manos la tela de su falda, — Me llamo...Penélope —, se presentó con las mejillas sonrojadas de vergüenza y sin levantar la mirada de la punta de sus zapatos.

Él asintió sin interés y avanzó hasta ella mirándola con hastío, — Estás parada en mi lugar.

Penélope se sobresaltó y se sonrojó todavía más, — P-perdón —. La ignoró y se sentó tan pronto ella se movió, después, con un suspiro pesaroso abrió el libro que traía en la mano. — ¡¿Sabes leer griego?! —, un parpadeo y ella estaba arrodillada a su lado.

Olía a flores, luz de sol y canela.

— Siempre he querido aprender, pero mamá dice que no es para señoritas —, había emoción en su voz y cuando la miró a los ojos, se le aceleró el corazón de forma incómoda. — ¿Qué dice ahí? —, preguntó ella, mirándolo con interés y curiosidad.

Antes de responderle, Eloise apareció y lo miró con fastidio. A ella le habló con dulzura y una sonrisa, — Penélope, mamá dice que entremos antes de que llueva —. Penélope asintió y se levantó, sonriendo felizmente caminó hasta Eloise y ambas niñas se tomaron de la mano.

La siguió con la mirada y cuando Penélope se giró a mirarlo para sonreírle mientras se despedía con la mano, él le sonrió de vuelta sin querer.

Tras ese encuentro se esforzó en mejorar en el griego, para poder decirle lo que estaba escrito en el libro. Su empeño rindió frutos y en la siguiente visita de Penélope, pudo hablarle sobre el origen de su nombre, ella le sonrió con ojos brillantes y él supo que serían amigos, a pesar de los celos de Eloise.

En comparación, ver a Marina por primera vez había sido un golpe directo en el estómago. Quedó prendado de su belleza y al visitarla descubrió que su conversación era amena y graciosa, era fácil hacerla reír y lo hacía sentir necesario, útil, maduro; menos como un niño y más como un hombre. Y cuando creyó poder salvarla de la soledad, pensó que era ese su destino, su propósito.

Aunque, la tierra siguió firme bajo sus pies incluso cuando su corazón se rompió al saber de su engaño.

Conoció a Cristina en su segunda semana en Italia, lo remolcó como una ola. Era hermosa, alegre y sonreía con una facilidad encantadora. Inteligente y elegante en una forma sencilla. Fue un golpe de suerte, necesitaba un guía y ella era la persona que conocía mejor el pueblo donde se estaba quedando. Con ella fueron las conversaciones interesantes, lo hacía sentir ansias de aprender, de escuchar y cuando ella preguntaba sobre Grecia o su hogar en Mayfair, lo escuchaba con atención. Cristina nunca se aburría de sus historias.

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