Prólogo

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Prólogo

En aquel entonces, el joven noble de cabellos anaranjados era apenas un niño de nueve años, o quizás ya diez. Aquella tarde había salido caminando de su residencia en Enbarr, en lugar de transportarse en carruaje como dictaban los protocolos habituales. El sitio al que se dirigía no estaba en realidad tan lejos, y andar por las calles empedradas y lustrosas de la ciudad capital de Adrestian era un pequeño capricho que de vez en cuando se le permitía.

Al joven noble le gustaba mirar y saludar él mismo a las personas, siempre con una sonrisa amistosa, que lo saludaban de regreso. Muy pocos no reconocían a primera vista al hijo mayor de la Primer Ministro, en especial por su jovial y elocuente manera de expresarse, pese a su corta edad. Siempre parecía tener una respuesta oportuna a cualquier comentario, y un amplio conocimiento de temas políticos e históricos de interés. A aquello habría que sumarle sus casi innatas habilidades para el manejo de las armas y la equitación, que sólo iban mejorando conforme iba creciendo.

"Ferdinand von Aegir es la imagen viviente de lo que debe ser un ejemplar joven noble Adrestiano", mencionaban algunos con orgullo al verlo, y la mayoría concordaba con un asentimiento a aquella afirmación. Y aunque no se consideraba una persona pretenciosa o que se dejara llevar demasiado por dichos halagos, el joven noble se sentía orgulloso de sus logros, y de poder ser un honorable y respetable representante de su familia y de su nación.

Esa tarde, sin embargo, por unos momentos llegaría a sentirse por primera vez mucho menos como el prometedor hijo de una notable familia noble, y más como lo que era en realidad: sólo un niño pequeño, al que aún le faltaban muchas cosas por conocer y aprender.

Iba acompañado como de costumbre por un mozo y dos guardias armados para su protección, en adición a un consejero de su padre que iba al frente guiando el camino, mientras le daba instrucciones claras de lo que tendrían que hacer ese día. Instrucciones que, dicho de paso, el joven noble olvidaría bastante rápido. En realidad, con el tiempo olvidaría por completo a dónde se dirigía siquiera o qué asunto era el que le atañía ahí. Lo que perduraría en la memoria del joven noble sería aquel extraño y fugaz encuentro, aunque no siempre pensara en aquello de forma consciente.

Mientras él y su pequeña comitiva pasaban por la plaza principal, rodeando la enorme fuente decorativa del centro y saludando a los mercaderes locales que lo reconocían al pasar, un sonido se sobrepuso casi por completo a la voz del consejero delante de él. Era un sonido hermoso y suave; era música... Pero no formada por las notas de un instrumento, sino por el delicado canto de una voz.

En cuestión de segundos, dejó de escuchar al consejero, el tintinear de las armaduras de sus caballeros, el ajetreo de las personas del mercado, o cualquier otro sonido que no fuera el de esa dulce voz que parecía casi acariciarlo con el toque cálido y delicado de una madre.

Sin detener su marcha, el joven noble miró a su alrededor, buscando casi con desesperación el proceder de aquel canto. ¿Qué clase de ser místico podría estar entonando tal melodía? No recordaba haber escuchado algo parecido nunca.

¿De dónde venía...?

De pronto, conforme fue avanzando, sus ojos notaron la figura que se asomaba desde atrás del pilar central de la enorme fuente. Era una persona, metida en el interior de la fuente, con el agua cubriéndole hasta un poco por debajo de su cintura. Sus ropas, una túnica opaca y de apariencia roída, se encontraban empapada y totalmente unida a su pequeño y delgado cuerpo. Sus cabellos, largos y rizados de un café oscuro, se encontraba también mojado y caína sobre sus hombros y espalda. Tenía sus manos sumergidas en el agua, tallándolas con fuerza mientras, en efecto, entonaba aquella melodía que tanto había cautivado los sentidos del joven noble.

Cuando se irguió, haciendo sus cabellos totalmente hacia atrás, el joven noble logró ver que se trataba de una niña, quizás de su misma edad. Pero, no podía ser persona de verdad, o al menos eso fue lo primero que cruzó por su mente. Esa voz, su apariencia, toda esa presencia irreal que la rodeaba... Incluso el sol del mediodía la iluminó de pronto, casi como si la Diosa desde el cielo hubiera decidido hacer que la nubes se apartaran sólo un poco con tal de alcanzarla sólo a ella.

Aquello no podía ser una niña... debía ser algo más.

«Una ninfa de las aguas» pensó el joven noble, atónito. «Como en las leyendas...»

Tan ensimismado se encontraba con la imagen ante él, que no se dio cuenta que su comitiva se había desviado ligeramente hacia un lado, mientras él siguió de largo, directo hacia un enorme charco dejado por la lluvia de más temprano. No se dio cuenta de esto hasta que sus botas pisaron de lleno el charco, salpicando casi por completo su parte inferior de agua y lodo.

—¡¿Qué?! ¡Agh! —exclamó exaltado, saltando rápidamente hacia un lado, sólo para caer en otro charco más, empeorando aún más el estado de sus ropas—. ¡Con un...! —soltó molesto, y comenzó por mero reflejo a intentar limpiarse la suciedad con sus manos.

—Joven amo —pronunció el consejero, aproximándosele con inquietud—. ¿Se encuentra bien?

—Sí, sí —repitió el noble con insistencia—. Sólo es un poco de...

Al alzar de nuevo su mirada, ésta inevitablemente se encontró de nuevo con la figura de la misteriosa niña en la fuente. Sin embargo, ésta ahora lo miraba de regreso, fijamente, con sus grandes y brillantes ojos verdes como dos hermosas y brillantes esmeraldas.

Ferdinand von Aegir sintió que perdía el aliento, y su corazón se detenía por un instante al contemplar ahora directamente no sólo sus ojos, sino además la forma completa de su rostro... un rostro hermoso; el más hermoso que había visto en su vida, casi sacado de las pinturas de ángeles que adornaban los pasillos del ala de su madre.

Un ángel, una ninfa... un ser etéreo de carne y hueso, haciéndose presente ante su joven y temerosa mente que no tuvo oportunidad alguna de procesar aquello, salvo de una forma...

Sin que tuviera que ordenárselo a sus piernas de forma consciente, el niño comenzó de pronto a correr despavorido sin una dirección concreta; la que fuera que lo alejara de ese sitio resultaría bien para él.

—¡Joven amo!, ¡espere! —exclamó el consejero, comenzando a correr detrás de él con apuro, seguido de cerca por el mozo y los dos guardias.

Por primera vez, Ferdinand no hizo caso a la instrucción que le daban. No estaba seguro si lo que sentía era miedo, euforia, asombro... o algo más. Pero la emoción que fuera, resultaba demasiado intensa para su joven cuerpo, y lo único que podía hacer era alejarse lo más rápido que sus piernas se lo permitieran.

Dejaría de correr unos minutos después, cuando sus piernas, su corazón y pulmones le exigieran detenerse, o desmayarse en la calle. Mientras recobraba el aliento, su sequito lo alcanzó, y el consejero de su padre se tomó la libertad de reprenderlo y cuestionarle qué había ocurrido. El joven noble no fue capaz de dar una respuesta coherente, y se limitó a sólo disculparse.

Una vez que le fue posible volver a caminar, regresaron sobre sus pasos en dirección a la plaza y así seguir su camino original.

Ferdinand mantuvo su paso firme y seguro a todo momento. Pero cuando pasaron cerca de la fuente, no pudo evitar mirar en su dirección, en busca de captar de nuevo a aquella niña, aparición, o lo que hubiera sido. Y, quizás, disculparse sólo un segundo para poder caminar hacia ella, preguntarle su nombre, y si se encontraba bien o quizás necesitaba ayuda.

Sin embargo, la niña ya no estaba ahí. No había rastro alguno de ella, ni de la hermosa melodía que la había acompañado. Tanto así que el joven noble llegó a pensar, y posteriormente a convencerse, de que quizás simplemente lo había imaginado.

«Pero, ¿habrá sido realmente eso...?»

Te odio, mi lord [fire Emblem: Three Houses]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora