21. Apoyo incondicional

58 17 59
                                    

Una multitud se agolpa frente al edificio, dificultando la circulación y haciendo que nuestro avance sea lento y exasperante a partes iguales.

―¡Deberían apartarse! ―se queja mi madre desde el asiento del copiloto―. Van a conseguir que una de sus estrellas llegue tarde.

Su marido chasquea la lengua.

―Habríamos evitado este jaleo si no hubieras insistido en cambiarte justo cuando salíamos.

―Eso es porque vi que estaba nublado ―replica la acusada, hinchando los mofletes―. No podía llevar el otro vestido.

―¿Qué tendrá que ver?

―Todo el mundo sabe que el azul es el color indicado para días como hoy. Aporta un toque de vitalidad pero, al mismo tiempo, acompaña esa nostalgia propia de un cielo grisáceo. ¡Es tan perfecto! ―suspira.

―¿Qué? Eso no tiene ningún sentido.

―Claro que sí. Lo que pasa es que solo la gente hermosa puede comprenderlo.

―¿Estás insinuando que soy feo? ―pregunta, arrugando la nariz mientras gira el volante para lograr acceder al parking.

―Solo digo que eres el único que se lamenta.

Mi padre está a punto de replicar, pero la aparición del encargado del aparcamiento se lo impide. El hombre le solicita los pases, toma nota de la matrícula y nos indica cual es la plaza asignada a nuestro vehículo.

El debate entre ellos continúa tras los trámites pero no presto demasiada atención. He pasado mala noche y el recuerdo de la velada de ayer no deja de importunarme, como si se tratara de un cazador acechando incansable a su presa. Tras la conversación telefónica noté un cambio sutil en la actitud de Kasem: siguió mostrándose cercano, pero no quedaba rastro de la llama hipnotizante que antes destellaba en su mirada. Además, no mostró intención en que pasáramos la noche juntos.

Eso produjo que mi plan para pedirle salir se viera frustrado y que las dudas volvieran a arrinconarme como una manada de lobos. Hay momentos en los que me invade la euforia al pensar que intimamos, ya que eso demuestra que Kasem siente algo por mí. Sin embargo, el recelo no tarda en llegar, apagando cada chispa de felicidad con la misma rapidez con la que se soplan las velas. Si en verdad le gusto: ¿por qué mintió?

Me muerdo el labio, sin dejar de dar vueltas a esa incógnita y reprochándome no haber sido capaz de abordar el tema mientras estuvimos a solas. Tuve todo el trayecto de vuelta para ser directo y preguntar pero, entonces, tendría que admitir que estuve fisgando y sentí miedo. A lo mejor Kasem tiene un motivo de peso para actuar así y, lo último que deseo, es meter la pata y que se enoje conmigo.

―¡Chai, vamos! ―irrumpe la voz de mi madre, sobresaltándome―. ¿Qué haces ahí, parado?

Retorno al mundo presente. El coche está aparcado y mis progenitores ya se han apeado, esperándome. Me uno a ellos y caminamos al ascensor, donde mi madre no para de pulsar el botón.

―Malee, querida, fundir el pulsador no hará que lleguemos antes ―aprecia su marido, tomándola del brazo con cariño para detenerla.

―Estos trastos cada día son más lentos ―se queja ella, frunciendo el ceño.

Las puertas por fin se abren, permitiéndole entrar con la agilidad de un puma mientras nos mete prisa para que la sigamos.

―¡No me puedo creer que estemos aquí! ―dice con énfasis, sin parar de mover las manos―. Más vale que sepáis comportaros durante la comida ―añade de pronto, esgrimiendo un dedo acusador en nuestra dirección―. Debemos causar una muy buena impresión. Especialmente delante de Patana ―finaliza, juntando las palmas con un suspiro.

Luces, cámara y... ¡amor! (LGBT+)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora