28. Cuestión de confianza

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Todavía sigo llorando en el momento en que pido al taxista que detenga el vehículo porque deseo apearme. Chispea y estoy a varias manzanas de casa pero siento que, si continúo sentado, atrapado en este pesar, terminaré por volverme loco. Necesito caminar. El conductor sigue las indicaciones y acepta el pago, dedicándome una sonrisa discreta con el fin de animarme. Aunque solo hablamos para indicarle la dirección, puedo notar empatía en sus facciones.

―Seguro que todo se arregla ―dice, conciliador.

Me limito a asentir, carente de energía para responder. Acabo de apoyar un pie sobre el asfalto cuando vuelvo a escucharle.

―¡Espera! ―exclama, rebuscando algo bajo el asiento―. Un cliente lo olvidó hace semanas ―comenta mientras me ofrece un paraguas amarillo de pequeño tamaño―. Quédatelo. Te hará falta.

Tomo el objeto, expresando gratitud con un hilo de voz. Una brisa fría me envuelve con rapidez al bajar del coche pero apenas le doy importancia. El vehículo se aleja y me sumerjo en las calles, afligido. Kasem no ha llamado y tampoco ha escrito ningún mensaje desde que nos separamos.

«Seguramente me odie ―sentencia una voz impasible».

Le he dejado. De golpe. Sin darle ninguna explicación y haciéndole creer que él tuvo la culpa por pedirme ser discretos. Si lo miro desde su perspectiva, me he comportado como un cretino y un egoísta. ¿Qué otra cosa podría pensar de mí? Lo más seguro es que, ahora mismo, yo sea la última persona con la que quiera establecer contacto.

«Puede que sea mejor así ―suspiro para mis adentros».

La lluvia comienza a caer más fuerte, animando a los escasos transeúntes con los que me cruzo a acelerar el paso, ansiosos por escapar de su gélida caricia. Hago uso del paraguas y no modifico el ritmo de la marcha, centrando la atención en el repiqueteo de las gotas sobre el plástico para intentar calmar el barullo de mi mente. Camino cerca de una hora hasta bordear la esquina que da acceso a mi calle.

Llevo la cabeza gacha, por lo que ya he atravesado más de la mitad antes de percatarme de algo que hace que me detenga de golpe, como si fuera un ladrón intentando burlar un sensor de movimiento; Kasem está junto a la puerta de entrada, mirándome. La ropa se le pega al cuerpo, empapada. El agua le resbala por el pelo y el rostro.

Durante unos segundos soy incapaz de reaccionar. Permanezco inmóvil, procesando si su presencia es real o fruto de algún sueño caprichoso y malvado. Tampoco me muevo cuando se acerca y se detiene frente a mí, hipnotizado por esos iris caoba que parecen reflejar el alma. Ninguno dice nada, dejando los segundos escapar con la misma indiferencia que mostraría un rey al caminar entre las riquezas del palacio.

Sin aviso previo, Kasem se inclina y me besa en el pómulo, con tanta dulzura que me roba el aliento durante un latido. La sorpresa hace que suelte el paraguas y lleve los dedos a la zona que rozaron sus labios, embelesado.

―Te amo ―dice, sin parpadear―. Nunca debí pedirte que lo escondiéramos porque hacerlo te ha hecho daño. He vuelto a fallarte. ¿Podrás perdonarme?

Un nudo en la garganta hace que me resulte imposible responder. Ha venido hasta aquí, aguardando paciente a la intemperie para disculparse por algo de lo que no tiene culpa. Estoy tan conmovido que el amor que me despierta se multiplica. Mi acompañante continúa con el discurso.

―Si es preciso, lo anunciaré en cada revista y en las ruedas de prensa; incluso pegaré carteles ―tiene los ojos llorosos―. No me importa lo que digan, ni tener que enfrentarme a todos los reporteros del país. Lo único que quiero es estar contigo.

Le observo sin intervenir, con el corazón encogido. De repente, Kasem alza la vista al cielo.

―¡Amo a Chai! ―grita, quebrando la calma del ocaso.

Luces, cámara y... ¡amor! (LGBT+)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora