5. Amor a no ser detenido

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Recapitulemos. Por ahora he podido determinar que:

a) HHH existe y sí, efectivamente, es un trencellín muy jumetoso. No es una creación del inconsciente colectivo generada solo para importunarme ni la viscosa fantasía de una descocada muchacha que no tiene nada mejor que hacer. Estas teorías, tan de cigüeña coja, han sido desmentidas con rotundidad y alevosía.

Y mientras reflexiono, canto, improviso, me deleito a mí mismo con mi poderosa voz de barítono:


Y en tu corazón,

anida un ruiseñor,

aquejado de amor;

de amooooorrrrr


b) Confirmado también que HHH llegó a LS en el A. S. S. Wottaburguer. Mi querido 2x1 me ha proporcionado todas las pruebas que necesitaba para despejar cualquier atisbo de duda.


Se enreda en su pelo,

que es de caramelo,

huele como un pomelo,

y yo... Eh... ¡Yo te cameloooo!


c) Un culo es un culo y a los culos solo hay que pedirles dos cosas: que estén limpios y sanos. Todo lo demás no importa. Es i-rre-le-van-te.


Flota con el viento,

siempre a sotaviento...

Sin comentarios, por favor.

y gime con desaliento,

si a tu vulva... ¡no le da un tientooooo!


Siguiente parada: la casa de HHH.

Yo no entiendo mucho de arquitectura (ni de nada que requiera años de comprensión y estudio), pero te puedo decir que es un imponente, sombrío y pesado edificio de disposición galáctica. De una idiosincrasia casi otoñal, efímera, epistolar. Un crepúsculo yacente, bañado por el rocío de una mañana anoréxica. Inmune al ruido externo, podría añadir. La mansión está compuesta, casi en su totalidad, por un bloque central de piedra rojiza que a su vez está rodeado por cuatro torres, y las cuatro torres están rematadas por cuatro columnas negras con forma de aguja, y cada aguja termina en una araña de ocho patas.

La veo y no puedo evitar imaginármela cargada de fantasmas, de ánimas torturadas, de espectros enmohecidos, sin más música de fondo que el sonido de las cadenas arrastrándose por el suelo.

Llamo al portero automático con cámara incorporada que hay junto a la puerta principal y les digo quién soy. Qué soy. Qué represento. Y a quién.

Se abre la puerta dorada adornada con las tres H plateadas, cruzo la calzada de arena verde, echo un breve vistazo al estanque que viene a continuación, a los mordiscos de rana que flotan en el agua, entre las milenramas.

Qué apropiado, pienso. Es casi profético. O poético, o qué se yo.

Me recibe una criada que amenaza con desmoronarse bajo el peso de los muchos años y cuya cabeza parece haber sido sustituida por el cráneo de una momia. El poco pelo que le queda se está arremolinando encima de las orejas, que son grandes y puntiagudas, de lóbulo caído y pliegue raído, tan roturadas como la suela de un zapato. Tiene la piel llena de hoyos y de color amarillento, al verla pienso en un montón de huesos blanqueados por el sol del desierto. Mira qué nariz tiene, es toda cartílago. Como la aleta de un tiburón.

—Buenos días, señora. Celebro que me haya dejado pasar. No contaba con ello, de verdad que no. ¡No esperaba que fuera tan fácil! Pensaba que tendría que colarme por la noche en plan comando ninja para descubrir qué le ha pasado a su jefe. ¡Ja, ja, ja!

La criada responde:

—Al Hilenius no le ha pasado de ná. Fue él quien nos dijo que se podría de aparecer alguien como sú.—Entrecierra un ojo brumoso y sorbe aire por la nariz. Con mucha fuerza, como si fuera capaz de aspirar un ciclón o un tornado dorado de rotación cinco—. Hum, hum...—rumia luego—. Te ha enviado ella, ¿verdá? La gorfa.

La veo con ganas de soltar un sonoro y contundente gargajo bien cargadito de baba fétida.

No se contenga, señora. No se guarde esas cosas, que no es sano ni de recibo.

—Esa puta sidosa aprovechá—añade.

Si espera que reaccione a los insultos, lo lleva claro. A mí no me pagan para que proteja el honor de mis clientes. Ese problema que se lo coma otro.

—Infiero que detrás de su desaparición hay una subtrama la mar de misteriosa que me voy a tragar ahora mismo.

—Infieres muchas cosas, chaval, pero sé, no estás equivocao. En breve lo descubrirás de tó. Solo hemos de esperar a que me den la señal.

Encojo un hombro, solo uno, y miro a mi alrededor con desgana. Me siento en el primer sofá que veo.

—Esperemos, pues. Espero que no me hagan esperar demasiado.

La criada se encoge al oír la última frase. Como si hubiera recibido un golpe. La taladro con mi mirada diamantina. Ella dice:

—Ojú. Alérgica de soy a la repetición de verbos. Escucharlos, tan cercano el uno del otro, me causa un malestar muy jondo en la sesera.

—Discúlpeseme, no tenía ni idea. Le prometo que a partir de ahora iré con más cuidado.

Ante este acto de exquisita humildad, la criada emite un gruñido caprino que puede significar cualquier cosa. Luego se sienta en el sillón que hay frente a mí y empieza a juguetear con el teléfono móvil.

Me acomodo en el sofá, porque lo importante es que yo esté a gusto, y saco otro de mis cigarrillos de chocolate. Le quito el envoltorio con movimientos lentos y solemnes, disfrutando de cada parte del proceso. Luego le doy un mordisco. Lo paladeo. Está: delicioso.

—¿No piensas de ofrecerme uno, zagarrillo?

—Pueeeeees... no, la verdad es que no. Para qué le voy a engañar.

La criada rebufa. Como un niño morrocotudo a punto de iniciar uno de sus acostumbrados berrinches. Luego apoya la barbilla en la palma de la mano huesuda, el codo artrítico encima del brazo del sillón. Me mira. Con hastío. Sin mucha abundancia de lágrimas. Envuelta en un halo de pura malevolencia que es como una capa de gas pestilente.

—Nunca me han de gustao mucho los hombres sapo, ¿sabes?

—A mí siempre me han dicho que me parezco más a una rana, del tipo y la clase que habita en las junglas de Quon Dari. ¡Fíjese bien, señora! ¡Que se note que las clases de Conocimiento del Medio Natural sirvieron para algo!

Me termino el cigarrillo al mismo tiempo que concluyo mi ponencia sobre la fauna que puebla aquel país tan lejano. Después saco un pañuelo del bolsillo interior de la chaqueta y me limpio los dedos y la boca. Luego eructo. Suena un poco más alto de lo que pretendía.

—Maldito con todas mis fuerzas el día que os permitimos acampar en Nefirion.

—Ustedes no nos permitieron nada, señora. Nos lo ganamos. De no ser por la reina X'eonia, usted no estaría hoy aquí.

—Lo que tú digas, chico batracio.

—¿Habría dejado morir a toda una especie solo para satisfacer su ego?

La mujer no responde. Ni falta que hace.

—Eres una hija de la gran puta.

Doblan por los sueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora