6. Los hay de quita y pon

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Más tarde:

La criada se guarda el móvil en el bolsillo delantero del uniforme. Luego se pone en pie. Luego me hace un gesto para que la siga. Luego me guía hasta una despensa pulcramente abarrotada. Luego abre un armario. Dentro hay un botón. Es grande, redondo y amarillo, con una exclamación roja en el centro. La criada lo pulsa y el armario se corre a un lado revelando un pasadizo secreto muy bien iluminado por los farolillos eléctricos que cuelgan de las paredes.

—Sigue el camino de marcado por las baldosas amarillas—dice—. No tiene de pérdida.

Avanzo solo. Con poca o ninguna decisión. Espero que no se note demasiado, pero estoy empezando a ponerme un poco nervioso. Me tiemblan las manos. Rezumo sudor ecuatorial. Me siento más resbaladizo y viscoso habitual.

Continúo avanzando hasta dar con una puerta. La abro sin problemas y entro. La sala que se extiende ante mí es inmensa. Tan grande como el vestíbulo de un hotel de seis estrellas. Percibo un torbellino de viejos olores incrustado en cada recoveco, en cada esquina. Veo un ordenador enorme, del tamaño de una pared. Una mesa con dos sillas. Un cenicero, una botella, dos vasos. Varios trajes y unos cuantos disfraces de época metidos en cápsulas que parecen de cristal, pero que seguramente no lo sean. También hay un dragón disecado. Los colmillos largos como cimitarras. Las escamas negras, brillantes como la concha de un escarabajo. ¿Qué hace aquí?

Cosas de HHH. No necesitas ninguna otra explicación.

El Gran Hombre está sentado en un sillón con orejeras. Tiene un bastón de marfil en la mano. Le saludo con una inclinación de cabeza.

Me sorprende el cambio operado en él. Se le ve más joven que en la fotografía que me dio Ella, o quizá más vivo. Sí, quizá sea esa la palabra correcta. Ya no parece un cadáver envuelto en un sudario y cargado de sales aromáticas. Alegres chispas del color del hielo brincan en sus ojos, tan azules como un ramo de orquídeas. Se ha cortado el pelo, el cual lleva peinado hacia atrás, con el rayo a un lado. También se ha recortado el bigote, el cual parece una tira de parches verdosos colocados debajo de una nariz que sigue siendo demasiado larga.

Me recuerda a alguien, pero no sé a quién.

—Siéntese, detective. Y sírvase un trago. Tenemos mucho de que hablar.

Hago lo que me dice: me siento y me sirvo una copa. Me la bebo de un trago. Quema, pero logro superar el ardor.

Mi estómago se ha forjado en las mejores tabernas, pienso.

No tuve la oportunidad de combatir el Hielo de los Cosechadores, pero sigo siendo un vodkin y eso, maldita sea, ¡eso significa algo!

—Muy bien, señor Hailhant. Usted dirá.

HHH hace girar el bastón, pero el bastón le golpea en la mejilla y cae al suelo.

Decido fingir que no ha pasado nada.

—Tengo entendido que usted ha sido de contratado por una mujer que, al parecer, se ha hecho una idea muy equivocada de cuál es nuestra relación.

Esa es una forma de decirlo, desde luego.

—Mi clienta cree que usted se divorciará de su mujer para casarse con ella.

HHH chasquea la lengua con furor.

—¡Pero eso es absurdo, completamente absurdo! ¿Qué razón iba a tener yo para divorciarme de mi querida Aaratha? Mi esposa es una mujer inteligente, nada celosa, y sabe que mis escarceos con esas mujerzuelas no significan nada, son un mero pasatiempo, una manera de pasar el rato y lidiar con el estrés que conlleva ser un hombre de negocios tan exitoso.

Brindo en su honor:

—Ya veo que lo tiene todo muy bien pensado.

—Mire, detective, somos demasiado viejos y demasiado ricos para discutir por estas tonterías. Enfadarse por un escarceo amoroso ubicado de fuera del matrimonio es tan... pueril.

Me abstuve de comentar que yo pensaba lo mismo.

—Mi clienta afirma que usted le prometió que se divorciaría de su esposa—insistí—, y eso no es algo que se haya inventado ella, ¿verdad? Alguien, no sé quién, le habrá ofrecido algún tipo de pábulo, ¿no?

Otra persona menos experimental habría tenido la decencia de sonrojarse y ofrecer alguna excusa, por estúpida que fuera, pero HHH tenía el pellejo más curtido que una bota de vino y más cara que espalda.

—Ta, ta, ta... Toda esa palabrería sentimentaloide, porque no de merece otro calificativo, es solo una parte más del juego, de la fantasía. Cualquier mujer con dos dedos de frente y la habilidad de pensar sin cagarse encima se habría dado cuenta. No se puede de ir por la vida siendo tan cándida, detective.

—Pues parece que sí, que se puede.

Me sirvo otra copa. Me la bebo de un trago.

—Esa tal Elora...

Podría haberle corregido, pero para qué.

—... confundió los términos del juego, sé. Confundió la fantasía con la realidad. ¡De creyó que estaba hablando en serio! ¿Realmente de cree que me voy a casar con ella? Santo YaVeq, santo y bendito YaVeq... ¿Realmente de cree que voy a cambiar a mi querida Aaratha, una mujer de clase alta con la que sintonizo de formas que usted no puede ni imaginar, por una campesina sin estilo, por una muchacha básica y arrabalera, fácilmente reemplazable, que para colmo de males ni siquiera sabe de poner bien un enema?

Como ya he dicho antes, a mí no me pagan para defender el honor de mis clientes.

—¿Y por qué no se lo dice tal y como me lo está diciendo a mí? Hable alto y claro, y problema resuelto.

—No, no. Ella y yo hemos de terminado. No quiero de volver a verla. Esa chica tiene un algo, una obsesión, un qué sé yo, que me pone de los nervios. Se lo digo en serio, detective: esa mujer es realmente espeluznante.

—Tiene que empezar a elegir mejor a sus conquistas, jefe.

HHH se pone en pie. Me mira desde toda su altura, que no es mucha.

—Supuse que la muy lela no pillaría la indirecta e imaginé que terminaría de recurriendo a alguien... como usted. La veo capaz de eso, y de mucho más.

De repente, sin venir a cuento, me da por imitar el tono y la voz del Gran Hombre:

—¡Ay, el amor, qué de lindo puede llegar a ser! Esa chiquilla está de enamorada hasta las ancas, jefe, se lo digo yo. Haría cualquier cosa por usted.

—¡Eso ya lo sé, joder! De ahí me viene todo este desasosiego.—Se inclina sobre mí, hasta que nuestros quedan a la misma altura—. Hable con ella, detective. Hágale entender que lo nuestro está finiquitado, de visto ya para sentencia. Dígale que fue bonito, que estuvo bien, pero tiene que pasar página de una maldita vez. Convéncela para que me olvide, para que deje de acosarme. Hágalo y le pagaré diez mil urleks.

Ahí va... Diez mil urleks. Con ese dineral podría pagar el alquiler de todo un año y aún me sobraría dinero.

—¿Hay trato?

—Hay trato, jefe.

Nos damos la mano. Como caballeros. Luego HHH se agacha para recoger el bastón. Lo hace girar de nuevo. El bastón le golpea en la otra mejilla y cae al suelo.

Intento no reírme, juro que intento no reírme, pero fracaso miserablemente.

Doblan por los sueñosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora