Parte 1

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Su nombre era Martita y venía cada viernes después de clases. Tocaba la puerta como todos los demás clientes y se sentaba en el sillón mientras yo iba a buscar la mercancía. No compraba mucho, pero era constante. Prefiero su dinero asegurado que los compradores ocasionales. Compraba de la buena. Esta vez me sorprendió. Se había teñido el cabello de rojo y llevaba una minifalda. Su blusa blanca escotada dejaba ver su brasier negro. A juzgar por su maquillaje, estaba por ir a una fiesta.

—Vaya, vaya. Hoy sí que vienes producida. ¿Vas a una fiesta? —pregunté al dejarla pasar.

Ella asintió con la cabeza y pasó casi temblando. Siempre había sido tímida.

—Mi papá tiene fiesta con unos amigos. Me pidió que me vistiera así.

—Oh, mierda.

Era un barrio pobre. Yo vendía lo que vendía porque era una forma de obtener dinero seguro y dependencia de mis vecinos. Mis proveedores me protegían y en la calle nadie me hacía nada. Pero los demás, los que no tenían dinero para huir a una mejor vida, tenían que hacer cosas horribles para ganar dinero. Nunca me pregunté lo que hacía Martita para sobrevivir, o su familia.

—¿Vienes a comprar? —Me sentí estúpida en cuanto lo dije. Claro que venía a comprar.

Volvió a asentir, aunque insegura.

—No tengo dinero. Te lo daré después. Pensé que podía pagarle a tu hermano de otra forma.

Esa era una mentira mía. Mi hermano tenía trece años y vivía con mis tíos en un lugar menos caótico. Al que se refería era Rogelio, un tipo tres años mayor que yo que me traía la mercancía; Éramos amigos, pero a todo el mundo le decía que era mi hermano. inhalaba un poco y veíamos caricaturas de los noventa en la televisión a todo volumen. Supuestamente, el negocio era suyo y yo sólo era su vendedora. Esa parte no era del todo mentira.

—Estás muy bonita para estar caminando por estas calles. ¿Lo que viniste a comprar es para tu papá o para ti?

Volvió a asentir tímidamente. Era de las pocas que todavía se avergonzaban de drogarse.

—Pagaré luego. Sabes que sí. Sólo así puedo aguantar... sus manoseos.

Maldita niña tierna. Era de las pocas personas que no merecían vivir en ese infierno. Todos la conocían como la chica que había estudiado más allá de la secundaria. Pronto iría a la universidad, si no es que ya estaba en ella. Su único defecto era lo que me compraba, pero el hecho de que lo hiciera cada semana en vez de diario y a todas horas era un buen indicativo.

—Ven —le ofrecí mi mano. En vez del sillón la llevé a la habitación del fondo, a la verdadera sala de estar de la casa. Ahí había un colchón en el suelo, el cual, gracias a cobijas y almohadas, se había convertido en algo similar a un sofá al nivel del suelo —. Siéntate ahí.

Ella me obedeció mientras buscaba en una de las cajas del fondo, junto al mueble de la televisión. Rogelio me decía que era un lugar demasiado riesgoso para dejar la mercancía, pues si llegaba la policía la encontraría con facilidad. Yo le respondía que, si ellos llegaban, prefería que la encontraran rápido en vez de que destruyeran la casa buscando. Si nos atrapaban, poco se podía hacer, aparte de sobornarlos.

Tomé una pequeña bolsita con la dosis que ella solía comprar. Así las había preparado para ella y para los otros clientes habituales. Caminé hacia ella y también me senté en el sillón. Martita estiró la mano para tomar la dosis, pero yo la aparté. La miré con una sonrisa juguetona.

—Debes pagar, preciosa.

Ella parecía confundida.

—Ya te dije que no tengo con qué. ¿Dónde está tu hermano? Puedo pagarle a él.

La vendedoraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora