Parte 5

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¿Qué se puede vender cuando no se tiene nada?

—Ven a chupármela, putita. —Dijo papi, una de las lideres del pabellón 6. Era grande, corpulenta, con tatuajes en los brazos y cuello. En otra época, fuera de la cárcel, fue una vecina violenta y ahora se conformaba con mandar en aquella zona. Yo era suya por un par de horas sólo porque quería demostrar que podía pagarme.

La ayudé a bajar su pantalón del uniforme y luego coloqué mi cabeza entre sus piernas. La higiene en un lugar como aquel no era muy buena, pero ella se esforzaba por mantenerse limpia. No olía mal, al contrario, olía sólo a una saludable lubricación.

Comencé a besarle los muslos. Eso le gustaba a las chicas. La ilusión de amor era algo que todas deseábamos. Aun, así, siempre había alguna que prefería la fuerza, imponerse ante una.

Papi me tomó por detrás de la cabeza y me llevó hacia su sexo directamente. Nada de juegos. Ella era una persona directa y, seguramente, no se consideraba lesbiana o bisexual. A ella le gustaba la complacieran y punto.

Y a mí no me quedaba de otra.

No perdí tiempo lamiendo sus labios o sintiendo su humedad. Fui directamente a su clítoris, donde lamí con cuidado, primero como si fuera un delicado helado y luego en círculos.

—Succiona, pendeja —dijo con brusquedad.

Di un último lengüetazo que la hizo estremecer y continué mi trabajo. Succioné con cuidado, delicadeza, pero al mismo tiempo velocidad. Había aprendido a crear la ilusión de fuerza al succionar por lapsos cortos y repetitivos. Por la humedad en mis labios y barbilla empecé a notar que le gustaba. Luego sus suspiros y gruñidos me lo confirmaron. Papi lo disfrutaba.

Apretó la parte trasera de mi cabeza contra ella como si con eso lo sintiera con más fuerza. Había aprendido que esa era una señal para no cambiar nada. Si aumentaba la velocidad, intensidad o patrón de lamidas, y éste no agradaba a la beneficiaria, me podía ganar en el mejor de los casos una cachetada.

—Uf... sí... sí... ¡Sí! —exclamaba Papi.

La figura difusa de Martita se apareció en mi mente. La recordaba, pero ya no con tanta claridad como antes. Trataba de pensar en ella, de no olvidarla, pero igual se desvanecía poco a poco. En dos años sus ojos, mejillas y sonrisa se diluían conforme los maltratos aumentaban.

Sólo me quedaba la memoria muscular. Cada coño que chupaba, cada par de tetas que succionaba y cada culo al que daba placer lo comparaba con el de ella. Era inevitable. El de Papi era más grande, por ejemplo. Sus labios menores eran más largos y los mayores parecían más abiertos. El sabor también era distinto. Diferentes tipos de alimentación e higiene, pero había algo más que las diferenciaba. Simplemente no sabía igual a la de ella.

Papi me presionó contra su pubis tan fuerte que su vientre tapó mi nariz. Ella hacía eso cuando se estaba por venir. Era un acto al que le sucedía una serie de espasmos, gruñidos y finalmente...

Me mojó la cara.

No podía decir si era squirt u orina, pues olían igual, pero siempre lo hacía al tener un orgasmo. No me soltaba sino hasta después de soltarse el seno que se apretaba al tenerme entre sus piernas, por lo que el líquido escurría por mi cara hasta mi pecho. Por eso me solía quitar el uniforme antes de atenderla. Otras clientas eran más consideradas.

—Maravilloso, chiquita, maravilloso. —decía al apoyar la espalda contra la pared contra la que estaba dispuesta la cama —Dale mis saludos a Amelia. Ya le pagué.

La chica cabello largo y rubio se llamaba Amelia. Fue una de las que me violó el día que me ingresaron a la prisión. Por ser sobrina de don Román era una de las intocables del lugar, por lo que aprovechó para aliarse con Trina, a la que llamaban la Bruja, para ofrecerme a cambio de dinero, mercancía o cigarros.

La vendedoraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora