Parte 2

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Mi invitada tenía hambre. Bajé de mi auto con una bolsa con un pollo asado dentro. Aunque el barrio era peligroso, mis vecinos me tenían en buena estima. Los adictos, maleantes y malvivientes, no muy diferentes unos de otros, no solían meterse conmigo por dos razones: podía negarles las ventas o podrían buscarse un problema con el jefe de Rogelio, don Román. Y con él nadie quería meterse. Por estas razones bajé sin preocupaciones y me tomó por sorpresa el empujón del hombre que apareció por mi espalda.

—¡Fíjate, imbécil! —grité al darme vuelta.

Un hombre de unos cuarenta años, con la camiseta llena de sudor y unos pantalones desgastados y sucios, se me acercó demasiado.

—¿Dónde está mi hija? — dijo con tono amenazador. Su aliento alcohólico me hizo dar un paso hacia atrás.

Me llevé la mano al pantalón y tomé la navaja que siempre llevaba ahí. Desplegué la hija con presteza y le apunté al cuello.

—No sé de qué mierda me hablas, amigo, pero vete a la chingada de aquí, ¿oíste?

—Doña Cecilia la vio caminar hacia aquí y no la vio regresar. ¿Dónde está mi escuincla?

Ni aunque lo supiera, no se lo diría.

—Vete de aquí o tendrás un problema con don Román. Él vendrá, te subirá a su carro y todos tus borrachos amigos tendrán miedo de decir que alguna vez te conocieron. Largo —Dije y le puse el cuchillo en el cuello.

Ese hombre, mirando a su alrededor en busca de ayuda, dio unos pasos hacia atrás y se dio vuelta. No me moví de la acera hasta verlo cruzar la calle y seguir su camino. Mi pecho subía y bajaba mientras lo observaba avanzar. Quería alcanzarlo y apuñalarlo un par de veces, pero había demasiadas personas en las ventanas. No me quedó más que calmarme y recoger la bolsa con comida que había caído al suelo.

—Pendejo —dije en voz alta.

Me dirigí a la reja de mi casa y luego al interior. Quise respirar hondo para sentirme en mi hogar, pero unos ruidos arriba lo evitaron. ¿Era mi invitada? Puse la comida sobre la mesita de la sala, donde solía poner el producto para los consumidores. Vi rastros de polvo blanco.

Maldita sea. De nuevo había encontrado el escondite, pensé. Pero luego vi una cuchara en el suelo. Estaba quemada.

Los ruidos se intensificaron. No eran de mi invitada. Eran respiraciones rápidas y agresivas con un tono grave. De nuevo desplegué la navaja y subí las escaleras. No lo hice rápido. Tal vez debí hacerlo. Di pasos lentos hasta llegar arriba y luego por el pasillo avancé hasta la habitación de donde provenía el ruido, o sea la mía. Unos gruñidos fuertes me hicieron detenerme. Eran más pausados que los ruidos, anteriores, casi como sonidos de alivio. Luego escuché los resortes del colchón como si hubieran dejado caer algo en él.

Temí lo peor.

Fue entonces que di un salto hacia el umbral de la puerta. Estaba abierta y pude ver a un hombre alto, alargado y de piel clara. No llevaba camisa y sudaba. Resoplaba como si acabase de tener una gran actividad física. Bajo él, con las piernas abiertas estaba mi invitada, Martita, con los ojos en blanco y casi inconsciente. Su falda la tenía levantada hasta el estómago y su ropa interior estaba a la altura de su tobillo, en la pierna que colgaba fuera de la cama.

—Oh, ahí estás — dijo aquel hombre con una sonrisilla burlona y satisfecha — No nos dijiste que ahora también manejabas putas.

—Ramiro... —dije con dificultad. Era uno de los repartidores del jefe. Era él quien le dejaba los productos a Rogelio. En ocasiones entraba sin avisar a la casa, ya fuera por exceso de confianza o para demostrar control. A mí me tenía por amiga de Rogelio, sólo eso y nada más. No sabía que era yo quien manejaba esa sucursal, o por lo menos no debería saberlo. Yo no era de su organización, por así decirlo — Ella no... no es una puta.

La vendedoraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora