Parte 3

13 1 0
                                    

Saltamos la reja exterior y luego Rogelio abrió la puerta de la casa. Pudo hacerlo con un par de patadas, pero la perilla giró sin problemas. Ambos teníamos la pistola fuera, apuntábamos al frente como en las películas de equipos SWAT. Todas las luces estaban prendidas. El llanto, el olor y la ropa en el suelo nos indicaron a donde ir.

Martita estaba en el suelo de la cocina. Su blusa estaba desgarrada y apenas servía para cubrirse, era lo único que llevaba. Sus piernas desnudas estaban dobladas contra su pecho. Estaba en posición fetal, ocultando su rostro con unas manos llenas de sangre.

—¡Dios, Martita! —exclamé antes de correr hacia ella. Algo en el suelo, me hizo tropezar. No caí, pero sí me hizo ver qué fue lo que me hizo dar el traspié. Rogelio ya se le había acercado. Él tampoco tenía pantalones. Su rostro estaba contraído por el dolor y la sorpresa. Su último movimiento había sido cubrirse una herida en el pecho. Aquel hombre había sido el mismo que me pidió ver a su hija en la calle cuando bajé de mi auto con comida. El padre de Martita miraba al techo con una expresión llena de sufrimiento. Su verga flácida aun brillaba.

—un balazo en el pecho —dijo Rogelio —Ya sabemos qué es lo que escuchó doña Celia.

Retomé el camino hacia Martita y me arrodillé a su lado. Me abrí mi camisa roja de cuadros (no me importó quedarme sólo con mi brasier deportivo) y se lo coloqué sobre los hombros. Ella temblaba. Su rostro enrojecido era un mar de más que lágrimas.

—Martita... Martita... —le susurré — Debemos irnos.

Ella negó con la cabeza.

—Se va a enojar si no me encuentra cuando despierte.

Miré a Rogelio. Él negó con la cabeza. Debía llevar veinte minutos muerto.

Martita levantó la mano que tenía escondida entre las piernas. Levantó una pistola. Con cuidado se la quité, no intentó resistirse.

—¿Qué pasó? —preguntó Rogelio desde la sala, donde el cadáver parecía no dejar de mirar hacia arriba.

Ninguno, ni padre ni hija, tenía pantalones. Ella tenía el resto de la ropa rota y, por lo que alcanzaba a ver, marcas en los brazos y una mejilla hinchada. Al tipo todavía le brillaba la verga con los líquidos de ambos cuerpos. Con eso podía suponer que su furia se había convertido en violencia sexual contra su pequeña. El problema era saber cómo empezó esa violación terminó en muerte para él.

—Dejó su pistola en el suelo cuando terminó. Les juro que creí que no se moriría —dijo Martita con voz apresurada, antes de volver a llorar.

Entonces todo pasó a punta de pistola, pensé. Dios. Todo se volvía más horrible.

Fue entonces que un auto se estacionó afuera de la casa. Vimos las luces y escuchamos las puertas abrirse y cerrarse. No era la policía obviamente. Volvimos a levantar las pistolas.

—¿Tu papá esperaba a alguien? —pregunté.

Martita se limpió la nariz con el rostro de la mano.

—Dijo que me usaría por última vez antes de que llegaran los tipos a los que les debía mucho.

Rogelio tomó aire y señaló a las escaleras con la cabeza. Asentí, buena idea.

—Ve a tu cuarto. vístete y no salgas a menos que te digamos lo contrario.

Me vio amartillar la pistola. Fue suficiente para convencerla. Se puso de pie y se dirigió a las escaleras. Rogelio la siguió con la mirada por un segundo, antes de buscarme de nuevo. Yo también tomé aire. Estábamos por entrar a una situación muy peligrosa. Que supiéramos, el padre de Martita no le debía a don Román.

La vendedoraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora