Tarde

11 0 0
                                        

Uno.

Dos.

Tres.

Cuatro.

Dejé de contar, perdí la noción de los días en los que me sentía diferente y a su vez, cada vez más segura de esos sentimientos. No era la primera vez que me sentí así, rebusqué en mi pasado y me encontré en el mismo escenario, allí me convencí de saber que la historia se repetiría. No sé si fue el poder de mi juicio el cual me condujo inevitablemente a lo mismo, o si en realidad así sería el desenlace, pero heme aquí redactándolo.

He de reconocer que fui quien prendió el fósforo. Aquella noche mis ojos anhelaban seguir el rastro de los suyos para encontrarse al final; una conexión inmediata, un baile ardiente y un beso apasionado encabezaron el inicio de nuestra historia. Después de un tiempo todo parecía perfecto y mi corazón más motivado.

Duró poco tiempo y aún así fue difícil aceptarlo, mi corazón increíblemente seguía persistente y fue más fuerte que mi razón.

Uno.

Dos.

Tres.

Cuatro.

Dejé de contar y perdí el interés. Ya mi corazón no estaba destrozado como una vez pasada lo estuvo en este mismo cuento, sino apático. El fósforo se había apagado. Insistí, aún así, en esforzarme internamente por las promesas tardías y los arduos comportamientos que este conocedor reciente de mi  futura ausencia realizaba mañana, tarde y noche para no perderme. Estuve allí porque a pesar de mucho dolor tuve también un lado de calma y compañía, tuve una seguridad y un apoyo.

Me senté cruzando mis piernas en la cama, apoyé mis codos en estas y mi mentón en la palma de mi mano. Lo miré.

Uno.

Dos.

Tres.

Cuatro.

Contaba porque perdida en mis pensamientos me encontraba y miraba sus labios. Sonrió y yo lo hice: no sabía por qué razón. Miraba sus ojos: iluminados de emoción. Miraba sus manos: movientes seguramente al son de la historia. Sonrió y yo lo hice: no tenía ni idea. Terminó su historia y un -que bueno-, contesté en su espera de una opinión.

Me costaba tomar una decisión. Vociferaba una y otra vez, cuando quería marcharme, que su amor por mi era el más grande de todos los tiempos y lo arrepentido que estaba de sus incontables decepciones. Me repetía casi a diario la importancia de mi compañía en su vida y me demostraba cuánto me quería en su presente y futuro. Agradecía por eso y por cosas buenas en el pasado, me costaba tomar una decisión.

Uno.

Dos.

Tres.

Cuatro.

Contaba mis respiraciones para ser capaz de soñar y olvidarme de la indiferencia que sentía al recibir un beso o un abrazo. Desperté y a su vez lo hizo mi razón. Ya era tarde. Cuando mis ojos se abrieron por la luz del día, al mismo tiempo se dió por decidido mi corazón. Ese corazón que ciego estaba, se enteró en ese mismo momento que era vidente. Estaba claro el día, e internamente mi razón y mi corazón sintieron esa claridad y se unieron para aportar una conclusión: ya era tarde. La decisión ya estaba tomada y no había vuelta atrás, ya era tarde. Giré mi cuerpo y mis ojos se tropezaron con los suyos, sonrió y esta vez yo no lo hice, ya era tarde. Eran las siete de la mañana, apenas empezaba el día y recién había salido el sol, pero para mí... ya era demasiado tarde.

Gritos InternosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora