HIJA DE UN ASESINO.

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Skylar dormía plácidamente en sus enormes aposentos, envuelta en seda y más seda. Cuando alguien, cerca de su puerta, gritó como si le hirieran. Rápidamente abrió los ojos, saltó de la cama y tomó la espada que descansaba sobre su buró, camino sigilosa y rápida hasta la puerta doble y la abrió lista para atacar.
No seria la primera vez que alguien entrara al palacio y tratara de asesinarla mientras dormía. Pero al ver lo que sucedía bajo la espada casi con aburrimiento.
-Zart, suéltala. -Ordenó a su guardia. Zart y Himish eran los guardias en turno, su padre, obsesionado con el control sobre ella había hecho que seis guardias se rotaran a su cuidado las veinticuatro horas del día. Debía estar cerca el amanecer, pues una doncella tenía a sus pies las flores silvestres con las que ella se duchaba, la pobre chica debía de haberlas llevado y tomado por sorpresa a los guardias. Zart la miró con reproche pero obedeció.
-Majestad, siento haber interrumpido su sueño. -Se disculpó la doncella con una reverencia exagerada.
-Levántate. -Le dijó. -Estos dos son los causante de este alboroto, tú solo hacías tu trabajo. Esperen a que mi padre se entere de que han interrumpido mi sueño en un día tan importante. -Dijo a ellos malhumorada, y los vio palidecer.
-Pero majestad... -Comenzó Himish con el miedo tiñendo su voz.
-No he dicho que puedes hablar. -Le cortó. Cuando cerró la boca y la miró avergonzado ella comenzó a reír.
-¿Majestad? -Himish parecía desconcertado. Ella era por mucho diferente al prepotente de su padre, que con cualquier pretexto abría la garganta de quien le molestaba aunque solo fuera un momento. Y le parecía gracioso que aquellos dos seres, tan imponentes, temblaran ante el hecho de que una joven de apenas veinte años les amenazara.
-Tú, adentro. -Ordenó a la joven. Que obedeció al momento. -Será mejor que nadie me moleste en lo que resta de la mañana, o alguien perderá más que la paciencia por aquí. ¿Entendieron? -Advirtió lo más gélida posible.
-Sí, su majestad. -Respondieron. Y sin más, entró a sus aposentos.
Al entrar soltó una respiración profunda, actuar como la hija del rey era agotador. Sobre todo si conllevaba tratar mal a muchas personas, pero en lo que a ella respecta actuar de manera petulante con los guardias no era más que una forma de enfadar a su padre, el cual recibía ligeras insinuaciones de que su hija era insufriblemente pesada. Aunque no tanto como él.
-Hanin ¿que diablos hiciste para alterarlos? -Preguntó a su doncella mientras se iba a sentar a la cama. Ella solo se encogió de hombros.
-Están todos locos, todos sus malditos guardias están igual de locos, mi señora.
-Deja de llamarme señora, Hanin ¿cuántas veces te lo he dicho? Hemos crecido juntas.
-Eso no cambia que seas la princesa.
-Que sea la princesa no cambia que sea una persona, y lo más importante, que sea tu amiga.
-Lo sé.
-¿Te ha lastimado? -Preguntó Skylar al ver su cuello, por donde la tenía tomada su guardia cuando ella salió, rojo. Hanin se acaricio el lugar en cuestión.
-No, no ha sido peor que la última vez. -Respondió recordando cuando Jerlín casi la ensarta con la espada.
-Siento que haya pasado. ¿Quieres dormir un poco? -Ofreció haciendo a un lado la cobija para su amiga. Ella sonrió pero en lugar de ir a la cama se dirigió a la puerta.
-No, debo ir por más flores antes de que amanezca, debes estar lista pronto. -Dijo y salió por la puerta.
Skylar suspiró pesadamente pensando en lo que se avecinaba. Era día de tributos, cada sol rojo, los pueblos gobernados por su padre rendirán tributo a éste, y ella era obligada a asistir y observar a su padre decidir si el tributo era digno de él. Y si no era... Bueno, sino lo era, ese pueblo seria privado de la vida. Simple y sencillo. Aunque gracias a las lunas ningún pueblo había sido privado de tal cosa desde hacía siete años. El último fue un pueblo del Norte, del cual no podía recordar el nombre, ya que estaba gritando a su padre que les dejara vivir cuando el mensajero fue obligado a dar el nombre de tal pueblo.
La joven se tiró en su cama con doseles y se cubrió con las mantas por completo. Permaneció allí hasta que la puerta se abrió de nuevo, se levantó retirando las mantas esperando ver a Hanin con las flores. En cambio encontró a su padre, ahí de pie, mirándola como siempre lo hacia, con total indiferencia y desagrado.
-¿Aún en cama? -Preguntó petulante. Algo que enfureció a Skylar.
-Creo, padre, que eso es más que obvio. -Respondió igual que él. Aragón la miró con los ojos entrecerrados haciéndola estremecer, pero no le retiró la mirada. -¿Qué es lo que deseas?
-Que no lo arruines. -Respondió simplemente. -Y que ya no intentes escapar por ahí.
-Este tranquilo, majestad, que no será así. ¿Cómo podría con tantos guardias? Que, por cierto, perturban mi paz interior.
-Tú paz interior es algo que me tiene sin importancia. -Dijo con desdén. -Espero te mantengas al margen, Skylar.
-Como usted ordene, su majestad. -Dijo poniéndose de pie y haciendo una reverencia totalmente exagerada, con la cual su largo y rizado cabello arrastro en el suelo. Su padre gruñó y salió por donde había ido.

Cuando dejó de escuchar los pasos se sentó de nuevo en la cama sintiendo un vacío en el estómago.

A lo largo de su vida, Skylar había sido privada de la libertad, era presa del castillo de su padre, y de su padre mismo. Nadie mejor que ella sabía la crueldad con la que actuaba aquel hombre. Qué dedicó su vida a hacer miserable la de ella, golpeándola y moldeándola a su antojo hasta que ella al fin cedió a aprender el arte de la guerra. Aquel hombre le había arrancado la inocencia sustituyéndola con ferocidad. Le enseñó a asesinar en lugar de jugar, golpes en lugar de caricias, a sentir miedo, temor, desconfianza y... Odio. Odio en lugar de amor, fe o cualquier sentimiento positivo. Muerte, en lugar de vida. Él esperaba un varón, uno que siguiera ciegamente sus ideales, y no una chica que cuestionaba cada cosa y cada trato que hacia en general.

Y su madre. Oh, su madre. Skylar siempre fantaseaba con tenerla, en como sería vivir a su lado, seguramente ella sabría que hacer con el carácter de su padre. Seguramente ella le había hecho ser realmente un padre, una persona, sino ¿cómo podía siquiera haberla concebido?
Su madre. La que había muerto al tenerla, y a la que seguramente se parecía.

Osir había cuidado de ella al tiempo que cuidaba de Hanin, ambas criadas por la doncella más gentil y amorosa de todas. Y gracias a ella, Skylar conocía el amor, la alegría, lo bueno de la vida. La vida.

Y estaba ese hombre. Ese hombre al que ella había temido toda su vida, al que aún temía. Pero ella no lo demostraba, porque sabía a la perfección que él disfrutaba con su miedo, su dolor, su temor.
Ella era tan diferente a aquel hombre, y tan igual en muchos sentidos.

Físicamente, eran por mucho distintos, su padre tenía el cabello rubio lacio casi blanco, con pómulos marcados y ferocidad disfrazada de belleza incomparable, sus ojos eran del azul más oscuro y eran como un abismo. Solo pocas personas podían adivinar sus ojos, y ella era parte de ese grupo. Él tenía la piel bronceada y el cuerpo musculoso lleno de cicatrices de guerra.
Ella, tenía el cabello rojo fuego, sus facciones eran delicadas y amables, sus ojos dorados parecían también hechos de fuego y brillaban casi todo el tiempo. Cuando estaba feliz. O furiosa. Su piel era blanca como mármol y suave como la seda, a pesar de tantos años de golpes, su padre jamás la marcó. Su cuerpo era como reloj de arena, tenía una cintura pequeñísima, tal vez parte culpa del corsé, y, a diferencia de su padre que le gustaba lucir su pecho, ella siempre llevaba ropa recatada.
Pero ella sabía, que en el fondo, tenía un monstruo que rasgaba por salir a dar la cara, un monstruo que sabía asesinar a sangre fría, que era arrogante y testarudo. Y que algunas veces no lograba ahogar.

Skylar despreciaba a su padre por haberla convertido en uno de sus juegos, por hacerla sentir como monstruo. Y ahí, en el más oscuro rincón de su corazón, lo despreciaba por no amarla. Por ignorarla tantos años, cuando buscaba su atención, porque cuando al fin la consiguió en lugar de ser un padre, fue un maestro. Un maestro que la enseñó a destruir y que la trataba como bastarda. Y que sólo la conservo porque no pudo engendrar más hijos.

Y allí sentada a la espera de otro día agobiantemente largo, y seguramente lleno de fricciones se sintió débil. Se sintió horrorizada al imaginar como la gente la vería. Como su pueblo la vería. Como princesa de la sangre. Como un monstruo. Como la hija de un asesino.

Once Upon A TimeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora