El pitido de las máquinas era lo único que me dejaba con la tranquilidad de saber que seguía con vida. Que su corazón aún latía e impulsaba sangre por entre sus venas. Siempre había creído más en la medicina que en los milagros, en aquello que se puede ver, que no hay necesidad de cuestionarse porque las razones están frente a tus ojos. Aquella vez, no quería hacerlo. No quería pensar en las posibilidades que había de que siguiera respirando sin ayuda de todos los tubos, ni si sus ojos al abrirse tendrían esa misma luz que yo amaba y recordaba.
Dios, claro que lo recordaba. Habían pasado un poco más de veinticuatro horas, pero en ese poco tiempo, todo se había ido a la mierda en proporciones inimaginables.
Las amenazas. Los llantos. Las pistolas. La sangre. Los cuerpos sin vida. La agonía.
Había sido como una mala broma; un efecto dominó que había ido derrumbando uno a uno los sucesos, que había hecho todos mis miedo realidad, que le había jodido la vida a tantas personas de nuevo... Y yo solo estaba esperando que si la última pieza del dominó era la vida de la persona a la que amaba, no cayera.
Me acerqué al borde de la cama y puse una de mis manos sobre la suya con más cuidado del que jamás había tenido. Se sintió como siempre, familiar, cálida, perfecta...
—Deberías estar en cama —dijo una voz detrás de mi. No voy a mentir diciendo que antes de identificarla como la de su padre, había pegado un brinco.
Me sentí humillado por aquello. Yo tendría que haber sido capaz de defenderla, de cuidarla, y había hecho justo lo contrario. Cuando el gatillo impulsó esa bala que lo cambió todo...
—Necesitaba saber cómo estaba —le dije a Ethan mientras él se acercaba a la cama de su hija y la miraba con un sentimiento que no pude descifrar. Tomó los papeles que los médicos habían dejado en la mesa de noche.
—¿Quieres la ficha médica? —me preguntó extendiéndome por detrás la carpeta.
Negué con la cabeza. Por primera vez me rehusaba a creer en la medicina. Por primera vez envidié la capacidad de las personas religiosas para creer en los milagros. Para creer que seguiríamos siendo Sarah y Mason, para que ella despertara en ese mismo instante, para fingir que esto no cambiaba nada, aunque todos sabíamos que lo cambiaba todo.
Ambos nos sumergimos en una minutos de silencio interrumpido por pitidos de máquinas, hasta que su mano se posó en mi hombro y me volví a mirarlo.
—Solo está durmiendo, justo lo que tu deberías estar haciendo —dijo, mientras se alejaba hacia el pasillo y volvía empujando una silla de ruedas. Joder, cuánto la necesitaba. No había notado el dolor punzante mientras estaba rozando su mano con los dedos, pero siendo honesto, dolía una mierda.
— Gracias —dije aceptando el gesto un poco a regañadientes, sin quitarle los ojos de encima a Sar—. El abogado está en camino, y la de servicios sociales acaba de irse, pero...
—Camille está con tus hermanos, Mason. Y yo estaré con ellos nada más te encierre en tu habitación —dijo intentando sonar tranquilizado. No lo fue, yo no quería separarme de ella, pero una parte de mi también entendía que, como su padre, seguro no le apetecía nada que yo estuviera cerca. Sabía que no lo hacía especialmente por mi, pero porque era lo que Sar querría que hiciera.
No sé si me costó más trabajo el hacerlo con cuidado o el fingir que no me dolía, pero me llevé su mano a los labios y le di un beso.
—Cuando abras los ojos, por favor, perdóname —susurré.
Y me fui con una pizca de esperanza de que las cosas estarían bien en el pecho .
Es una lástima que una pizca nunca sea suficiente.
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Todo lo que fuimos
RomanceHay cosas que nunca se acaban. Heridas que nunca cierran. Fantasmas que nunca terminan por irse. Sarah nunca pensó que todo terminaría después de enamorarse de Mason, pero tampoco esperaba que ambos estuvieran dispuestos a dar su vida por el otro...