Capítulo 2

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La semana siguiente me presenté en la oficina. Decir que estaba revitalizada era una mentira enorme, más grande que la casa de campo que solíamos tener en nuestra infancia, y eso era decir mucho, porque tenía tres pisos. Había tenido dos sesiones seguidas con mi psicóloga y había utilizado el tiempo de descanso para hacer cosas que había dejado de lado, tales como la limpieza de mi departamento.

Había dormido un total de dos horas y media y había apagado la alarma antes de que sonara. Para las seis, tenía un mensaje del jefe, diciendo que me necesitaban allá. Intuí que era para encontrarme con la señora Harris, la viuda de Paul, y se me cerró la garganta.

Con todo el esfuerzo del mundo, puse mi mejor cara seria y avancé por el pasillo. Escuchaba teléfonos sonando por doquier, mujeres y hombres contestándolos y corriendo de acá para allá con los brazos llenos de archivos. Sí, mi trabajo podía ser difícil, pero al menos no lidiaba con la presión social de ser una oficinista o una secretaria ejemplar. Tener el culo quieto por más de tres horas era una tortura para mí.

Y hablando de torturas...

Michael, alias el jefe, apareció por una puerta. Llevaba un traje a medida y una corbata gris. Como siempre. Me dirigió una sonrisa tensa y yo le correspondí con una inclinación de cabeza. No me caía mal el tipo, pero no estaba tan de acuerdo con cómo manejaba a nuestra división.

Existían cinco cuarteles en nuestra área. Yo formaba parte del cuartel Beta, no tan importante en popularidad, pero bastante alto en la cadena alimenticia. En este negocio, como en cualquier otro, a decir verdad, era comer o ser comido, y yo no era ningún bocadillo. Así que me comí la lengua con todas las cosas que me habría gustado decirle, caminé con la espalda derecha y entré a la sala de juntas.

Los vidrios negros opacos impedían ver quién estaba dentro, solo permitía ver hacia afuera, pero no me sorprendí cuando me encontré con Elísabet Harris sentada con las manos entrelazadas sobre la mesa. Su cabello, generalmente ondeado gracias a kilogramos de gel y productos costosos, estaba atado en un rodete desarreglado. Había bolsas oscuras debajo de sus ojos y sostenía un pañuelo celeste entre los dedos. Cuando me vio, supe que estaba debatiendo entre estrangularme o darme un abrazo.

Por suerte para las dos, optó por la segunda opción.

―Gracias a Dios que estás bien. ―dijo. Me costó tragar saliva por el nudo que apresaba mi garganta. ¿Cómo podía estar aliviada por mí si su esposo había fallecido por mi mal manejo como agente?

―Lo lamento. ―murmuré en su hombro mientras la abrazaba más fuerte. Ella rompió en llanto, su pequeño cuerpo sacudiéndose en espasmos que amenazaban con quebrar mi voluntad―. Si hubiera llegado a tiempo, tal vez podría haberlo salvado.

No habló. No gritó. No dijo que me hacía responsable, ni que quería que saliera. Simplemente se separó de mi pecho y se sonó la nariz. Dio media vuelta para encarar a Michael, quien había estado parado al lado de la puerta sin emitir palabra.

―¿Qué haremos mis hijos y yo? ―preguntó con la voz endurecida.

Era claro que quería que cualquier pertenencia que su esposo había guardado en el cuartel le fuera devuelta enseguida. Las políticas de la empresa decían que podía hacerlo si ese era su deseo, también podía exigir lo que quedaba del sueldo de su esposo si aún no le habían depositado. Pediría seguridad para su familia y para ella. Después de tanto tiempo casada con un agente del gobierno, sabía cómo funcionaba este mundo.

Michael le aseguró que le enviarían todo a su casa, que lo más recomendable era que regresara para vivir el duelo con sus hijos. No dijo qué pensaba hacer con el cuerpo de Paul. Eran temas que no me interesaba saber. Si decidía velarlo, esperaba que me extendiera una invitación para despedirme correctamente de él.

Princesa infiltrada ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora