Suerte

165 11 0
                                    

Una mañana de un sábado, pero no importaba el día, últimamente todas mis mañanas eran iguales. Y eso empezaba a desesperarme.

Me desperté y ordené un poco la habitación, tenía hábito revolver todo durante las noches de escritura para luego caer rendida sobre el mismo portátil. En algún momento de la noche me daban ganas de ir al baño y, entre tropiezos y maldiciones, acababa llegando a la cama.

No desayuné, lo haría allí. No quería perderme ni un solo segundo, ni una sola oportunidad. No podía permitir que esto saliera mal, y ya empezaba a notar como la confianza que había depositado en mí se evaporaba, junto con mis oportunidades de redención.

A penas podía controlar mi ritmo al andar, solo quedaban un par de calles y me toparía de frente con la recepción del Zaguara, un hotel que prácticamente se había convertido en mi casa estos últimos meses. Mi editora llevaba un tiempo presionándome por la promesa que descuidadamente había soltado, lo que me llevó a romperme la cabeza día a día buscando ideas.

Al salir de esa reunión, fui a desayunar a la cafetería del hotel y ver tanta gente diferente en la recepción me llevó a jugar a un juego, a imaginar de dónde venían y qué harían, cómo era su vida diaria, quiénes eran... Ese inocente juego resultó ser mi salvación, logré terminar los capítulos que me quedaban en base a las pequeñas historias que construía.

Y ahora necesitaba repetir ese milagro, hacerlo mejor.

Mi problema en ese momento era mi necesidad de innovar, de desapegarme de lo que había sido y crear algo mejor. Desde hacía años me había dedicado a las novelas realistas, describía la vida y los problemas de gente cotidiana en circunstancias algo arcaicas, recurriendo a la curiosidad de la gente por cómo era la vida en el pasado. Sin embargo, eso había dejado de funcionar.

Empecé en este género en honor a mi hermana Tammy, una niña soñadora y ambiciosa, con las palabras precisas siempre en la punta de la lengua y con una curiosidad insaciable por el pasado. Era pura luz. Era. Murió hace 11 años, cuando yo tenía 12 y ella solo 9.

El cambio era algo que yo necesitaba, por mi madre y por mí. Antes esto alegraba a mi madre, le hacía creer que sus dos hijas seguían juntas de alguna forma, había dejado de mencionar esas frases horrendas que me aprisionaban, que me oprimían el pecho y me aplastaban los hombros.

Al final, por mucho que yo tratara de mantener la memoria de mi hermana viva, con mis historias y mi actitud despreocupada que había construido por y para eso, mi madre acabó acostumbrándose y las frases volvieron.

"Somos lo único que nos queda."

"Solo me tienes a mí y yo solo te tengo a ti."

"No podemos permitir que su muerte fuera por nada, debemos tener una vida brillante que puedan ver desde donde quiera que estén."

Habían vuelto esas insoportables sentencias a prisión. Y con ellas volvía el recuerdo de esa noche, viéndome reflejada en la ventana que daba a la habitación dónde estaba mi hermana, tapada con una manta, sin moverse. Su luz se apagaba.

Miraba a mi madre, que estaba dentro, agarrando la mano de mi padre también fallecido. Ella me devolvía la mirada y sentía, lo sentía, el miedo y la desesperación de ella. Y entonces pensé que ojalá hubiera sido yo, no ellos, porque tenía miedo, no quería pasar por lo que sabía que tendría que pasar.

Qué egoísta, pensé aquel día. Me cosquillearon los brazos bajo la pesada representación de aquel momento, que ocupaba ahora toda mi mente. Abrazada a mi madre, sedada a base de calmantes por los ataques nerviosos que había tenido, me horrorizó mi forma de pensar. Me asustó saber que con la muerte de Tammy, la luz se había ido. Ahora dependía de mi iluminar.

Por el primer latidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora