No podrás lograrlo solo.
Muy al principio del entrenamiento SEAL aprendí el valor del trabajo en equipo, la necesidad de depender de alguien más que te ayude a superar las tareas difíciles. Para enseñarnos esta lección esencial a los que éramos «renacuajos» en espera de convertirnos en hombres rana de la Marina, se utilizaba una balsa de goma de tres metros de largo.Allá donde fuéramos durante la primera etapa del entrenamiento SEAL, se nos obligaba a llevar la balsa. La colocábamos sobre nuestras cabezas cuando salíamos corriendo del cuartel, atravesábamos la carretera y nos dirigíamos hasta los comedores. La llevábamos a la altura de nuestra cadera mientras subíamos y bajábamos por las dunas de arena de Coronado. Siete hombres remábamos incansablemente de norte a sur, junto a la costa y a través del furioso oleaje, todos trabajando en conjunto para lograr que la balsa de goma llegara a su destino final.
Aprendimos algo más a lo largo de nuestros recorridos en la balsa. En ocasiones, alguno de los tripulantes se encontraba enfermo o lesionado y no podía dar el cien por cien. A menudo, yo mismo me encontraba exhausto por el día de entrenamiento o afectado por algún catarro o gripe. En esos días, los demás miembros asumían mis responsabilidades. Remaban con más fuerza, cavaban a mayor profundidad, me cedían sus raciones de alimento para que me fortaleciera. Y, llegado el caso, en otro momento del entrenamiento, yo hice lo mismo por ellos. Esa pequeña balsa de goma nos hizo darnos cuenta de que ninguno de nosotros podía completar el entrenamiento sin ayuda, que ningún SEAL podía sobrevivir a la batalla por sí solo y, además, que en tu vida necesitas a personas que te apoyen en los momentos difíciles.
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La necesidad de ayuda nunca me fue más evidente que 25 años después, cuandoestaba al mando de todos los SEAL de la costa oeste.
Desempeñaba el cargo de capitán de navío del Grupo Uno de Guerra Naval Especial en Coronado. Como capitán de la Marina, había pasado las últimas décadas liderando equipos de comandos SEAL en todo el mundo. Estaba realizando un salto de rutina en paracaídas cuando las cosas salieron terriblemente mal.
Nos encontrábamos en un avión Hércules C-130 ascendiendo a casi 4.000 metros y preparándonos para el salto. Al mirar por la parte posterior de la aeronave, veíamos un esplendoroso día californiano. No había una sola nube en el cielo. El océano Pacífico se encontraba en calma y desde esa altura podía divisarse la frontera con México, a solo unos kilómetros de distancia.
El instructor de salto gritó que nos preparáramos para arrojarnos. De pie enel borde de la rampa, se podía mirar directamente a tierra. El instructor me miró a los ojos, sonrió y me indicó que saltara. Me arrojé de la nave, con los brazos completamente extendidos y las piernas ligeramente dobladas hacia atrás. La ráfaga de las hélices de la aeronave me impulsó hacia adelante hasta que mis brazos se sostuvieron en el aire y me nivelé.
Enseguida revisé mi altímetro, me aseguré de no girar y miré a mi alrededor para estar seguro de que no hubiera otro paracaidista demasiado cerca. Veinte segundos después, había descendido a la altitud de apertura del paracaídas de 1.600 metros.
De pronto, al mirar hacia abajo, advertí que otro paracaidista se había colocado debajo de mí, obstaculizando mi descenso. Tiró de la cuerda de apertura y vi el pilotillo que desplegaría el paracaídas principal de la bolsa. En ese instante, coloqué los brazos a los lados y me tiré en picado hacia el suelo, en un intento por alejarme del paracaídas que se abría. Fue demasiado tarde.
El paracaídas se desplegó justo delante de mí, como una bolsa de aire, y me golpeó a una velocidad de 193 kilómetros por hora. Reboté de la campana
principal y empecé a girar de manera descontrolada, apenas consciente a causa del impacto. Por unos segundos seguí descendiendo y haciendo piruetas en un intento por volver a estabilizarme. No podía consultar mi altímetro y no sabía qué distancia había recorrido en mi caída.