Arriesgate a lo grande.
De pie en el borde de la torre de nueve metros de altura, me agarré a la gruesa soga de nailon con ambas manos. Uno de los extremos estaba atado a la torre y el otro estaba anclado al suelo en un poste a 30 metros de distancia. Me encontraba a la mitad de la pista americana SEAL, a punto de batir mi propio récord. Rodeé la soga con las piernas y, aferrándome con todas mis fuerzas, empecé a deslizarme centímetro a centímetro, alejándome de la plataforma de la torre. Mi cuerpo colgaba bajo la soga y, con un movimiento similar al de una
oruga, me desplacé lentamente hasta el otro extremo.Al llegar al final, me solté de la soga, caí sobre la suave arena y corrí al siguiente obstáculo. Los demás cadetes de mi promoción me dedicaban gritos de
aliento, pero yo oía al instructor SEAL gritando los minutos que pasaban. Había perdido muchísimo tiempo en el obstáculo de la soga. Sencillamente, mi técnica «estilo zarigüeya» era demasiado lenta, pero, por alguna razón, no conseguía juntar el valor para deslizarme por la soga de cabeza. Bajar de la torre usando el estilo llamado «comando» era más rápido, pero también más peligroso. Tenías menos estabilidad encima de la soga que debajo, y una caída implicaría lesiones y, posiblemente, el fin de tu entrenamiento.Crucé la línea de meta en un tiempo decepcionante. Me incliné tratando de recuperar el aliento. Un viejo veterano de Vietnam con botas relucientes y un almidonado uniforme verde se me acercó.
-¿Cuándo aprenderá, señor Mac? -preguntó con un inconfundible tono de desprecio-. La pista americana lo derrotará siempre si no empieza a correr algunos riesgos.
Una semana después, alejé los temores de mi mente, subí a la torre y puse mi cuerpo por encima de la soga para deslizarme por ella de cabeza. Mientras cruzaba la meta en tiempo récord, vi que el viejo veterano SEAL asentía con un gesto de aprobación. Fue una lección sencilla que me enseñó a superar mi ansiedad y a confiar en mi capacidad para lograr las cosas. Esa lección me serviría en los años siguientes.
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Corría el año 2004 y me encontraba en Iraq. La voz al otro lado de la radio estaba calmada, pero transmitía una inconfundible sensación de urgencia. Los tres rehenes a los que estábamos buscando habían sido localizados. Un grupo de terroristas de Al Qaeda los tenía retenidos en un complejo amurallado a las afueras de Bagdad. Por desgracia, los informes de inteligencia indicaban que los terroristas estaban a punto de trasladarlos, por lo que no teníamos tiempo que perder.
El teniente coronel a cargo de la misión de rescate me informó de que se tendría que llevar a cabo una peligrosa incursión a plena luz del día. Para
empeorar las cosas, la única manera de asegurar el éxito era haciendo aterrizar tres helicópteros Black Hawk cargados con la fuerza de asalto justo en medio del pequeño complejo. Discutimos otras opciones tácticas, pero no había duda de
que el viejo coronel tenía razón. Habría sido preferible llevar a cabo las misiones de rescate durante la noche, con el elemento sorpresa de nuestro lado, pero esta era una oportunidad única y, si no actuábamos de inmediato, los tres rehenes serían trasladados y había una gran probabilidad de que perdieran la vida.Di mi aprobación para que se llevara a cabo la misión y, al cabo de unos minutos, la fuerza de rescate había subido a los helicópteros y se encontraba de camino al complejo. Muy por encima de los Black Hawk, otro helicóptero retransmitía las imágenes en vivo al cuartel general. Miré en silencio mientras los tres helicópteros sobrevolaban el desierto a pocos metros de altitud para evitar ser descubiertos.
En el patio central abierto vi a un hombre empuñando un arma automática, que entraba y salía del edificio: parecía estar preparando la huida. Los
helicópteros estaban a cinco minutos de distancia, y lo único que yo podía hacer desde el cuartel general era oír las comunicaciones internas, mientras la fuerza de rescate completaba los preparativos finales.Este no era el primer rescate de rehenes que supervisaba ni sería el último, pero sin duda era el más aventurado, dada la necesidad de contar con el elementobsorpresa mediante un aterrizaje dentro del complejo. Aunque los pilotos de la unidad de aviación del ejército eran los mejores de todo el mundo, esta seguía siendo una misión de altísimo riesgo. Tres helicópteros con hélices que se extendían más de 18 metros iban a aterrizar en un espacio reducido que solo les dejaría algunos centímetros de margen para maniobrar. Y para aumentar aún más el nivel de dificultad, el complejo se hallaba rodeado por una pared de ladrillo de cerca de dos metros y medio de altura, lo que obligaría a los pilotos a variar su ángulo de aproximación de manera considerable. Iba a ser un aterrizaje difícil, y por la radio oí que la fuerza de rescate se preparaba para el impacto.
Gracias a la vigilancia aérea, pude ver la aproximación final de los helicópteros. La primera nave voló a una altura estable y, al pasar por encima de la pared, se elevó para descender de inmediato al centro del pequeño patio central. Sin perder un instante, la fuerza de rescate descendió del Black Hawk y empezó a correr al interior del edificio. El segundo aparato, que seguía de cerca al primero, aterrizó a unos metros de su compañero. La tierra que removió el flujo descendente de aire de las dos aeronaves levantó una nube de polvo en torno al área de aterrizaje. Cuando el tercer helicóptero se acercó al complejo, la gigantesca polvareda cegó al piloto por un momento. La parte frontal del tercer aparato logró librar el muro, pero la rueda trasera chocó con la pared de dos metros y medio de altura, lo que lanzó ladrillos en todas direcciones. Sin espacio
para maniobrar, el piloto precipitó la nave al suelo con un golpe, pero los pasajeros salieron ilesos.Minutos después, recibí noticias de que todos los rehenes se encontraban a salvo. Al cabo de 30 minutos, la fuerza de rescate y los hombres liberados se encontraban rumbo a puerto seguro. El plan había funcionado.
Durante la década siguiente comprendí que correr riesgos era algo habitual en las Fuerzas de Operaciones Especiales, que siempre desafiaban sus propios límites y los de sus máquinas con el fin de lograr un resultado exitoso. En muchos sentidos, eso es lo que los distingue de todos los demás. No obstante, a diferencia de lo que perciben las personas ajenas, generalmente el riesgo está
calculado, pensado y planeado hasta la extenuación. Aun en los casos en los que es espontáneo, los operadores conocen sus límites, pero creen lo suficiente en sí mismos como para intentarlo.A lo largo de mi trayectoria profesional, siempre sentí un gran respeto por el Servicio Aéreo Especial británico, el afamado SAS. El lema del SAS es: «Quien arriesga gana». El lema era tan admirado que incluso, momentos antes de la incursión contra Bin Laden, el sargento mayor de comandancia, Chris Faris, lo citó frente a los comandos SEAL que se preparaban para la misión. Para mí, ese lema es algo más que una manera de explicar cómo operan las fuerzas especiales británicas como unidad: tiene que ver con la manera en la que cada uno de nosotros debería enfrentarse a la vida.
La vida es una contienda y el fracaso siempre es una posibilidad, pero aquellos que viven con temor al fracaso, a las dificultades o a la vergüenza, jamás alcanzarán su máximo potencial. Si no desafías tus límites, si no te deslizas de cabeza de vez en cuando, si no arriesgas a lo grande, jamás sabrás lo que puedes lograr de verdad en la vida.