CAPÍTULO III

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Solo importa el tamaño
de tu corazón.

    Corrí hasta la playa con mis aletas negras de caucho debajo del brazo derecho y mis gafas en la mano izquierda. Quedé en posición de descanso y encajé las aletas en la arena, apoyándolas una contra la otra para formar un tipi. A mi derecha e izquierda había otros aspirantes. Vestidos con camisetas verdes, trajes de baño de color caqui, botines de neopreno y un pequeño chaleco salvavidas, nos preparábamos para nadar tres kilómetros, como todas las mañanas.

    El chaleco salvavidas consistía en una pequeña bolsa cubierta de caucho que se inflaba al accionar un mecanismo. Entre los alumnos, se consideraba
vergonzoso tener que usarlo, pero de todos modos era un requisito que los instructores SEAL inspeccionaran cada uno de los chalecos antes del ejercicio de nado. Esta inspección también les daba una oportunidad para hostigarnos aún más.

    Ese día, el oleaje frente a Coronado alcanzaba casi dos metros y medio de altura. Las olas rompían en grupos de tres, estrellándose con un rugido que hacía
que el corazón de todos los cadetes latiera con más fuerza. El instructor, que se paseaba con detenimiento frente a la fila de hombres, llegó al estudiante justo a mi derecha, un marinero recluta recién llegado a la Marina que medía alrededor
de 1,65 metros de estatura. El instructor SEAL, un veterano de Vietnam muy condecorado, medía aproximadamente 1,90 metros y se erguía imponente sobre él.

    Después de inspeccionar el chaleco salvavidas del recluta, el instructor miró por encima de su hombro izquierdo las olas que se estrellaban en la arena, se
inclinó y cogió las aletas del aspirantes. Sosteniéndolas cerca del rostro del joven marinero, le dijo en un susurro:

—¿De veras quieres convertirte en hombre rana?

    El marinero se irguió más derecho y, con mirada desafiante, gritó:

—¡Sí, instructor, eso quiero hacer! —Eres un hombre pequeñito —dijo el instructor agitando las aletas frente a su cara—. Esas olas podrían romperte en dos. —Guardó silencio y miró brevemente al océano—. Deberías considerar retirarte ahora, antes de hacerte daño.

    Por el rabillo del ojo, vi que el recluta apretaba la mandíbula.

—¡No me daré por vencido! —respondió el marinero pronunciando cada palabra lentamente.

    Entonces, el instructor se inclinó hacia él y le murmuró algo al oído. El rugido de las olas me impidió escuchar lo que le dijo.

    En cuanto los instructores terminaron su inspección, nos ordenaron entrar al agua y empezar el recorrido a nado. Una hora después, yo salía del agua por la línea del oleaje y encontré al joven recluta marinero de pie sobre la arena. Había terminado su recorrido casi en primer lugar. Más tarde, ese mismo día, le pregunté qué le había susurrado el instructor. Sonrió y me dijo con orgullo:

—¡Demuéstrame que estoy equivocado!

    El entrenamiento SEAL siempre se reducía a demostrar algo: que la estatura no importaba, que el color de tu piel era intrascendente, que el dinero no te hacía mejor persona, que la determinación y la tenacidad siempre son más esenciales que el talento. Yo tuve la suerte de aprender esa lección un año antes de iniciar mi entrenamiento.

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Al subirme al autobús urbano en el centro de San Diego, me sentí emocionado ante la posibilidad de visitar el centro de entrenamiento básico SEAL al otro lado  de la bahía, en Coronado. Yo era un guardiamarina de primera clase y asistía a un crucero de verano como parte del programa del Cuerpo de Capacitación de Oficiales de la Reserva Naval (ROTC, por sus siglas en inglés). Como guardiamarina de primera, me encontraba entre mi tercer y cuarto año de estudios universitarios y, si todo marchaba bien, tenía la esperanza de graduarme el siguiente verano e incorporarme al entrenamiento SEAL. Era mitad de semana y mi instructor del ROTC me había dado permiso para ausentarme de la sesión de entrenamiento programada a bordo de uno de los barcos en el puerto para dirigirme a Coronado.

Tiende tu camaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora