CAPÍTULO X

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¡Nunca jamás te des por vencido!

Era el primer día de entrenamiento. Me paré en posición de firmes junto con los otros 150 aspirantes a SEAL. El instructor, vestido con botas de combate, pantalones cortos color caqui y una camiseta azul y dorada, cruzó la gran explanada de asfalto hasta alcanzar una campana de bronce que colgaba a la vista de todos los reclutas.

   —Caballeros —dijo—, hoy es el primer día del entrenamiento SEAL. Durante los próximos seis meses se enfrentarán al programa de instrucción más duro de las fuerzas militares de Estados Unidos.

   Miré a mi alrededor y vi algunas miradas de preocupación en los rostros de mis compañeros. El instructor continuó: —Se les pondrá a prueba como en ningún otro momento de sus vidas. — Guardó silencio y miró en torno a la clase de nuevos «renacuajos»—. La mayoría de ustedes no lo logrará, yo mismo me aseguraré de ello —sonrió—. —Enfatizó las últimas palabras—. Los acosaré sin piedad. Los avergonzaré frente a sus compañeros. Los llevaré más allá de sus límites. —Una leve sonrisa de sorna cruzó su rostro—. Y habrá dolor, mucho, pero que mucho dolor.

   Se dirigió hacia la campana, cogió la cuerda que colgaba del badajo y tiró de ella con fuerza. Un sonoro ruido metálico retumbó en toda la explanada.

   —Pero si no les gusta el dolor, si no les gusta el hostigamiento, hay una manera fácil de evitarlo. —Volvió a tirar de la cuerda y, de nuevo, el profundo
sonido metálico reverberó en las paredes de los edificios que rodeaban el patio central—. Para rendirse, lo único que tienen que hacer es tocar esta campana tres veces.

  Soltó la cuerda atada al badajo.

   —Toquen esta campana y no tendrán que volver a levantarse temprano.
Toquen la campana y no tendrán que hacer los largos trayectos a pie, los fríos
recorridos a nado, ni tendrán que atravesar las pistas de obstáculos. Toquen la
campana y podrán evitarse todo ese castigo. Después, el instructor miró hacia el suelo y pareció salirse de su monólogo
preparado.

   —Pero déjenme decirles una sola cosa —continuó—. Si se rinden, se arrepentirán de ello el resto de sus vidas. Rendirse jamás facilita nada. Seis meses más tarde, el día de nuestra graduación, solo quedábamos 33 de los 150 cadetes originales en posición de firmes. Algunos habían tomado el camino fácil: se habían dado por vencidos, y supongo que el instructor tenía toda la razón, era algo de lo que se arrepentirían el resto de sus vidas.

   De todas las lecciones que aprendí en el entrenamiento SEAL, esa fue la más importante. Nunca te rindas. No suena especialmente profundo, pero la vida constantemente te pone en situaciones en las que doblegarse parece mil veces más fácil que seguir adelante, situaciones en las que todo parece estar tan en tu contra que darse por vencido parece lo más sensato.

   A lo largo de mi trayectoria profesional, me vi constantemente inspirado por hombres y mujeres que rehusaron darse por vencidos, sentir lástima de sí mismos. Pero ninguno me inspiró tanto como un joven ranger del ejército al que conocí en un hospital en Afganistán.

_._._._._._._._._._._

   Entrada la noche, recibí la noticia de que uno de mis soldados había pisado una mina activada por una placa de presión. Supe que lo habían transportado a un hospital de combate cerca de mi cuartel general. El comandante del regimiento ranger, el coronel Erik Kurilla, y yo nos trasladamos al hospital rápidamente para ver al soldado.

   Se encontraba postrado en la cama del hospital con sondas que le salían de la boca y del pecho; las quemaduras de la explosión se extendían por sus brazos y rostro. La manta que cubría su cuerpo estaba puesta en la cama en el espacio que debían ocupar sus piernas; su vida se había visto transformada para siempre.

   Yo había hecho incontables visitas al hospital de combate en Afganistán. Cuando eres líder en tiempos de guerra, tratas de no internalizar el sufrimiento humano: sabes que forma parte del combate. Hay soldados que resultan heridos,
hay otros que mueren. Si permites que tus decisiones se basen en la posibilidad de perder vidas, será muy difícil que puedas hacer tu trabajo de manera eficaz.

   Pero, de alguna manera, aquella noche parecía diferente. El ranger que yacía frente a nosotros era demasiado joven, lo era más que mis dos hijos. Tenía
19 años y se llamaba Adam Bates. Había llegado a Afganistán hacía apenas una semana, y esta había sido su primera misión de combate. Me incliné y coloqué mi mano sobre su hombro. Parecía estar sedado e inconsciente. Reflexioné un momento, pronuncié una breve plegaria y ya iba a marcharme cuando la enfermera entró para revisar al soldado.

    Sonrió, tomó sus constantes vitales y me preguntó si tenía alguna pregunta relacionada con su estado de salud. Me informó de que se le habían amputado
ambas piernas y que tenía lesiones graves a causa de la explosión, pero que sus probabilidades de sobrevivir eran buenas.

    Le agradecí que cuidara tan bien del ranger Bates y le dije que regresaría cuando volviera en sí.

—Está consciente —afirmó—. De hecho, le haría bien que usted hablara con él. —Lo sacudió con suavidad. Él abrió los ojos ligeramente y me reconoció—. En este momento no puede hablar —continuó la enfermera—, pero su madre era sorda y él conoce la lengua de signos.

   La enfermera me entregó una hoja de papel donde se mostraban los distintos signos y su significado.

   Hablé con él un minuto, tratando de encontrar la fuerza para decir lo que debía. ¿Qué se le dice a un joven que ha perdido ambas piernas al servicio de su nación? ¿Cómo lograr que se sienta mejor respecto a su futuro?

    Con el rostro inflamado por la explosión y los ojos apenas visibles entre la irritación y las vendas, se me quedó mirando un momento. Debió de detectar la
pena que reflejaba mi rostro.

    Levantando la mano, empezó a hacer señas. Miré cada símbolo en la hoja de papel que tenía frente a mí. Lenta y dolorosamente formó las señas: «Voy–a–
estar–bien», y volvió a quedarse dormido.

   Esa noche, al abandonar el hospital, no pude contener el llanto. De los cientos de hombres con los que había hablado en el hospital, ninguno de ellos se había quejado jamás. ¡Ni una sola vez! Estaban orgullosos de su labor. Aceptaban su destino y lo único que querían era regresar a su unidad, estar con los compañeros a los que habían dejado atrás. De alguna manera, Adam Bates encarnaba a todos esos hombres que lo habían antecedido.

   Un año después de mi visita al hospital de Afganistán, me encontré en el cambio de mando del 75.º regimiento ranger. En las gradas se encontraba el ranger Bates, con un aspecto distinguido con su uniforme de gala, de pie y orgulloso sobre sus nuevas prótesis. Escuché que retaba a algunos de sus
compañeros a un concurso de dominadas. A pesar de todo por lo que había pasado, las diversas cirugías, la dolorosa rehabilitación y la adaptación a una nueva vida, jamás se había rendido. Estaba riéndose, bromeando y sonriendo y, justo como me había prometido, ¡estaba bien!

    La vida está llena de momentos difíciles, pero ahí fuera siempre hay alguien a quien le está yendo peor que a ti. Si llenas tus días de autocompasión, de
tristeza por la manera en que la suerte te ha tratado, y responsabilizas de tus circunstancias a otra persona u otra cosa, tu vida va a ser larga y muy difícil. Si,
por el contrario, te niegas a renunciar a tus sueños y te mantienes fuerte y tenaz ante la adversidad, la vida se convertirá en aquello que tú decidas y podrás
hacerla maravillosa. ¡Nunca, pero nunca, toques esa campana!

_._._._._._._._._._._._

  Recuerda… Empieza cada día con una tarea cumplida. Encuentra a alguien que te ayude en tu vida. Respeta a todo el mundo. Ten presente que la vida no es justa y que a menudo fracasarás. Si corres algunos riesgos, si tomas la iniciativa cuando las cosas parecen estar en su peor momento, si te enfrentas a los abusones, si animas a los oprimidos y nunca jamás te das por vencido, si hace cosas, puedes cambiar tu vida para bien ....¡quizás también el mundo!

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⏰ Última actualización: Jun 20, 2023 ⏰

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