CAPÍTULO VII

231 7 0
                                    

Enfréntate a los abusones.

    Las aguas estaban frías y agitadas en el momento en el que iniciamos nuestro recorrido de nado nocturno de seis kilómetros y medio frente a la isla de San Clemente. El alférez Marc Thomas estaba nadando conmigo, brazada por brazada. Sin nada más que una camisa de neopreno ancha, unas gafas y un par de aletas, luchábamos contra la corriente que iba hacia el sur alrededor de la pequeña península. Las luces de la base naval de la que habíamos partido empezaron a desaparecer a medida que nos adentrábamos en mar abierto. Al
cabo de una hora, ya estábamos a poco más de un kilómetro y medio de la playa y, en apariencia, completamente solos en el agua. La oscuridad ocultaba a los nadadores que pudieran estar a nuestro alrededor.

    Veía los ojos de Marc a través del cristal de sus gafas. Su expresión debía de ser un reflejo exacto de la mía. Ambos sabíamos que frente a San Clemente
las aguas estaban infestadas de tiburones y no de cualquier tipo, sino de tiburones blancos, los mayores y más agresivos devoradores de hombres del
océano. Antes de nuestra sesión de nado, los instructores SEAL nos habían dado una charla informativa acerca de todas las amenazas potenciales con las que podríamos toparnos aquella noche. Había tiburones leopardo, mako, martillo y zorro, pero a los que más temíamos era a los blancos.

    Estar a solas, de noche, en medio del océano y saber que debajo de la superficie habitaba una bestia prehistórica que esperaba paciente para partirte en
dos de un mordisco tenía algo de inquietante.

    Ambos deseábamos tanto formar parte de los equipos SEAL que nada de lo que pudiera haber en el agua aquella noche nos detendría. Si teníamos que luchar contra tiburones, los dos estábamos preparados para hacerlo. Nuestra meta, que
creíamos que era digna y noble, nos infundía valor, y el valor es una cualidad extraordinaria. Nada ni nadie puede interponerse en tu camino. Si no tienes
valor, otros pueden definir tu destino y estás a merced de las tentaciones de la vida. La falta de valor permite que gobiernen tiranos y déspotas. Sin él, ninguna sociedad puede prosperar y crecer. Sin él, los abusones del mundo se encumbran. Pero con valor puedes alcanzar cualquier meta; con él, puedes enfrentarte al mal y derrotarlo.

_._._._._._._._._._

    Saddam Hussein, el entonces expresidente de Iraq, estaba sentado al borde de un viejo catre del ejército vestido únicamente con un mono naranja. Debido a que las fuerzas estadounidenses lo habían capturado 24 horas antes, en ese momento era prisionero de Estados Unidos. Cuando abrí la puerta para permitir que los nuevos líderes del gobierno iraquí entraran en la habitación, Saddam permaneció sentado. Tenía una mueca burlona en la cara y no había ninguna señal de remordimiento o sumisión en su actitud. De inmediato, los cuatro líderes iraquíes empezaron a gritarle, pero desde una distancia prudencial. Con una mirada de profundo desprecio, Saddam les mostró una sonrisa mortífera y les hizo gestos para que se sentaran. Aún temerosos del exdictador, cada uno tomó una silla plegable y se sentó. Los gritos y gesticulaciones prosiguieron, pero lentamente dieron paso al silencio cuando el antiguo dictador empezó a hablar.

    Bajo el régimen de Saddam Hussein, el partido Baath había sido responsable de la muerte de miles de iraquíes chiitas y de decenas de miles de
kurdos. Saddam había ejecutado personalmente a varios de sus propios generales cuando creyó que lo estaban traicionando.

    Aunque yo estaba más que seguro de que Saddam jamás volvería a representar una amenaza para los hombres que se encontraban en la habitación,
los líderes iraquíes no lo estaban tanto. El temor en sus ojos era inconfundible. Este hombre, el Carnicero de Bagdad, había aterrorizado a toda una nación
durante décadas. El culto a su persona le había granjeado seguidores de la peor calaña. Sus esbirros asesinos habían maltratado a inocentes y obligado a miles de personas a huir del país. En Iraq, nadie había logrado armarse del valor suficiente para desafiar a ese tirano. No me cabía la más mínima duda de que
esos nuevos líderes seguían aterrorizados ante lo que Saddam pudiera hacer, a pesar de su encierro.

    Si el propósito de la reunión era mostrarle a Saddam que ya no ejercía el poder, había sido un fracaso absoluto. En esos breves instantes, Saddam había logrado intimidar y atemorizar a los líderes del nuevo régimen. Parecía más seguro de sí mismo que nunca.

    Cuando los nuevos líderes iraquíes se marcharon, les indiqué a mis soldados que aislaran al anterior presidente en una pequeña habitación. No recibiría visitas, y los guardias dentro de la habitación tenían prohibido dirigirle la palabra.

    A lo largo del mes siguiente, visité la pequeña habitación a diario. Cada día, Saddam se levantaba para saludarme y cada día, sin hablar, yo le hacía movimientos para que regresara a su catre. El mensaje era inequívoco. Él ya no era importante. Ya no podía intimidar a los que lo rodeaban. Nada quedaba del palacio reluciente. Nada quedaba de los siervos, criados y generales. Nada quedaba de su poder. La arrogancia y la opresión que habían definido su régimen eran cosa del pasado. Jóvenes y valientes soldados estadounidenses se habían enfrentado a su tiranía, y ahora ya no representaba una amenaza para nadie.

    Treinta días después, transferí a Saddam Hussein a una unidad de policía militar y, un año más tarde, los iraquíes lo colgaron por sus crímenes contra la nación.

    Todos los abusones son iguales: ya estén en el patio del colegio, en el trabajo o al mando de un país que gobiernan mediante el terror. Se alimentan del
miedo y de la intimidación. Los abusones se hacen fuertes a expensas de quienes son timoratos y cobardes, como tiburones que detectan el miedo en el agua. Nadarán en círculos para ver si su presa desfallece. Tratarán de determinar si sus víctimas son débiles. Si no encuentras el valor para mantenerte firme, te atacarán. En la vida, para lograr tus metas, para finalizar tu recorrido nocturno, tienes que ser un hombre o una mujer de gran valor. Ese valor está en cada uno de nosotros. Esmérate en buscarlo y lo encontrarás en abundancia.

   

Tiende tu camaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora