El ermitaño

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En la soledad de la montaña, tras dejar atrás el sendero de álamos, el ermitaño hombre que vivía en la vieja cabaña yacía sentado observando el atardecer. Junto a él, la madera que había recolectado para entibiar la fría noche que se aproximaba, era el sostén del hacha que había reducido las ramas en leños. En paz con su entorno y desposeído de todos los problemas que en algún momento lo desvelaron, el ocaso empezaba a oscurecer.

El cielo naranja se teñía de gris por las nubes y la brisa gélida del otoño descendía por la ladera de los cerros vecinos. El ermitaño, sin querer irse, se puso de pie y dio la vuelta sonriéndole a la nada. Chifló y el eco se apoderó del pequeño valle. Al oírlo, su fiel y único compañero dejó de corretear las aves y fue hasta donde estaba su dueño.

— ¡Ramiro!

Le pareció escuchar que alguien lo llamaba cuando vio frente a él una parvada de jilgueros que aleteaban temerosos. Sus ojos se encontraban en alerta mientras se convencía de que aquello que había oído, era producto de su imaginación o, tal vez, había sido el aleteo de las aves que con el viento habían emitido un ruido similar al de su nombre.

Intentando volver a la paz que en él reinaba, se acomodó el gorro hasta las cejas y subió el cierre de su gran y viejo abrigo. Su tumultuosa barba ofrecía un rostro calmo ya que ocultaba cada una de sus expresiones, pero su mirada permanecía intranquila.

Tomó los leños, el hacha y fue ahí cuando se percató de que su perro ya no estaba junto a él.

— ¡Ramiro!

Otra vez su nombre resonaba, pero esta vez no había pájaros que volaran a su alrededor. Observó que las nubes tapaban los últimos rayos de sol y la noche se apoderaba de los cerros. Rascó su barba y aceleró el paso. En pocos minutos, la temperatura había descendido bruscamente y el vapor que exhalaban sus labios daba testimonio del agitado pulso del ermitaño montañés. Su paz, su felicidad, su tranquilidad, todo su mundo se veía de repente alterado por aquella lejana voz que lo llamaba.

Llegando a su cabaña, se detuvo y, con el poco aliento que le quedaba, silbó una vez más llamando a su compañero; pero el perro jamás apareció. La oscuridad se apoderó de todo y él se precipitó a entrar en su vieja cabaña. Al entrar, los leños cayeron de sus manos y ante el estruendo...

—¡Pérez!... ¡Pérez!... — era la aguda voz de su supervisora — ¿Qué voy hacer con vos, Pérez? Otra vez volando. ¿Sabés la cantidad de pibes que quisieran ocupar tu cubículo? Valorá lo que tenés, pibe. No creo que te dé para más. ¡Apurate con el balance y a ver para cuándo te afeitas! Se nota que hace como dos días que no lo hacés! No hagás que te lo repita. ¿Está?

Ramiro solo asintió con la cabeza y vio cómo Elena se iba a su oficina por el pasillo. Miró por la ventana, vio los autos y los edificios, escuchó las bocinas y sintió nuevamente esas ganas de volver a su soledad.

 Miró por la ventana, vio los autos y los edificios, escuchó las bocinas y sintió nuevamente esas ganas de volver a su soledad

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