Moneda de cambio

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TODO ES INEVITABLE: el olor del perfume de los hombres, el tabaco quemado que flota en el aire, el sabor a sal de la piel. Aun cuando duermo, lo percibo.

La puerta de la habitación se abre despacio. Escucho las risas de los guardias en el pasillo. Bruno entra para quitarme las esposas. Sus casi dos metros de estatura hacen sombra sobre la cama. Estira sus brazos gruesos y fuertes para sujetarme de las muñecas. Yo me aparto deprisa y encojo todo mi cuerpo para abrazarme las piernas. Lo hago en silencio porque es lo único que me pertenece. Las palabras que no digo y ellos no pueden escuchar.

—Hoy no tengo tiempo de jugar —me dice. Luego me levanta la cara con un tirón de cabello.

Me pregunto si habrá notado mi sonrisa, pero al ver sus labios en una línea tiesa sé que no es buen momento, que en realidad quiere que me vista y salga de la recámara cuanto antes.

Sin soltarme los rizos, Bruno me conduce hasta el baño. Sus dedos gruesos son firmes y cuidados a la vez, porque le gusta recordarme que él tiene el poder. El poder de hacerme suya, de soltarme para que vague por la habitación. El poder de aprisionarme. Pega su nariz contra mi cuello y siento su pecho contra mi espalda desnuda. Su aliento me arde sobre la piel erizada. Aprieto mis labios para contener un jadeo.

—Enjuágate. Te espero en el pasillo —gruñe en mi oído con su voz de trueno mientras restriega su erección contra mí. Luego me empuja bajo la regadera, porque sabe que esta noche no le pertenezco, que no puede usarme si hay alguien que me espera abajo.

Noto su molestia, pero me hago la desentendida. Me quedo quieta, y lo escucho bufar, impaciente. Abre la llave porque yo no me muevo. El agua me cae helada en la espalda. Me abrazo y me recargo contra la pared, también fría, hasta que el agua se entibia.

—Muévete —me dice antes de salir.

Sigo la rutina del baño. Uso el jabón perfumado y el champú de esencias florales que nos compran a todas. Cuando encuentro el vestido negro sobre la cama y los zapatos frente al tocador, agradezco no tener que compartir habitación con ninguna otra. Que puedo vestirme en paz, en medio de ese silencio tan mío.

Sin ropa interior: significa que me espera un cliente. Así que me delineo los párpados y utilizo el labial rojo en la caja de maquillaje. Es todo lo que necesito. Me recojo el cabello en una coleta alta para dejar al descubierto mi espalda, ahí dónde han tatuado un pequeño corazón de tinta roja. Estoy lista para lo que sea, para quien sea que haya pagado esta noche por mi compañía. Ensayo una sonrisa tímida antes de salir.

Tras la puerta, Bruno me espera metido en ese horrendo traje gris que visten todos los empleados el fin de semana, el resto de los días llevan uno oscuro. Le toco el hombro para llamar su atención.

—Estoy... —intento decirle, pero no me permite hablar.

—Si intentas escapar otra vez, te quedarás toda la semana esposada en el calabozo.

Mi media sonrisa se extiende sin que pueda controlarla.

—Anda, vámonos. —Se da la vuelta y avanza por el pasillo hasta el elevador del fondo. Pasa su tarjeta por el lector para que las puertas se abran—. Estás bastante loquita, Aifé.

Yo agacho la cabeza para que sepa que entendí lo que ha dicho, que no quiere jugar conmigo. Pasa de mí porque está de mal humor.

Al llegar a la planta baja, hay dos guardias con el broche del negocio en la solapa. Son de la escolta personal del jefe. Uno de ellos, el viejo que debe rondar los cincuenta años, me agarra del antebrazo y me conduce hasta la oficina.

—¿Y el cliente? —pregunto despacio para que entiendan mi acento.

Ninguno me responde.

Cuando abren la puerta de la gerencia, el olor del puro me golpea en la cara. Hay una delgada capa de humo que lo cubre todo. Me aclaro la garganta para evitar la tos. Noto entonces a la mujer de traje negro sentada en la sala de la oficina, Jim me hace una seña para que entre desde el escritorio.

—Quiero presentarte a alguien —dice Jim con su boca empequeñecida por el tamaño enorme de sus mejillas. La papada se le sacude cuando se levanta. Abrocha el botón de su saco blanco, una prenda enorme en el que cabrían tres chicas como yo y todavía quedaría tela suelta. Se acerca a mí.

Me sujeta por detrás del cuello. Imagino su brazo extendido hacia arriba para alcanzarme. Supero su estatura por al menos diez centímetros. Su tacto helado me estremece y no sé si tiemblo de miedo o por el escalofrío que me provocan sus manos regordetas contra mi piel. Y es que, no importa su tamaño: él manda. Es el jefe de Bruno, de los dos hombres armados que me escoltaron hasta la oficina, incluso, hasta de la chica que se quita el sombrero despacio para verme mejor.

—¿Qué te parece, Jey? —dice Jim con su voz chillona en una tranquilidad que jamás le había escuchado—. Es de las favoritas.

—Sí, muy guapas —dice la mujer de barbilla afilada y piel morena—. Servirá.

Me doy cuenta de que soy la moneda de cambio, de un trato que no me informaron, cuando la joven, de apenas veintitantos, se levanta y deja un fajo de billetes sobre la mesa.



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