El letrero de la tienda dice «cerrado», pero Jey abre la puerta con una seguridad envidiable, como si el negocio le perteneciera. Es bajita, al menos mide diez centímetros menos que yo. No le calculo ni un metro con sesenta, quizás si me quitara los tacones me llegaría al hombro.
Camino detrás de ella porque el hombre de rastras me apura para avanzar. Sonríe, con sus labios gruesos, como si quisiera romper la tensión que me aprisiona. Aun así, me mantengo alerta a sus manos. El guardaespaldas, de casi dos metros, me sujeta del hombro para que no me detenga. Tiene la palma caliente y su sudor me moja el hombro.
La cortina del aparador está cerrada, pero la luz interior permanece encendida. Al otro lado de la puerta, la alfombra es suave. El sonido de mis tacones desaparece. El aire acondicionado está cargado de un olor afrutado que me recuerda a los duraznos, al jardín de mi abuela en el pueblo y los enormes árboles que daban sombra sobre las mecedoras. Sacudo el recuerdo, porque no quiero llorar. No en un momento donde necesito estar entera.
—Por aquí —dice Jey y me sujeta del brazo para ir más de prisa—. Eres muy lenta.
Lo compruebo, con tacones, la supero por unos quince centímetros. Un metro con sesenta y cinco, eso le calculo. Bajo la luz amarillenta de las lámparas en la tienda, su piel morena luce ceniza.
La tos de un hombre a la distancia me distrae. Levanto la vista por encima de los percheros y anaqueles con pantalones y blusas, camisas y accesorios. Los maniquís bordean el pasillo como estatuas que custodian la tienda con sus ojos vacíos. Me cuesta pasar saliva. Se me seca la garganta cuando intento preguntar qué hacemos ahí. Se me atoran las palabras y respiro hondo para contener el miedo, porque todavía creo que pueden venderme a un tercero.
—Buenas noches, señorita Santos —dice el hombre de al menos setenta años que limpia sus anteojos al otro lado de un mostrador de corbatas con sus manos temblorosas, cubiertas de pecas—. ¿A qué debo el honor de su visita?
—¿Cómo estás, Tony? —Jey me suelta. Se aventura al otro lado del mostrador y envuelve al viejo con sus brazos—. Ya te extrañaba.
—No viene, señorita, porque no quiere. Mi local está siempre abierto para usted y su gente. —El la retira con gentileza y le agarra ambas manos. Se inclina y le besa los nudillos.
Jey sonríe, con una mueca amplia que deja al descubierto sus colmillos afilados y extremadamente blancos. Un escalofrío me recorre, como si de la nada, apareciera un depredador delante de mí. Entonces la sonrisa desaparece y también la amenaza.
—Necesito que me ayudes a vestir a esta chica. —Jey me señala, luego se acomoda el traje y agrega—: Un traje de servicio y un sombrero.
—Vaya, una nueva adquisición... —El viejo se coloca los anteojos y me examina. Sus ojos pequeños y nublados por los años se encogen todavía más cuando intenta detallarme—. Es muy joven, los trajes no les sientan bien a las mujeres de esta edad.
—¿Otra vez con eso? —Jey hace una seña y el hombre de rastas se aleja rumbo a la entrada de la tienda.
—Lo siento, señorita. Pero todavía no me acostumbro a la nueva organización. A esta nueva tendencia de incluir damas en el negocio. Usted fue la segunda mujer que tuve que vestir para el servicio. —El anciano abre un cajón del mostrador y extrae una cinta métrica—. Pero bueno, qué se le va a hacer.
—Sí vistes mujeres, Tony. Tú hiciste el vestido de mi primera cita, y por ahí escuché que diseñaste el vestido de novia que usé—dice Jey al tiempo que se quita el saco. Bajo su camisa blanca, puedo notar el brasier negro de encaje que procura revelar la forma de sus senos, pequeños y firmes.
—Sí —dice él mientras le da la vuelta al mostrador. Camina encorvado, arrastra sus pies enfundados en unos mocasines cafés—. Pero es diferente, señorita, confeccionar un vestido que ajustar trajes a medida, trajes pesados para chicas tan delgadas.
Jey sonríe y apunta con su barbilla hacia el frente, una señal de que debo seguir al tal Tony. Ella se cuelga el saco en el brazo y se afloja la corbata. Estira la espalda y se truena el cuello. Lleva una pistola atorada en el cinturón, a la altura de la cadera. Es un arma grande, como la de todos los guardias del casino.
—Súbete aquí, bonita. —El viejo apunta hacia una elevación circular delante de tres espejos—. Extiende tus brazos hacia los lados y no te muevas. No tardaré nada.
Jey se sienta en una silla, la veo sacar su teléfono. Cruza la pierna y revisa la pantalla. No borra la sonrisa. Me estremecen sus colmillos largos que, entre más los observo, son más notorios.
El viejo anota en una libreta mis medidas: largo de brazo, espalda, contorno de cuello, talle, ancho de pecho, busto. Rosa mis pezones con la punta de la cinta y el pulgar al medir la separación de mis senos. Torax, cadera, entrepierna, tiro, ancho de muslo, alto de rodilla, largo hasta el tobillo, codo, más partes de la espalda. Ahora el hombre conoce mejor mi cuerpo y sus medidas que yo misma, pero mantiene los labios arrugados muy rectos, con la seriedad que podría esperar de cualquier profesional.
—Ahora, señorita. Quítese por favor los tacones —me dice con tranquilidad—. Necesito tener su alto total.
Desabrocho mis zapatillas. Veo a Jey cuando alza la mirada para verme las piernas, algo en su forma de morderse los labios, me provoca una incomodidad.
—Un metro con setenta y siete —dice el viejo.
Después de medir el diámetro de mi cabeza, acaricia mi cabello.
—Listo, señoritas. Terminé.
—¿Cuándo estará listo? —pregunta Jey con la vista todavía puesta en su teléfono.
—Dos semanas.
—Gracias, Tony —dice Jey y se acerca a despedirse con un beso en la mejilla arrugada del viejo—. ¿Y mi chaqueta de cuero cuando estará?
—Está lista desde hace semanas, pero el señor Santos me dijo que no se la puedo dar porque luego dejará de usar el traje.
Jey arruga la nariz.
—¿Lo podemos mandar al demonio esta vez? Ya vivo con él, puedo usar lo que se me dé la gana.
Tony se ríe con una alegría desatada.
—Supongo que no tengo opción. —El hombre camina hacia una puerta junto a los espejos donde me ha tomado las medidas.
—No finjas. Te morías de ganas por entregármela. —Jey sonríe—. ¿Le bordaste el as de espadas?
—Sí —dice el eco de la voz del viejo desde lo profundo de la habitación—. Y también tiene una capa interior reforzada.
—¿Podrías agregar un as de corazones al traje de la nueva?
—Lo consultaré con mi almohada. —Después de un breve silencio, el hombre sale con una caja blanca entre las manos—. Aquí tienes. ¿Piensas juntar a toda la baraja?
—No —dice Jey y se da la vuelta—. Pero tener dos ases, es algo que seguro le gustará al jefe cuando se dé cuenta de a dónde va mi nuevo proyecto.
—Buenas noches, señoritas.
Sigo a Jey hasta la entrada donde el hombre con las rastas mantiene la puerta abierta.
¿As de corazones?, me pregunto mientras acaricio el anillo con un corazón rojo que Bruno me regaló en Navidad. El único obsequio que no implicó sexo de por medio.
Cuando el coche vuelve a arrancar, presto atención a Jey, a su cabello corto bien peinado con las puntas coloreadas que intenta ocultar con el sombrero, a los aretes con la cruz egipcia que cuelga hasta sus hombros, a los aros y espinas que decoran sus orejas, sus cejas, su nariz y su labio. Entonces encuentro el «pin» con el as de picas que decora su corbata.
Somos naipes en la mano de nuestro jefe. ¿En qué mesa me tocará jugar?

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As de corazones
VampireAifé sabía que las cosas no podían terminar bien cuando conoció a Andrés. Primero fueron los tríos, después los videos íntimos. No supo qué pasaba hasta el día que la encajuelaron y reconoció la voz de Andrés entre los secuestradores. Deseaba volve...