Debería estar más emocionada. Es la primera vez que dejo el casino desde que llegué. Tres años se dicen fácil, pero ha sido todo menos sencillo. En cambio, me duele respirar. La cabeza me da vueltas.
Apenas atravieso la puerta trasera del negocio, me golpea el calor del estacionamiento subterráneo y el hedor a diesel se me pega a la piel. Los guardias de seguridad nos escoltan con las armas en las manos y la vista atenta a nuestro alrededor. Aunque es el estacionamiento privado, se mantienen alerta a cada sombra.
La mujer del sombrero y yo ocupamos el asiento trasero. El chofer, que ya nos esperaba ante el volante, lanza su cigarrillo por la ventanilla, escupe el humo y carraspea. Sube el vidrio polarizado y se apresura a encender el motor.
—Anda, vámonos —dice la mujer morena a mi lado—. Anda —repite al tiempo que da una patada al asiento del conductor con sus mocasines negros.
El chofer se aparta las rastas de los hombros y ajusta el retrovisor. Su mirada triste me recorre por un instante, luego vuelve la vista al camino.
Apenas abandonar el estacionamiento, mi mundo se vuelve más pequeño. Los coches, las luces, la oscuridad del cielo que se vislumbra entre la densa capa de esmog. No reconozco los edificios, ni las calles o avenidas. El aire se sofoca. El oxígeno filtrado con aromatizante de almendras que impregna los muros y la alfombra del casino abandona mis pulmones.
Abro la boca para jalar aire, aire sucio, aire de ciudad. ¿Libertad? Cualquiera pensaría que subir al coche y transitar las concurridas calles de la ciudad aflojaría los grilletes, pero no. Mi mundo se vuelve más y más pequeño. Se reduce al coche, a este espacio entre el metal y el vidrio; a la joven de traje y sombrero que mira las luces pasar deprisa. Sus ojos cafés guardan la oscuridad de la noche, como su traje esconde el arma contra su cadera. Suspira. La piel morena que la envuelve absorbe la luz, como una capa ceniza sobre ella.
Se acerca al asiento del conductor y sujeta los hombros del chofer. Sus labios casi acarician el oído del hombre. Ambos sonríen mientras ella murmura. ¿Qué dicen? ¿Hablan de mí?
Me doy cuenta de que ella no me ha mirado ni una sola vez desde que salimos del subterráneo. El sudor en mis manos enfría mi piel. Las limpio contra las rodillas también húmedas.
—Nos vamos a divertir —dice ella al fin con ese tono ronco de su voz, palabras espesas.
Me estremezco. Sus manos están heladas. Me provoca un escalofrío cuando sus dedos recorren mi cuello hasta el hombro. Aparta los rizos y recorre parte de mi brazo con la punta de su nariz. ¿Qué huele? Quizás el miedo húmedo que se amarga.
Encojo los hombros para apartarme de ella. Sonríe.
—El gordo dijo que eras obediente —ella se quita el sombrero y lo pone sobre mi cabeza. Deja el descubierto su cabello de pixie con las puntas coloreadas de rojo—. ¿Lo eres?
Asiento despacio mientras extiende su mano hacia mi pierna. Aprieta mi rodilla, luego sube despacio por mi muslo hasta. Si fuera un hombre, dejaría que apartara las bragas para meter sus dedos, pero el largo de sus uñas provoca un cosquilleo que sacuden hasta mi columna.
Me quito el sombrero deprisa y lo pongo sobre mis muslos. Ella sonríe.
—Me gusta que tengas carácter —dice mientras me arrebata el sombrero y vuelve a ponérselo—. Soy Jey.
No me atrevo a responderle. Paso saliva con dificultad.
—Llegamos, Jey. —El hombre de las rastas se estaciona y apaga el motor.
En cuanto abre mi puerta, el aire de la ciudad me envuelve y un mareo oscurece mi vista.
—Anda, niña, bájate. Es hora de comprarte un sombrero —insiste Jey.
Pero yo me encuentro paralizada por el miedo que implica abandonar mi mundo, mi pequeño mundo de acompañante en el casino.

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As de corazones
VampireAifé sabía que las cosas no podían terminar bien cuando conoció a Andrés. Primero fueron los tríos, después los videos íntimos. No supo qué pasaba hasta el día que la encajuelaron y reconoció la voz de Andrés entre los secuestradores. Deseaba volve...