La historia de Martín

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Los veranos en Quilpué siempre fueron secos y sofocantes, microclima propio de la zona producto de la geografía y donde la única escapatoria posible era tomar una micro a la ciudad vecina, Viña del Mar.

Ese día Martín escapó con su padre a la playa, pero nunca volvió.

Tomaron el transporte público al mediodía y en menos de una hora estarían instalados en la arena de Las Salinas, la playa preferida del padre por varios motivos, fácil de llegar, protegida del viento sur y donde era posible nadar si las condiciones lo permitían. Martín amaba ese viaje y a pesar de que lo había hecho varias veces, no se aburría. En cada repetición iba descubriendo pequeños secretos ocultos a la vista. Por ejemplo, que la numeración de los paraderos iba aumentando hacía la costa y que faltaban algunos como el veinticinco. Había aprendido a identificar las marcas de los autos a través de sus logos, pero en este viaje eran muchos los que no reconocía. Su padre le dijo que cualquiera que le pareciera diferente, era un auto chino. Y mientras Martín se deleitaba con el viaje, su padre leía un libro cuya portada incluía la palabra "contabilidad" según leyó su hijo en un punto del camino.

El sol golpeaba sus rostros, pero la brisa marina arreglaba cualquier incomodidad. Hasta el año anterior llevaban un set para jugar en la arena, compuesto por dos baldes y una pala. Ahora la principal preocupación de Martín era nadar y broncearse, como lo había hecho un compañero de colegio al final del año escolar pasado, obteniendo cierto nivel de popularidad en la clase. Ya no era un niño pequeño. Llevaban un bolso con todo lo necesario, nada muy aparatoso ni nada que no fueran a usar. Agua embotellada, toallas, muda de ropa, bloqueador solar factor cincuenta, unas galletas.

Estaba de pie con los brazos cruzados justo en el límite donde la arena se tornaba más oscura. Miraba a los demás niños de su edad correr eufóricos para intentar pasar debajo de una ola antes que reventara. Pero él no era como los demás niños. Jugaba a que el mar era una entidad viviente que debía ser domada, como en los dibujos animados donde el héroe tiraba golpes y partía las olas por la mitad. Entonces, cuando el oleaje amainó, entró caminando en el agua sin apurarse para que el mar supiera que estaba ahí y cuando se encontraba hundido hasta el pecho se sumergió para nadar en forma paralela a la orilla por un par de minutos hasta que las olas volvieron a golpear fuerte. Volvió al punto de partida, la línea de la humedad en la arena, esperó unos minutos y entró al agua de nuevo porque ese día era especial. Tenía permiso de su padre para llegar a la boyas. Como lo hacían algunos niños, pero él era diferente.

Siempre le llamaron la atención esas pelotas de colores que se veían a lo lejos y cuando le preguntó a su padre este le explicó que estaban unidas por una cuerda y que marcaban un límite, que más allá era peligroso. Que la costa chilena además de fría era traicionera, profunda y la atravesaban corrientes. Pero tenían un plan. Irían juntos y ambos con boyas de seguridad para aguas abiertas.

Demoraron alrededor de quince minutos en llegar a la meta. Hicieron varias pausas ayudándose de los flotadores. Nadar en el mar no es fácil y para un niño de diez años puede ser un esfuerzo enorme. Su padre le contaba que antiguamente en otra playa había una balsa en el límite y aquellos que lo lograban se subían como si fuera la cima de una montaña.

Se quedaron unos minutos en el mar sujetos a la cuerda que unía las boyas. Padre e hijo se miraban con satisfacción, eran momentos que reafirman la relación entre ambos y que nunca se olvidan.

Mientras disfrutaban el momento el progenitor comenzó a revisar las condiciones para volver y se dió cuenta que Martín había perdido la boya de seguridad. Comenzó a mirar alrededor y la vió unos metros mar adentro. Le pidió a Martín que se quedara donde estaba y que volvería en unos minutos.

Nadó lo más rápido que pudo, alcanzó el flotador y volvió.

Martín no estaba.

La búsqueda duró varios días, pero el cuerpo nunca fue encontrado.

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