"Porque la muerte es la única verdad" rezaba el cuaderno, justo al final de uno de los rituales presentes en sus páginas. Cuando Catalina leyó por primera vez lo escrito por su antepasado le causó un profundo impacto, pero después de tantos años era un mantra. Ese ritual quitaba vidas como había quedado demostrado, pero eso no le importaba pues la muerte le revelaba conocimiento y le mostró el poder de Mariana con el que cumpliría todos sus sueños.
Para Catalina, los restos de la difunta eran un faro. Dos minutos para la medianoche condujo su Opala negro del 79 hasta el Cementerio Municipal de la ciudad de Quilpué donde se encontró con un portón eléctrico que le cortaba el paso. Hizo un gesto con la zurda y la estructura de fierro comenzó a moverse. No había nochero ni guardia alguno a la vista.
El nicho 245 se encontraba a más de dos metros de altura. Elevó la mirada, sus ojos se encendieron y flotando tocó con su mano izquierda la tapa de mármol que sellaba la sepultura para hacerla estallar en pedazos. Repitió el movimiento de la mano y el cajón salió eyectado cayendo al suelo, la tapa se soltó de las bisagras dejando a la vista parte del contenido. De una patada terminó de correr la cubierta. Había luna, pero no era suficiente para apreciar lo que le interesaba, se ayudó con una pequeña linterna. El cadáver estaba esqueletizado casi por completo, solo algunos restos orgánicos continuaban pegados a los huesos. La tela del vestido usado en el funeral estaba empezando a ser consumida y el cabello estaba intacto.
Se arrodilló, se retiró el pelo de la cara y contempló el contenido del cajón por largos instantes apretando el borde con sus manos hasta el punto de enterrar en la madera la uña del dedo índice izquierdo. En todas las tumbas cercanas las flores que se mantenían frescas se marchitaron y los manchones de pasto silvestre se tornaron amarillos.
Desde un bolsillo en el vestido blanco que llevaba extrajo un trozo de terciopelo negro. Lo extendió en el suelo y empezó a depositar los vestigios fúnebres presentes, incluido el polvo del fondo.
Las noches de otoño eran de temperaturas cercanas al cero, la respiración de Catalina se convertía en vapor al contacto con el aire, pero no necesitaba abrigarse. No temblaba ni tenía la piel de gallina a pesar de la delgada prenda de vestir que cubría su cuerpo.
Para lograr su meta tenía que seguir ciertas reglas, de lo contrario perdería todo, en este punto los métodos se tornaban estrictos, aunque fuera magia del caos. La animita debía ser ubicada en el borde de un camino no muy lejano para facilitar el acceso de cualquier visitante.
La pequeña ermita fue construída cerca de la estación de trenes, algo pequeño para no llamar la atención, pero con espacio para crecer como esperaba que sucediera.
Hasta allá condujo el vehículo negro, se arrodilló frente a la estructura y depositó el paquete de terciopelo en el suelo. Cuando encargó la construcción pidió que la base de la animita tuviera un compartimiento oculto cubierto por una losa de concreto. Un nicho para el descanso final de Mariana.
Era más de la medianoche, no mucha gente transitaba por el lugar a esa hora y si alguien la veía pensaría que estaba rezando. Catalina no tenía la costumbre de vigilar a su alrededor ni cuidarse la espalda. No le importaba caminar sola de noche por calles peligrosas como lo hacía después de visitar su disco favorita.
***
"El cuervo" tenía especial de música gótica esa noche, caldo de cultivo para imitadoras de Tarja Turunen que usaban largos vestidos negros con encaje. Dependiendo del interés personal o de la temática de la banda de moda una muchacha se podía decantar por los vampiros, las relaciones lésbicas o la Wicca, aunque ninguna practicaba en serio magia ni brujería. Catalina se sentía cómoda en ese ambiente, disfrutaba la música y casi siempre volvía a su casa acompañada. Cerca de las cuatro de la madrugada abandonó la disco junto a una chica alta y rubia quien le confesó que le gustaban las de pelo negro. Ambas iban vestidas de minifalda y eso las hizo mirarse mutuamente mientras bailaban solas iluminadas por las inquietas luces de colores del club nocturno. Le ofreció la mano derecha, no quería que sintiera la rugosa piel de su mano izquierda, tampoco quería mostrar la mancha negra como petroleo que le llegaba hasta el codo ni las gruesas uñas que escondía bajo el guante de terciopelo negro, aunque todo eso daría lo mismo cuando estuvieran desnudas alucinando con el brebaje que le ofrecería para alterar la realidad y borrar todo recuerdo. El golpe de los tacos de ambas rebotaban en la noche porteña, desde atrás se escuchaban otros pasos.
—Oye pero que desperdicio —se escuchó una voz que se acercaba.
—Mirar esas piernas hermano.
Catalina apretó la mano de su compañera y apuraron el paso. Calle Serrano se veía solitaria y oscura y no tenía bares. La única opción era seguir derecho o intentar perderlos en algún callejón.
—Chiquillas, no somos mala gente, solo queremos invitarlas a tomar algo.
—No nos interesa, chao —respondió Catalina.
—Se dan color par de maracas.
—Vamos a la plaza y nos paramos cerca de los marinos —sugirió la chica rubia que aún no le decía su nombre.
—Tengo una mejor idea —respondió mirándola directo a los ojos.
Enfilaron por un pasaje y llegaron hasta el fondo donde empezaba una escalera y se detuvieron. Estaba todo bien iluminado hasta donde se podía ver cerro arriba. Catalina se giró y se quitó el guante. La otra subió un par de peldaños y se quedó esperando, sin saber si seguir o quedarse. Como esperaba, los tipos entraron por el pasaje. El que estaba menos borracho hacía de líder. Se acercó y le habló tan de cerca que ella supo que había bebido ron barato. Le miró el escote, la tomó de la cintura y le dio un beso con tanta fuerza que ella tuvo que dar dos pasos hacía atrás para mantener el equilibrio. La chica rubia estaba congelada, miró para todos lados y vió un grupo varios metros escalera arriba bebiendo, comenzó a gritar por ayuda. El otro acosador estaba unos metros más atrás y dio un par de aplausos por el logro de su amigo.
El hombre la soltó y se acercó al otro.
—Ven a probarla, está regalada.
—Vengan, pueden tocarme los dos —la última parte de la frase sonó lejana, dulce, como un canto. Ambos sacudieron la cabeza. La otra chica perdió el equilibrio y quedó sentada en un escalón. Y cuando ambos comenzaron a acercarse, Catalina levantó la mano izquierda, la empuñó y apretó como si estuviera quebrando algo. Las luces se apagaron y quedó todo en penumbras incluso la escalera. El grupo que iba bajando no podía ver que sucedía en el pasaje, parecía hundido en un mar de tinieblas. Comenzaron a llamar, pero nadie respondía.
Los dos borrachos celebraron el corte de luz, pero gradualmente la zona se tornó más y más oscura al punto que no podían ver sus propias manos frente a su caras. Tampoco había sonido alguno. Y antes que pudieran decir una palabra sintieron que algo se acercaba cortando el aire en forma horizontal. Nadie escuchó los gemidos ahogados, los intentos por gritar. Nadie escuchó la sangre saliendo a borbotones ni tampoco el golpe seco de los cuerpos al llegar al suelo.
Cuando el grupo llegó al pasaje vio a dos hombres tirados en el suelo en un charco rojo, les habían abierto la garganta. Las chicas no estaban.
A un par de cuadras una muchacha de pelo negro y mirada de fuego, contemplaba fijamente a Andrea, la rubia había dicho su nombre. Sin palabras la contuvo y la tranquilizó. La hizo olvidar. Condujo hasta su casa en Quilpué su recién adquirido Opala 79, de asientos tan grandes que parecían sillones. Bebieron el líquido verde, bailaron alrededor de un fuego imaginario y se desnudaron. Con su mano izquierda acarició los pechos de Andrea. Hacer eso la hacía sentirse aceptada, aunque la otra persona estuviera drogada. Tuvo cuidado de no hacerle daño con las gruesas y afiladas uñas. Pasaron toda la noche juntas y alcanzaron el clímax varias veces.
***
Concentrada, levantó la placa de cemento y la dejó a un lado, dibujó en el reverso de ella un símbolo con la gruesa uña índice de la mano izquierda. Uno por uno, comenzó a depositar los restos de Mariana, cuando terminó los cubrió con el terciopelo y volvió a poner la tapa en su lugar.
—Te mandé hacer una casa bonita, pero me tienes que ayudar hermosa. Te voy a cuidar para siempre —susurraba Catalina mientras acariciaba y besaba el concreto que cubría lo que quedaba de la difunta.
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Madreculebra
رعبA veces un milagro esconde ríos de sangre. Victoria Sarmiento, periodista y nerd de lo oculto, investiga las múltiples muertes ocurridas en una misma calle en el transcurso de un año. Mientras en el centro de la ciudad, una animita está concediendo...