Diario de vida

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Era curioso, pero nadie sabía la verdadera edad de la tía Florencia, la hermana mayor de la abuela Tere y nadie sabía si sus historias eran ciertas. Casi la totalidad de la familia se había reunido para el cumpleaños número sesenta del tío Eduardo, incluyendo un primo que llegó de visita desde Canadá. La tía estaba sentada en una silla mecedora con un par de frazadas de lana sobre sus piernas y las manos cruzadas sobre su regazo, sus ojos cristalinos miraban al frente con paciencia, los años le habían otorgado una aureola azulada en cada iris y le decía a sus nietos que se le estaban poniendo los ojos azules.

Cuando comenzó a hablar todos guardaron silencio. Catalina no frecuentaba mucho esas reuniones familiares, con dieciocho años sus principales preocupaciones eran sus amigos y cómo sería su vida después de cuarto medio. No podía creer que todos prestaran atención religiosa a esa viejita mientras contaba su historia. Solo un ritual familiar que seguir, supuso.

La historia era sobre el origen de la familia, un inmigrante español que llegó al norte del país y que compró un apellido para ocultar su origen judío.

Hasta ahí llegó la capacidad de atención de la Cata, como era conocida entre sus amigos. Se fue al patio trasero donde una larga mesa había sido dispuesta con comida y bebidas. Tomó una lata de cerveza desde un cooler y comenzó a revisar redes sociales en su teléfono móvil.

Sintió ganas de orinar y se dirigió al interior de la casa, el cuento de la tía había terminado y los oyentes se habían disgregado en pequeños grupos. Su madre conversaba con ella y se percató de su presencia. No pudo escapar.

—Catita, venga mi amor —la muchacha asintió y se acercó— tía le presento a Catalina, salude mi amor. Hija, la tía Florencia ha tenido una vida fascinante, tiene tantas historias, a mi me encanta escucharla —alguien llamó a la madre sacándola de su entusiasmo.

—Recuerdo otra Catalina en nuestra familia, hace muchos años —precisó la viejita— una historia triste —agregó.

—Tía, en las noticias dan historias tristes todos los días —respondió la joven.

—Ella fue asesinada —sentenció con una sonrisa— pero es todo lo que sé.

Catalina pidió permiso y se puso de pie. Comenzó a vagar por la casa, una construcción grande y antigua, cercana a la avenida principal de la ciudad de Quilpué. Un pueblucho lejano según la perspectiva de una muchacha viñamarina como ella. Una habitación a media luz llamó su atención, una biblioteca. Abrió las cortinas polvorientas.

Recorrió con la mirada las repisas donde no se hacía aseo hace años. Sobre una mesa arrinconada una pila de libros de tapa dura y lomos redondos era coronada por un cuaderno titulado "Diario". Lo sopesó unos segundos y lo abrió en la primera página. El papel amarillento contenía una frase que le hizo abrir los ojos como platos, "Este diario pertenece a Catalina".

MadreculebraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora