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Lo primero que recordaba era despertar en una cama algo dura y con un chorro de luz amarillenta cegándole. Le dolía mucho la cabeza. No podía pensar con claridad, toda su atención estaba centrada en el costado derecho ya que unos pinchazos lo recorrían con casi cada respiración que tomaba. Tardó unos minutos en espabilar y acostumbrarse a la luz y, cuando lo hizo, se sorprendió al verse conectado a un montón de máquinas, con suero entrando en su cuerpo de forma constante y con la boca terriblemente seca.

"Tengo hambre" fue lo primero que pensó, aunque no se atrevió a decirlo en voz alta. ¿Dónde estaba? ¿Por qué? ¿Qué había pasado? Se sentó sobre la cama evitando pensar en el dolor punzante que le atravesaba las costillas. Se restregó la cara con las manos, con cuidado, pues aunque quería salir de allí no estaba seguro de querer arrancarse los tubos y cables que cubrían su cuerpo. Aún así debió tocar algo sin darse cuenta pues una de las máquinas que tenía al lado de la cama comenzó a emitir un pitido estridente que le sobresaltó.

Un grupo de enfermeras entró corriendo en la habitación sin darle tiempo a reaccionar y, cuando le vieron sentado sobre la cama, se quedaron patidifusas. Una de ellas, que parecía tener una posición superior al resto hizo un gesto que resultó en un par de compañeras saliendo de la habitación a la carrera. La miró como quien mira algo que no ha visto nunca pero que desea conocer y ella se recompuso con rapidez.

Era una mujer de unos cuarenta años, bajita, regordeta y con cara de buena persona. Iba vestida con su uniforme, llevaba muchos bolígrafos metidos en el bolsillo y un par de pines bastante infantiles enganchados en la solapa de la camiseta. Le sonrió de forma tranquilizadora y ser acercó lentamente a la cama. Cuando estuvo lo suficientemente cerca comprobó los monitores hasta averiguar de donde salía el pitido, que no había cesado aún. Una vez localizado se agachó para coger un cable, le miró con cara de desaprobación con el cable en alto y lo enchufó, haciendo que la habitación quedara en silencio.

Él intentó hablar, preguntar algo, lo que fuera, pero no fue capaz. La enfermera lo notó y rompió el silencio:

- No deberías incorporarte- puso las manos sobre sus hombros y le empujó ligeramente hacia atrás para que se recostará. Él no protestó-. Tienes un par de costillas rotas, así que ten cuidado. El doctor vendrá en un momento, no te preocupes.

Él asintió lentamente y justo entonces sus tripas hicieron un sonido que nunca antes había oído, o eso creía al menos. La enferma sonrió:

- ¿Quieres comer algo? Son las tres de la mañana más o menos, pero puedo conseguirte algo- no esperó a que le contestara-. Soy la enfermera López, pulsa ese botón junto a la cama si me necesitas.

Salió por la puerta sin decir nada más justo cuando un hombre con bata blanca entraba. Tenía el pelo ligeramente canoso, lo que envejecía su rostro, pero sus ojos indicaban que no llegaba a los cincuenta años de edad. Vestía un traje bastante distinguido bajo la bata, con una pajarita de color azul oscuro que le daba un toque jovial. Llevaba una carpeta en la mano izquierda llena de papeles que parecía un historial médico.

- Soy el doctor Blanco, llevas a mi cargo desde que te ingresaron. ¿Cómo te sientes?

Se acercó a la cama sacando una pequeña linterna del bolsillo de la bata. Puso una mano en su frente y con la otro iluminó sus ojos un par de veces. Después procedió a comprobar los monitores y a escucharle el corazón. No parecía haber nada fuera de lo común.

- ¿Y bien?- dijo cuando hubo terminado.

Él no comprendía a lo que se refería así que frunció el ceño.

- ¿Cómo te sientes?- repitió el doctor.

- Me duele- respondió, oyendo su voz por primera vez. Hizo un mohín al terminar de hablar, no reconociéndose a sí mismo en esa voz. No la recordaba así... no la recordaba en absoluto.

- Sí- sonrió el doctor-, es lo normal, tienes dos costillas fracturadas. Si no te doliera, no serías humano.

Justo entonces la enfermera López apareció por el marco de la puerta con una pequeña bandeja de comida. El doctor no objetó, así que asumió que le dejarían comer sin problemas.

Olía bastante bien. Era un único plato de pasta con un pedazo de pan y un yogurt, pero se le hizo la boca agua sólo de pensar en comérselo. La enfermera colocó una especia de mesa sobre sus piernas, donde colocó la bandeja y después, pulsando un botón, incorporó el respaldo de la cama. En cuanto estuvo colocado, empezó a meterse una cucharada tras otra.

- No comas demasiado deprisa- dijo ella -, hace mucho que tu estómago no trabaja.

Pensaba que se irían, que le dejarían sólo al fin para disfrutar de su tan merecida comida a las tres de la mañana de un día que no sabía cuál era. Pero no fue así. Ambos se quedaron donde estaban. El doctor abrió la carpeta y se preparó con un bolígrafo en la mano para escribir. No tardó en preguntar.

- ¿Podrías decirme tu nombre?

Él siguió comiendo, como si no hubiera oído lo que le decían. Se había enterado perfectamente de la pregunta, pero estaba demasiado cansado y confuso como para pensar en ello justo en aquel momento. Tan sólo quería comer y levantarse de aquella cama, tenía el cuerpo tan agarrotado que podía deducir sin esfuerzo que llevaba allí postrado más de lo que le gustaría.

- ¿Sabes quién eres?- insistió el médico, pero al ver que no conseguía respuesta alguna suspiró profundamente-. Está bien, intentemos algo más sencillo. ¿Sabes en qué año estamos?

- Dos mil catorce- dijo sin vacilar. Esa era fácil.

Aunque tal vez no lo fuera tanto. El doctor y la enfermera cruzaron una mirada de preocupación.

- Estamos en dos mil quince, cielo- dijo ella con suavidad.

No pudo evitar dejar de comer por un momento. ¿Dos mil quince? Aquello no era posible, ¿cuánto tiempo llevaba allí encerrado?

- ¿Tienes familia?- siguió el doctor, ahora más intrigado.

- No... lo sé- respondió sintiendo cómo se le aceleraba el corazón.

- ¿Qué es lo último que recuerdas?

- No lo sé- el dolor de cabeza aumentaba por momentos. No quería seguir esforzándose.

- ¿Podrías decirme dónde vives?

- No.

- ¿Y tu nombre?

- ¡No!- gritó, desesperado, pese a que el dolor de las costillas casi le dejó sin aliento- ¡No sé quién soy, ni qué hago aquí, ni por qué no recuerdo nada! Usted es el médico, ¿no se supone que debería saberlo?

La enfermera le dijo unas palabras tranquilizadoras, intentando hacer que se relajara y volviera a tumbarse en la cama. Resignado, él lo hizo, siguiendo con su ingesta de pasta.

- Lo siento, pero nadie sabe qué te sucedió. No llevabas identificación cuando se te encontró y nadie ha preguntado por ti. Tampoco estás en la lista de desaparecidos del país. Teníamos la certeza de que despertarías con cierta perdida de memoria, llevas demasiado tiempo en estado de inconsciencia, es casi un milagro que hayas despertado; pero no pesaba que sería tan grave.

Por unos segundos notó como su corazón se paraba. Nadie, ni una sola persona, se había preocupado por él o le había echado de menos. Nadie. Estaba sólo en el mundo.

Algo en su interior no se sorprendió tanto, pero aún así dolía. Dolía saber que, o bien su familia no quería saber nada de él, o habían fallecido. No quería averiguar cuál era la peor opción.

- No te preocupes, cielo- dijo la enferma con una sonrisa comprensiva en el rostro-. Solo necesitas tiempo, ya recordarás tu nombre.

Él dejó el tenedor sobre el plato, dando por terminado el banquete. La mujer recogió la bandeja captando la indirecta y salió de la habitación. El doctor, sin embargo, se acercó a él, volvió a tumbar la cama y dijo:

- No te molestaré más, te dejo descansar.

Y sin esperar una respuesta apagó la luz, salió de la sala y cerró la puerta tras de sí.

ParalyzedDonde viven las historias. Descúbrelo ahora