Carlos temblaba, Paul también lo hacía, pero de forma diferente, iluminados por el parpadeo convulsivo de de los dos tubos fluorescentes de luz fría y blanca que iluminaban la habitación en donde habían compartido momentos de intimidad tan tiernos y desvanecidos, tan falsos o tan manchados por la tinta de la verdad.
Está vez la cama estaba impoluta, la habían hecho juntos en la mañana. Carlos quería abrir la puerta, Paul no lo dejaba.
El moreno rogaba por salir de ahí, mientras el Rubio suplicaba por quedarse.
-Por favor, por favor.- suplicaba el de ojos azules con sus manos palma con palma frente a su rostro.
Carlos tenía el corazón roto hasta las lágrimas, los sollozos apretujados en su pecho no salían en gemidos, pero sus ojos se hicieron pequeños y brillantes. El mar amenazaba por desbordarse de ellos.
El hombre al que amaba se había convertido en un desconocido de un instante a otro, como si la pantalla verde que ambientada sus momentos juntos se hubiese caído al suelo y los anteojos rosa se hubiesen deslizado por su masculina nariz hasta destrozarse.
Ni un doctorado en filosofía lo habría preparado para tal dilema moral que se le presentaba en frente, hubiese amado encontrar a Paul engañandolo con otra u otro en su misma cama, que le hubiera dicho que lo había dejado de querer, aunque justo ahora de ese amor no creía ninguna palabra.
-¿Qué hiciste?- preguntó con voz temblorosa.
-Nada, te juro que yo no he hecho nada.- dijo Paul con el mismo tono lastimero, con un temor tan incapacitante como inspirador.
-Entonces por qué tienes tanto miedo.-
-Todas son mentiras, son inventos. Te ruego que no les digas que estoy acá.
Carlos no tenía teléfono móvil, solo debía llegar al teléfono fijo de color rojo de la sala de estar de la pequeña casa suburbana que compartían. Solo si su fuerza de voluntad confundida se lo permitía.
-¡Suéltame!- Gritó pataleando ante lo extraño que se sentía tener abrazado, en el suelo y de rodillas al hombre al que tanto amaba. Era físicamente más grande, más alto, más corpulento, pero algo en su interior no se permitía golpear a Paul como la rabia al interior de su ser le pedía a gritos.
Torpe buscó del cajón de su mesa de noche una navaja herencia de su abuelo, el cuál había peleado en la segunda guerra mundial. Buen acero inoxidable que aún conservaba el brillo, el filo y la punta. Con el brazo estirado y tembloroso intento verse amenazante. Paul sabía que en esa postura jamás podría haberle daño, tal vez deseaba dañarle, pero Carlos era demasiado bueno, demasiado humanitario como para apuñalar a alguien.
Un flash black de todo aquello que su corazón no quería asumir hizo al de ojos oscuros sentir repelencia respecto del arma y tirarla al suelo. Tuvo miedo de que el desconocido que se encontraba frente a él la tomara, pero Paul tampoco le haría daño a Carlos, era todo lo que tenía, todo lo que le quedaba ahora que se había quedado solo, sin dinero y acorralado.
El Rubio tomó la cuchilla desde el suelo y la puso en la mano del moreno con la punta apuntando hacia sí mismo para intentar ganar su confianza.
-Si.... Si fuera verdad eso, tú.... Yo... ¿Podría devolvertela?- refiriéndose al objeto- ¿podría haberte amado?
-¡Ya no me toques!- gritó el de cabello oscuro sintiendo asco. Paul lo soltó como señal de obediencia.
-¿Podría amarte?- prosiguió.
-¡Cállate!-
Esto debió haber sido una clásica tarde de otoño que, a pesar del frío reinante , el calor familiar y la estufa encendida hubiesen llenado de calidez. Carlos estaba sentado frente al televisor encendido, querían ver una película en el cable, así que cambiaba con el control remoto la tele de un canal a otro.