💐 Londres 1886. East End

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𝐄𝐀𝐒𝐓 𝐄𝐍𝐃, 𝐋𝐎𝐍𝐃𝐑𝐄𝐒 𝟏𝟖𝟖𝟔
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Los hechos que os narro ocurrieron en una noche húmeda de marzo, cuando el joven forastero del Este, embutido en unos polvorientos pantalones de franela y botas de trabajador enfangadas hasta los tobillos, se abrió paso por un camino elegido al azar, diferente del que había tomado la noche anterior o la anterior a aquella.

Bajo la basta palidez de una Luna oculta por el cortinaje de nubes pasajeras, atravesó a grandes zancadas callejuelas sombrías y estrechas, apenas iluminadas por las farolas de gas que colgaban en lo alto de los postes.

En medio de aquel mar de suciedad marrón, el frío de la medianoche estaba hecho de hollín de chimeneas, de vapor de carbón, de humo de madera y del hedor desagradable que se elevaba del río Támesis en toda su extensión; era como nadar en una niebla más fría que el hielo que, sin embargo, nunca se congelaba o calaba las ropas hasta llegar a los huesos. Era este el tipo de clima que abundaba por casi los 365 días del año, y obligaba a todos a permanecer cubiertos en el interior de sus casas. Incluso a los que tenían la mala suerte de no contar con una.

El extraño forastero casi siempre se los encontraba en las escaleras de las casas de huéspedes, donde los mendigos pasaban la noche. La gente pobre que no tenía otra cosa para calentarse quemaban paja, robada de los montones de estiércol detrás de los establos, y en ocasiones, no vivían lo suficiente para ver el amanecer.

En otro momento, quizás al día siguiente, podría quedarse a echarle un vistazo a las damas que se arrastraban en las aceras entre lloriqueos flojos. Probablemente enfermas de tiña, abandonadas a su suerte, o víctimas de los golpes de algún marido borracho. Deslizaría entre sus manos callosas dos o tres chelines, una hogaza de pan y una manta para cubrirle los hombros desnudos que se estremecían ante el mínimo soplo de viento.

Pero esa noche no. Esa noche no podía hacer nada por ellas.

Su cuerpo temblaba de miedo, mientras que la velocidad de sus pasos iba aumentando a cada segundo. La sensación quemante en su nuca lo hacía sentir inseguro, desprotegido, observado...

En una cuchilla, sus pies se desviaron hacia la calle izquierda y se adentró a la carrera por un laberinto de tiendas de baratijas artesanales, carnicerías y todo tipo de locales que a esas horas de la madrugada yacían cerrados. Al poco rato, y en medio de un flechazo de consciencia, su mente se percató inmediatamente del error cometido por la impulsividad al darse cuenta de que a esas horas ningún alma transitaba cerca del mercado. A no ser las ratas que desaparecían entre una alcantarilla y otra.

Todavía le quedaban algunas manzanas antes de llegar al corazón de la ciudad, por lo que quien quiera que le estuviese pisando los talones no tardaría en alcanzarle si la fatiga de 12 horas sin comer bocado comenzara a pasarle factura en cualquier momento. Los adoquines se extendían vacíos ante sus pies como caminos interminables que guiaban hacia una perpetua oscuridad, y a su cuerpo le fue imposible mover un solo músculo, pues las piernas le temblababan incontrolablemente como las patas de un insecto palo.

¿Mamá alcanzaría a leer su mensaje a la mañana siguiente si algo le ocurría... Probablemente no. Por eso debía asegurarse de llegar a tiempo.

Pero para cuando se dio cuenta de la presencia del hombre del sombrero alto a sus espaldas, ya era demasiado tarde.

Un sonido imperceptible, tal vez el roce del cuero de un zapato pisando las piedras de la calle o tal vez el siseo de una respiración diabólica... en el momento en que intentó salir corriendo, justo en el momento en que, asustado hasta la médula, trató de huir, algo le cubrió los labios para que no gritara.

Algo oculto e invisible...

Aterradoramente fuerte.

Tiró de su cuerpo cada vez con más ímpetu hasta que la boina que cubría su cabeza se resbaló, y la melena rojo zanahoria se espació sobre sus hombros como un estandarte. Luego a su nariz vino un aroma inusual: dulce y campestre... como la hierba o la tierra de un jardín fundiéndose con el aire.

Ella era tan pequeña a comparación con el cuerpo de aquel humano. Claramente no tenía chance alguno de escapatoria.

Hubo, entonces, un jadeo que se ahogó con la brisa nocturna, y luego, el estruendo de una farola rompiéndose contra los adoquines.

Y todo se volvió oscuridad.

Y todo se volvió oscuridad

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Enola Holmes & The Bouquet MysteryDonde viven las historias. Descúbrelo ahora