XXII

739 77 7
                                    

Era extraño ver los rayos de sol colarse por los ventanales en un reino tan gris y monótono. Las lámparas de vidrio reflejaban formas de colores en la piedra, los pájaros no dejaban de cantar y había un curioso aroma primaveral por todo el lugar. En cualquier circunstancia Adrien habría aprovechado para dar un paseo por los jardines y asolearse un poco, pues desde su llegada se notaba más pálido, pero ni siquiera el buen clima lograba mejorar su humor, por lo que se limitó a arrancar otra de las hermosas túnicas que colgaba del perchero, una en tonos magenta, y la arrojó al suelo. La pila ya había crecido hasta alcanzar la mitad del marco de la puerta.

¡Se habían atrevido a burlarse de él! Y un extranjero mestizo fue el que tuvo que decírselo.

Adrien pensó en Declan Nox y, sin importar cuán encantador pareciera el príncipe pirata, su ansiedad aumentó ante la perspectiva de aventurarse a las colonias salvajes con alguien que parecía tan poco confiable. Sin embargo, él debía parecer más sospecho aún, era un forastero, un extraño que, sin importar cuantas sedas usara, continuaba oliendo a gardenias del oeste.

En el espejo observó como la túnica se ajustaba en su cintura y se abría en una pierna de forma sugerente, y recordó la época de su infancia en la que sus hermanas le obligaban a ponerse sus vestidos para entretenerlas. Hizo otra bola de seda, esta vez anaranjada, y la sumó al montón.

Casi había vaciado su armario, sin encontrar nada con lo que pudiera pasar desapercibido. No había nada que no estuviese decorado con pedrería, sedas de colores ni bordados tupidos, tal como sus atuendos en Felarion, siempre diseñados para ostentar.

«Una buena concubina debe llamar la atención de todos, pero solamente darla a su señor» recordó lo que había leído en el manual. Ya conocía al menos cuarenta reglas, de las ciento uno que el libro profesaba, y todavía no había descubierto el famoso beneficio.

Llamaron a la puerta y desechó la última prenda con brusquedad. Había pedido a sus sirvientas que le facilitaran atuendos apropiados, aunque ellas no parecían muy seguras a qué se refería, sin embargo, cuando separó la pesada hoja tallada, ninguna mujer sonriente esperaba al otro lado, sino Zlatan Wardton.

Adrien intentó disimular la sorpresa. No se había atrevido a pensar en el príncipe desde su huida del salón, principalmente porque había soltado un montón de improperios que no procesó hasta mucho después, cuando la vergüenza empezó a socavar entre toda la molestia. Ahora su corazón se aceleraba con tan solo recordarlo, incluso cuando el milhiano parecía dispuesto a sentenciarlo a los calabozos con su postura tensa de hombros rectos y barbilla en alto, al otro lado del umbral. No estaban sus guardias, por lo que supuso que los había echado.

—Buenas tardes, alteza —saludó y, aunque no lo pretendía, la ironía brotó de su voz.

—¿Puedo entrar?

—Eso depende ¿Vienes a continuar con la discusión sobre mi visita a las colonias?

El músculo en la mandíbula de Zlatan se contrajo y él lo siguió con la mirada. Ya conocía bien aquel gesto.

—No. Tengo el presentimiento de que eso no llevará a ningún lado —dijo. Su tono era conciliador, por lo que soltó un pesado suspiro y se apartó de la entrada para permitirle el paso.

Aún llevaba su atuendo ceremonial. La corona de principado le bordeaba el rostro perfectamente, y el oricalco en ella era oscuro como un abismo. Lucía como una aparición más imponente que cualquier estatua en la fortaleza.

—¿Entonces qué te trae por aquí?

El príncipe se paseó por el recibidor hasta detenerse frente a uno de les ventanales. El oricalco en su pecho, hombros y cabeza refulgió como oro recién pulido. Se metió la mano en la manga y reapareció con su flauta.

Has llegado al final de las partes publicadas.

⏰ Última actualización: Apr 03 ⏰

¡Añade esta historia a tu biblioteca para recibir notificaciones sobre nuevas partes!

Un príncipe para el príncipe #2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora