capítulo 4

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Durante las vacaciones de verano, la universidad pidió la intervención de las fuerzas antidisturbios, que desmontaron las barricadas y arrestaron a todos los estudiantes parapetados tras ellas. No era nada nuevo. En aquella época sucedía lo mismo en todas las universidades. Después de todo, la universidad no fue desalojada. Había demasiado capital invertido en ella para que una revuelta de estudiantes pudiera desmantelarla así como así. Además, ni siquiera los mismos estudiantes que habían levantado las barricadas pretendían desalojarla seriamente. Sólo pretendían cambiar el organigrama de la universidad, y a mí me traía sin cuidado en qué manos estaba el poder. Así que no me conmoví cuando aplastaron la huelga.
Cuando en septiembre volví a la universidad, esperaba encontrármela casi en ruinas. Pero estaba intacta. No habían saqueado los libros de la biblioteca, ni habían desvalijado los despachos de los profesores ni habían incendiado el edificio que alojaba la asociación de alumnos. Me quedé estupefacto.
« ¿Entonces qué han estado haciendo esos tíos?» , pensé.
Al volver a la normalidad, bajo la tutela de las fuerzas antidisturbios, los primeros en asistir a clase fueron los líderes de la huelga. Entraban en el aula, tomaban apuntes, respondían cuando los profesores pasaban lista como si nada hubiese sucedido. Era inconcebible, porque la huelga seguía en pie y nadie la había desconvocado. Lo único que había ocurrido era que la universidad había solicitado la presencia de las fuerzas antidisturbios y éstas habían desmontado las barricadas. Pero, en teoría, la huelga seguía activa. Aquellos tipos, al declarar el inicio de la huelga, habían aullado y se habían pavoneado tanto como habían querido, habían insultado a los estudiantes que se oponían (o a los que manifestaban sus dudas), linchándolos casi. Me dirigí hacia ellos y les pregunté por qué asistían a clase en vez de hacer huelga. No supieron responderme. ¿Qué podían decir? Temían perder los créditos por falta de asistencia. Me costó creerlo.
Era patético que aquellos tipos hubieran proclamado que desalojaran la universidad. Los muy miserables aullaban o susurraban según de qué lado soplaba el viento.
« ¡Eh, Kizuki! ¡Ya ves qué mierda de mundo!» , me dije. Los tipejos de esta calaña sacarán buenas notas, empezarán a trabajar e irán construyendo, ladrillo a ladrillo, una sociedad vil y mezquina.
Durante un tiempo opté por ir a clase y no responder cuando pasaban lista.
Sabía muy bien que esto me haría un flaco favor pero, de no haber hecho siquiera este gesto, me hubiera sentido mal. Sin embargo, acabé aislándome todavía más del resto de los estudiantes. Cuando decían mi nombre y yo permanecía en silencio, en el aula flotaba un aire de incomodidad. Nadie me dirigía la palabra y yo no dirigía la palabra a nadie.
Durante la segunda semana de septiembre llegué a la conclusión de que la educación universitaria no tenía ningún sentido. Y decidí tomármelo como un periodo de aprendizaje del tedio. No había nada que me apeteciera hacer o que me instara a dejar los estudios y enfrentarme al mundo. Así que cada día acudía a la universidad, asistía a las clases, tomaba apuntes y, en mi tiempo libre, iba a la biblioteca y leía un libro o consultaba algo.
Esa segunda semana de septiembre Tropa-de-Asalto aún no había vuelto. El hecho, más que extraño, era uno de esos acontecimientos que conmocionan al mundo. En su universidad ya habían empezado las clases y era impensable que él se las saltara. Sobre su pupitre y su radio se había depositado una fina capa de polvo. En la estantería, el vaso de plástico y el cepillo de dientes, una lata de té y un spray insecticida permanecían perfectamente alineados.
Durante la ausencia de Tropa-de-Asalto, yo era quien limpiaba la habitación.
A lo largo de un año y medio, me había acostumbrado a tenerla aseada y, si él no estaba, tenía que ser yo quien la mantuviera limpia. Cada mañana fregaba el suelo. Cada tres días limpiaba los cristales y, una vez por semana, aireaba el futón. Esperaba que él volviera alabándome: « Eh, Wat-watanabe, ¿qué ha pa-pasado? ¡Está to-todo limpísimo!» .
Pero no regresó. Un día, al volver de la universidad, vi que todas sus cosas habían desaparecido. Habían arrancado de la puerta la placa con su nombre; sólo quedaba la mía. Me dirigí a dirección y le pregunté al director de la residencia qué había ocurrido.
—Se ha ido —me dijo—. Por ahora estarás tú solo en la habitación.
El director no me dio ninguna explicación. Lo teníamos por uno de esos manipuladores cuyo máximo placer reside en controlarlo todo dejando a los demás en la inopia.
El póster del iceberg permaneció durante un tiempo pegado en la pared, pero acabé sustituyéndolo por uno de Jim Morrison y otro de Miles Davis. De este modo, la habitación me pareció más mía. Me compré un equipo de música sencillo con los ahorros del trabajo de media jornada. Y así, por la noche, pude escuchar música mientras me tomaba una copa. De vez en cuando me acordaba de Tropa-de-Asalto, pero vivir solo no estaba nada mal.
La clase de Historia del Teatro II del lunes, sobre Eurípides, terminó a las once y media. Después de clase me dirigí a pie a un pequeño restaurante que había a unos diez minutos de la universidad y pedí una tortilla y una ensalada. El restaurante estaba apartado de las calles transitadas y era un poco más caro que el comedor de estudiantes, pero se trataba de un lugar tranquilo donde podía relajarme y, de paso, comer una buena tortilla. Lo llevaban un matrimonio poco hablador y una chica que trabajaba a media jornada. Yo estaba comiendo sentado junto a la ventana cuando entraron cuatro estudiantes: dos chicos y dos chicas vestidos de punta en blanco. Se sentaron a una mesa cerca de la puerta, examinaron la carta, discutieron varias opciones, uno de ellos resumió el pedido y se lo comunicó a la camarera de media jornada.
En cierto momento, me di cuenta de que una de las chicas me miraba con disimulo. Llevaba el pelo muy corto, unas gafas de sol oscuras y un ceñido vestido blanco de algodón. Su cara no me sonaba, así que seguí comiendo sin darle importancia, pero ella se levantó y se acercó a mí. Apoyó una mano en el extremo de la mesa y dijo mi nombre.
—¿Eres Watanabe?
Levanté la cabeza y me quedé mirándola. No recordaba haberla visto jamás.
Era una chica muy llamativa y, de habérmela encontrado en alguna parte, la hubiera reconocido de inmediato. Por otra parte, no podía haber mucha gente en la universidad que supiera cómo me llamaba.
—¿Puedo sentarme un momento? ¿O esperas a alguien?
Todavía sin terminar de entender, le dije que no con la cabeza.
—No, a nadie. Siéntate.
Arrastró una silla, se sentó frente a mí, me clavó los ojos a través de las gafas de sol y después echó un vistazo a mi plato.
—Tiene buena pinta.
—Es una tortilla de champiñones con ensalada de guisantes.
—¡Oh! —dijo ella—. La próxima vez comeré eso. Hoy ya he pedido otra cosa.
—¿Qué has pedido?
—Macarrones gratinados.
—Los macarrones tampoco están mal —comenté—. Por cierto, ¿de qué nos conocemos? No logro acordarme.
—Eurípides —dijo ella de manera lacónica—. Electra. « Los dioses no prestan oído a tu infortunio…» . Ya sabes, la clase de hace un rato.
La miré de arriba abajo. Ella se quitó las gafas de sol. Entonces la reconocí.
Era una estudiante de primero que había visto varias veces en Historia del Teatro II. El cambio de peinado era tan radical que al principio no la reconocí.
—¡Vaya! Antes de las vacaciones llevabas el pelo hasta aquí. —Señalé unos diez centímetros por debajo de los hombros.
—En verano me hice la permanente. ¡Fue horroroso! ¡Me sentaba fatal!
Pensé en suicidarme. ¡Era horrible! Parecía un ahogado con un montón de algas enrolladas alrededor de la cabeza. Total, ya que pensaba morirme, en mi desesperación decidí raparme. Así estoy más fresca. —Se pasó la mano por su nuevo corte de pelo y después me sonrió.
—Te favorece —le dije mientras comía el resto de la tortilla—. A ver, mira hacia ese lado.
Ella se puso de perfil y permaneció inmóvil unos cinco segundos.
—Sí. Te sienta muy bien. Tienes la forma de la cabeza bonita. Y las orejas también.
—A mí también me lo parece, la verdad. Me dije: « ¡Venga, rápate! No te sentará tan mal» . Pero a los chicos no les gusta. Dicen que parezco un alumno de primaria, que es como si me hubiesen metido en un campo de concentración… y esas estupideces. ¿Por qué a los hombres os gustan tanto las mujeres con melena?
¡Sois unos fascistas! ¿Por qué pensáis que las chicas con el pelo largo son elegantes, dulces y femeninas? Yo conozco a unas doscientas cincuenta mujeres con el pelo largo que son de lo más vulgar.
—A mí me gustas más así —le dije.
No mentía. Por lo que recordaba, con el pelo largo era una chica muy normalita. En cambio, la que estaba sentada frente a mí destilaba vida y frescura por cada uno de sus poros, como si fuera un animalito que acabara de irrumpir en el mundo para recibir la primavera. Sus pupilas se movían como si tuvieran vida propia, riendo, enfadándose, asombrándose, conformándose. Hacía mucho tiempo que no veía un rostro tan expresivo, y me quedé unos instantes mirándola impresionado.
—¿De veras? —preguntó.
Asentí mientras comía la ensalada. Ella volvió a ponerse las gafas oscuras y me miró a través de ellas.
—¿Me estás mintiendo?
—Intento ser siempre lo más sincero posible —afirmé.
—¡Vaya!
—¿Por qué llevas gafas oscuras?
—Al verme de repente con el pelo tan corto, me sentí indefensa. Como si me hubieran arrojado desnuda entre la multitud. No logro sentirme cómoda. Por eso me pongo las gafas de sol.
—Entiendo. —Terminé la tortilla. Ella miraba con profundo interés cómo comía—. ¿No tendrías que volver con ellos? —Señalé a sus tres acompañantes.
—¡Qué más da! Ya iré cuando traigan la comida. No importa. Pero quizá te estorbo mientras comes.
—Para nada. Si ya he terminado… Como no hizo ademán de volver a su mesa, pedí una taza de café de postre.
La dueña me retiró el plato y, en su lugar, me trajo el azúcar y la leche.
—¿Por qué no has respondido hoy cuando han pasado lista? Te llamas Watanabe, ¿no? Tôru Watanabe.
—Sí.
—¿Y por qué no has respondido?
—Hoy no me apetecía responder.
Ella volvió a quitarse las gafas, las dejó sobre la mesa y me clavó la mirada con ojos de estar observando a un animal enjaulado.
—« Hoy no me apetecía responder» —repitió—. ¡Vaya! Pero si hablas como Humphrey Bogart… Impasible, duro… —¡Qué dices! Yo soy un chico de lo más normal. De los que te encuentras por todas partes.
La dueña dejó la taza de café sobre la mesa. Tomé un sorbo sin leche ni azúcar.
—¡Lo ves! No te pones leche ni azúcar.
—No me gustan las cosas dulces —le expliqué cargándome de paciencia—.
¿Me estás confundiendo con alguien?
—¿Por qué estás tan bronceado?
—Porque me he pasado dos semanas andando de aquí para allá. Con la mochila y el saco de dormir a la espalda. Por eso estoy tan bronceado.
—¿Y adónde has ido?
—He recorrido la región que va de Kanazawa a la península de Nôtô. He llegado hasta Niigata.
—¿Solo?
—Sí —dije—. A trechos, me ha acompañado gente que he conocido por el camino.
—¿Y has tenido muchos romances? Conoces inesperadamente a una chica y… —¿Romances? —exclamé sorprendido—. Decididamente, no das una. A ver, un tío que da vueltas por ahí con un saco de dormir a la espalda, sin afeitar… ¿Dónde y cómo vive un romance?
—¿Y siempre viajas solo?
—Sí.
—¿Te gusta la soledad? —Apoyó la mejilla sobre la palma de su mano—. ¿Te gusta viajar solo, comer solo, sentarte en las clases solo, apartado de la gente?
—A nadie le gusta la soledad. Pero no me interesa hacer amigos a cualquier precio. No estoy dispuesto a desilusionarme —aclaré.
Con una patilla de las gafas metida en la boca, la chica murmuró:
—A nadie le gusta la soledad. Pero detesto que me decepcionen. Si te decides a escribir tu autobiografía, puedes incluir estas líneas.
—Gracias.
—¿Te gusta el color verde?
—¿Por qué?
—Porque llevas un polo verde. Por eso te lo pregunto.
—No especialmente. Me pongo cualquier cosa.
—« No especialmente. Me pongo cualquier cosa» —repitió—. Me encanta cómo hablas. Como si estuvieras estucando la pared. Limpio. Fino. ¿Te lo habían dicho alguna vez?
Le respondí que no.—Me llamo Midori[7]. Pero el color verde me sienta fatal. Es extraño. ¿No te parece terrible? Es como una maldición. Mi hermana mayor se llama Momoko[8].
—¿Y le favorece el color rosa?
—Muchísimo. Parece que ha nacido para ir vestida con prendas de color rosa. Es una gran injusticia.
Le llevaron el almuerzo a la mesa y un chico con una chaqueta de colorines la llamó:
—¡Eh, Midori! ¡La comida!
Ella se volvió y levantó una mano como diciendo: « ¡Ya voy!» .
—Watanabe, ¿tomas apuntes en clase? ¿En la de Historia del Teatro II?
—Sí, tomo apuntes —dije.
—Siento pedírtelos, pero ¿te importaría dejármelos? He faltado dos veces. Y de esa clase no conozco a nadie.
—Claro —dije. Saqué mi cuaderno de la cartera, comprobé que no había escrito nada de más y se lo entregué a Midori.
—Gracias. ¿Vendrás a clase pasado mañana?
—Sí.
—¿Quieres quedar aquí a las doce? Así te devuelvo el cuaderno y te invito a comer. Supongo que no tendrás una indigestión si no comes solo.
—¡No seas tonta! Pero no hace falta que me lo agradezcas. Total, sólo te presto los apuntes… —No es ninguna molestia. A mí me gusta agradecer las cosas. No hay problema, ¿verdad? ¿No te olvidarás? Aunque no lo apuntes en la agenda… —No me olvidaré. Nos encontraremos aquí, pasado mañana, a las doce.
Volvió a llegar una voz desde su mesa:
—¡Eh, Midori! ¡Se te está enfriando la comida!
—Watanabe, ¿hace tiempo que hablas de este modo? —me preguntó Midori ignorando la voz.
—Creo que sí. Aunque nunca había tenido conciencia de ello —respondí. En realidad, aquélla era la primera vez que me decían que hablaba de una manera extraña.
Ella estuvo rumiando algo durante unos instantes, hasta que al final se levantó esbozando una sonrisa y regresó a su mesa. Cuando pasé por su lado, se volvió hacia mí y levantó la mano. Los otros tres se limitaron a dirigirme una breve mirada.
El miércoles, a las doce, Midori no apareció por el restaurante. Yo pensaba esperarla tomando una cerveza, pero el local empezó a llenarse y no tuve más remedio que encargar la comida y almorzar solo. Terminé a las 12:35. Midori aún no había hecho acto de presencia. Pagué la cuenta y me senté en la escalera de piedra de un pequeño templo que había al otro lado de la calle, donde esperé hasta la una mientras, de paso, se me despejaba la cabeza del alcohol. Fue inútil.
Volví, resignado, a la universidad y estuve leyendo un libro en la biblioteca. A las dos fui a clase de alemán.
Después de la clase, me dirigí a la asociación de alumnos, consulté la lista de alumnos matriculados y busqué su nombre en la clase de Historia del Teatro II.
Sólo había una Midori: una tal Midori Kobayashi. A continuación, al hojear las fichas de los alumnos, encontré la de Midori Kobayashi entre las de los alumnos ingresados en la universidad en el año 1969. Anoté su dirección y número de teléfono. Vivía en una casa del distrito de Toshima. Entré en una cabina telefónica y marqué su número.
—Librería Kobayashi, dígame —dijo una voz masculina.
« ¿Librería Kobayashi?» , pensé.
—Perdone, ¿está Midori, por favor? —pregunté.
—Midori ahora no está —respondió mi interlocutor.
—¿Ha ido a la universidad?
—No lo sé. Querrás decir al hospital. ¿Quién llama?
Sin decirle mi nombre, le di las gracias y colgué. ¿Al hospital? ¿Se había hecho daño? ¿Estaba enferma? Sin embargo, en la voz del hombre no se apreciaba la menor tensión ante una urgencia de este tipo. Había dicho:
« Querrás decir al hospital» . Como si el hospital formara parte de su vida cotidiana. Como quien dice: « Ha ido a la pescadería» . Estuve un rato dándole vueltas a la frase, pero acabé hartándome y volví a la residencia, me eché sobre la cama y acabé de leer Lord Jim, de Joseph Conrad, que me había prestado Nagasawa. Luego fui a su habitación a devolvérselo.
Nagasawa se disponía a ir a cenar, así que lo acompañé al comedor y comí con él.
Le pregunté cómo le habían ido los exámenes del Ministerio de Asuntos Exteriores. En agosto había tenido lugar la segunda convocatoria de exámenes del nivel superior.
—Lo normal —respondió como si nada—. Tú vas, haces lo mismo de siempre y apruebas. Debates, entrevistas… Es como ligarse a una chica. No hay ninguna diferencia.
—O sea, que han sido fáciles —dije—. ¿Cuándo te darán los resultados?
—A principios de octubre. Si apruebo te invitaré a una buena comida.
—¿Y cómo son esos exámenes? ¿Sólo se presentan personas como tú?
—¡No jodas! La mayoría son unos cretinos. Imbéciles o chalados. De la gente que aspira a burócrata, el noventa y cinco por ciento es basura. No te miento. Tíos que apenas saben leer.
—¿Entonces por qué quieres entrar en el Ministerio de Asuntos Exteriores?
—Por varias razones —comentó Nagasawa—. Por una parte, me apetece trabajar en el extranjero. Sobre todo porque allí podré medir mis fuerzas en el ámbito más amplio posible, es decir, en el Estado. Quiero ver hasta dónde puedo llegar, cuánto poder puedo detentar dentro de ese estúpido y enorme sistema burocrático.
—Suena como si fuese un juego.
—Exacto. No ambiciono el poder o el dinero. Tal vez sea un egoísta, pero es increíble lo poco que me interesan. En eso parezco un santo. Es más que nada curiosidad. Quiero medir mis fuerzas en el mundo cruel.
—Supongo que no tienes ideales… —Claro que no. La vida no los necesita. Lo que hace falta son pautas de conducta, no ideales.
—Pero también hay otras formas de vida, ¿no crees? —le pregunté.
—¿No te gustaría tener una vida como la mía?
—Dejémoslo correr. Ni me gusta ni me disgusta. No puedo entrar en la Universidad de Tokio, ni puedo acostarme con quien quiera cuando quiera.
Tampoco tengo el don de la palabra. La gente no me trata con respeto. No tengo novia, ni perspectivas de futuro cuando me haya licenciado en literatura por una universidad privada de segunda categoría. ¿Qué puedo decir?
—¿Envidias mi vida?
—No, no la quiero para mí —añadí—. Estoy demasiado acostumbrado a ser yo. Y, a decir verdad, no siento el menor interés por la Universidad de Tokio o por el Ministerio de Asuntos Exteriores. Pero sí te envidio por tener una novia tan maravillosa como Hatsumi.
Nagasawa comió en silencio durante un rato.
—Watanabe —dijo una vez terminó de cenar—, tengo la sensación de que, dentro de diez o veinte años, volveremos a encontrarnos. Intuyo que estaremos conectados de una u otra manera.
—Pareces salido de una novela de Dickens. —Me reí.
—Lo que tú digas. —Soltó una carcajada—. Pero suelo acertar en mis predicciones.
Después de la cena fuimos a un bar que había por allí cerca a tomar unas copas. Estuvimos bebiendo hasta pasadas las nueve.
—Nagasawa, ¿cuáles son tus principios? —pregunté.
—Te vas a reír —dijo.
—No me reiré.
—Ser un caballero.
No me reí, pero estuve a punto de caerme de la silla.
—¿Lo que se entiende por un caballero?
—Sí, un caballero de ésos.
—¿Y qué quiere decir ser un caballero? Dame una definición, por favor.
—Un caballero es quien hace, no lo que quiere, sino lo que debe hacer.
—Te aseguro que eres el tío más raro que jamás he conocido —le solté.
—Y tú eres la persona más honesta que jamás he conocido —dijo a su vez. Y pagó las consumiciones de ambos.
El lunes siguiente, Midori Kobayashi siguió sin aparecer por la clase de Historia del Teatro II. Tras comprobar de una ojeada que no estaba en el aula, me senté como siempre en la primera fila y, mientras el profesor llegaba, empecé a escribirle una carta a Naoko. Le hablé de mi viaje durante las vacaciones de verano. Le hablé de los caminos que había recorrido, de los pueblos por dónde había pasado, de la gente que había conocido.
« Por la noche siempre pensaba en ti. Al dejar de verte, he comprendido cuánto te necesito. La universidad es insoportablemente aburrida, pero asisto a todas las clases y estudiar es una disciplina. Desde que tú no estás, todo me parece insignificante, absurdo. Quiero verte alguna vez y hablar contigo. Si fuera posible, me gustaría ir a visitarte al sanatorio y pasar unas horas contigo. Si fuera posible, me gustaría andar a tu lado como antes. Quizá te moleste, pero respóndeme, por favor, aunque sólo sean unas líneas» .
Cuando terminé de escribir la carta, doblé con cuidado las cuatro hojas de papel, las metí en el sobre que tenía preparado y escribí en él la dirección de la casa paterna de Naoko.
Poco después llegó el profesor, un hombre de baja estatura y expresión melancólica. Pasó lista y se enjugó el sudor de la frente con un pañuelo. El profesor era cojo y se apoyaba en un bastón metálico al andar. Aunque no podía calificarse de divertida, Historia del Teatro II era una asignatura interesante a la que valía la pena asistir. Tras el comentario « Sigue haciendo calor, ¿no creen?» , el profesor empezó a hablar de la función del deus ex machina en el teatro de Eurípides. Nos explicó la diferencia entre los dioses en las obras de Eurípides y en las de Esquilo y Sófocles. Al cabo de unos diez minutos se abrió la puerta y entró Midori. Vestía una camisa deportiva azul marino y unos pantalones de algodón color crema, y llevaba gafas oscuras como la vez anterior. Se sentó a mi lado después de dirigir una sonrisa al profesor como diciendo: « Siento llegar tarde» . Y sacó un cuaderno de su bolso, que me entregó. En él había escrita una nota: « Perdón por lo del miércoles. ¿Estás enfadado?» . A media clase, cuando el profesor estaba dibujando en la pizarra el escenario del teatro griego, volvió a abrirse la puerta y entraron dos estudiantes con casco. Parecían una pareja de Manzai[9]. Uno era alto y pálido de tez; el otro, bajito, con la cara redondeada y la piel morena, y llevaba una barba que no le sentaba bien. El alto llevaba octavillas en los brazos. El bajo se dirigió al profesor, le pidió su consentimiento para dedicar la segunda mitad de la clase al debate político. Dijo que el mundo actual estaba lleno de problemas mucho más graves que la tragedia griega. No fue una petición sino un anuncio. « Yo no creo que el mundo actual esté lleno de problemas mucho más graves que la tragedia griega, pero nada de lo que diga servirá para convenceros, así que haced lo que queráis» , claudicó el profesor. Y, agarrándose al borde de la mesa, apoyó los pies en el suelo, tomó el bastón y salió del aula cojeando.
Mientras el chico alto repartía los panfletos, el de la cara redonda se subió a la tarima y nos soltó un discurso. Las octavillas estaban escritas con el estilo simplista característico: « ¡Hundamos las elecciones fraudulentas al rectorado!
¡Unamos nuestras fuerzas en una nueva huelga general en la universidad!
¡Demos un golpe decisivo a la conjunción poder industrial + poder académico = imperialismo japonés!» . La teoría era magnífica, nada podía reprochársele al contenido, pero el texto carecía de poder de convicción. No inspiraba confianza ni movía los corazones. Otro tanto sucedía con el discurso del chico de la cara redonda. La misma canción de siempre. La melodía era idéntica, sólo diferían algunas comas. « El auténtico enemigo de estos tíos no es el poder estatal, es la falta de imaginación» , pensé.
—¡Vámonos! —me susurró Midori.
Asentí y nos levantamos. Al salir del aula, el chico de la cara redonda me abordó, pero no entendí sus palabras. Midori le dirigió un « ¡Hasta luego!» , y le dijo adiós con la mano.
—¿Crees que tú y yo somos unos contrarrevolucionarios? —me preguntó Midori una vez fuera del aula—. Si triunfa la revolución, nos colgarán de un poste de la electricidad, el uno al lado del otro.
—Antes de que me cuelguen, me gustaría comer —comenté.
—¡Es verdad! Me apetece llevarte a un sitio, pero está lejos. ¿Tienes tiempo?
—Tengo tiempo hasta la clase de las dos.
Subimos al autobús y fuimos hasta Yotsuya. El lugar adónde Midori quería llevarme era una tienda de bentô[10] que estaba detrás de la estación de Yotsuya.
Cuando nos sentamos a la mesa, nos trajeron una caja cuadrada, lacada en rojo, con el almuerzo del día y un bol con la sopa. Había valido la pena ir en autobús hasta allí.
—¡Qué bueno! —exclamé.
—Sí. Y además está bien de precio. Vengo a comer aquí de vez en cuando desde que iba al instituto. Mi escuela estaba muy cerca de aquí. Había unas normas muy estrictas y nosotras veníamos a comer a escondidas. Era la clásica escuela donde te expulsan temporalmente sólo por escaparte a comer fuera.
Al quitarse las gafas de sol, me pareció que Midori tenía los ojos más somnolientos que la vez anterior. Jugueteaba con un brazalete de plata que llevabaen la muñeca izquierda o se rascaba el rabillo del ojo con la yema del dedo meñique.
—¿Tienes sueño? —le pregunté.
—Un poco. No duermo bien —dijo—. Entre una cosa y otra, no tengo tiempo. Pero no pasa nada. No te preocupes. ¡Ah! Y perdona por lo del otro día.
Me surgió uno de esos compromisos ineludibles. Fue por la mañana, de repente, y no pude arreglarlo. Pensé en llamarte al restaurante, pero no recordaba el nombre. Tampoco sabía tu número de teléfono. ¿Me esperaste mucho rato?
—No importa. A mí me sobra tiempo.
—¿Tanto tiempo tienes?
—Tengo tanto tiempo que hasta puedo darte un poco para que duermas.
Midori me sonrió con una mejilla apoyada en la palma de la mano y me miró a los ojos.
—¡Qué amable eres!
—No soy amable; tengo mucho tiempo libre —expliqué—. Por cierto, el otro día, cuando te llamé a casa, me dijeron que habías ido al hospital. ¿Te pasaba algo?
—¿A casa? —Arqueó las cejas—. ¿Y cómo averiguaste mi número de teléfono?
—Lo busqué en la asociación de alumnos. Cualquiera puede hacerlo.
Ella asintió con dos o tres movimientos de cabeza como diciendo « ¡Claro!» , y volvió a juguetear con el brazalete.
—No se me había ocurrido. Yo también hubiera podido averiguar tu número de esta manera. Del hospital ya te hablaré otro día. Ahora no me apetece.
Perdona.
—No importa. Me parece que he preguntado demasiado.
—¡No, qué va! Pero estoy cansada. Como un mono mojado bajo la lluvia… —¿No deberías volver a casa y dormir un poco? —dije.
—Ahora no tengo sueño. Paseemos.
Me llevó hasta su antigua escuela, que se hallaba muy cerca de la estación de Yotsuya.
Al pasar por delante de la estación, me acordé de Naoko y de nuestros interminables paseos. Todo empezó en aquel lugar. Pensé: « ¡Qué diferente sería ahora mi vida si no me hubiese encontrado con Naoko aquel domingo de mayo en el tren de la línea Chûô!» . Pero me corregí de inmediato diciéndome que, aunque no hubiera sido así, el resultado hubiera sido el mismo. Quizás aquel día nos encontramos porque así tenía que ser y, aunque no nos hubiésemos encontrado entonces, hubiese ocurrido en otra ocasión. No tenía ninguna razón para creerlo, pero me daba esa impresión.
Midori Kobayashi y yo nos sentamos en un banco del parque y contemplamos la escuela donde ella había estudiado. La hiedra se encaramaba por los muros y, en los balcones, unas palomas recobraban fuerzas antes de alzar el vuelo. Era un edificio vetusto. En el jardín había un roble muy alto y, junto a él, ascendía una columna de humo blanco. La luz del verano lo oscurecía y empañaba.
—Watanabe, ¿sabes qué es este humo? —me preguntó Midori.
Le respondí que no.
—Compresas quemadas.
—¿Ah, sí? —repuse. No se me ocurrió otra cosa que decir.
—Compresas, tampones —dijo Midori sonriendo—. Todo eso se tira al cubo de la basura de los lavabos. Piensa que ésta es una escuela de niñas. El viejo conserje lo recoge de los cubos y lo quema en el incinerador. De ahí el humo.
—Da una sensación de amenaza… —comenté.
—Sí, eso es lo que yo pensaba cada vez que lo veía a través de las ventanas de la clase: « ¡Qué amenazador!» . Entre todos los cursos, en la escuela habrá unas mil niñas. Restando las que aún no menstrúan, quedarán unas novecientas.
De éstas, una de cada cinco tiene la regla a la vez, lo que representa unas ciento ochenta niñas. Es decir que, en un día, se tiran al cubo de la basura las compresas usadas por esas ciento ochenta niñas.
—No sé cuánto será exactamente… —Una cantidad considerable. Las compresas de ciento ochenta chicas. ¿Qué debe de sentirse al ir recogiendo y quemando todo eso?
—No tengo ni idea —dije.
¿Cómo iba a saberlo yo? Ambos permanecimos unos instantes contemplando el humo blanco.
—En realidad, a mí no me gustaba venir aquí. —Midori ladeó la cabeza—. Yo quería ingresar en una escuela pública. Ser una persona corriente que va a una escuela normal y vivir una adolescencia divertida y relajada. Pero a mis padres se les ocurrió meterme aquí. Por las apariencias. A veces ocurre. Cuando una niña es buena estudiante en primaria, los maestros dicen: « Con las notas que saca esta niña, deberían llevarla a ese colegio» . Y eso es lo que me pasó. Estudié seis años en esta escuela, pero jamás llegó a gustarme. Venía a clase con una única idea en la cabeza: ¡salir de aquí cuanto antes! Incluso recibí el premio de puntualidad y asistencia. ¡Pese a lo mucho que detestaba la escuela! ¿Y sabes por qué?
—No.
—Porque la odiaba a muerte. Por eso no falté un solo día. No quería que la escuela me venciese. Conque me hubiera derrotado una vez, hubiese sido el fin.
Tenía miedo de que, si me vencía una vez, empezaría a deslizarme pendiente abajo. He ido a la escuela a rastras, con treinta y nueve grados de temperatura, y al preguntarme el profesor: « Kobayashi, ¿te encuentras mal?» , mentía diciendo que estaba bien. Así me dieron el premio de puntualidad y asistencia, junto con un diccionario de francés. Por eso en la universidad elegí estudiar alemán.
Porque no quería deberle nada a este colegio. No es broma.
—¿Y por qué lo odiabas tanto?
—¿A ti te gustaba el tuyo?
—Yo fui a una escuela pública de lo más normal. Jamás me lo planteé.
—En este colegio se reúne la élite —dijo Midori—. Aquí se juntan casi mil niñas de buena familia. De buena familia y que, encima, sacan buenas notas.
Todas eran niñas ricas. Hay que serlo. La matrícula es cara, hay muchas contribuciones, en los viajes de estudios se alojan en hoteles de lujo de Kioto y toman manjares selectos en bandejas lacadas, y una vez al año dan, en el comedor del hotel Okura, clase de modales en la mesa. Vamos, que no es una escuela normal. ¿Sabes que, de las ciento sesenta alumnas del curso, yo era la única que vivía en Toshima? Una vez miré la lista de alumnas matriculadas. Me preguntaba dónde vivían. ¡Increíble! En Chiyoda-ku Sanban-chô, Minato-ku Moto-Azabu, Ôta-ku Denenchôfu, Setagaya-ku Seijô[11]… Todas en sitios así.
Sólo había una que vivía en Chiba-ken[12]. Intenté hacerme amiga suya. Era una buena chica. Me dijo: « ¿Quieres venir a mi casa?» . « Está lejos. Me sabe mal» , respondí, pero no me importaba y fui. ¡Me quedé atónita! ¡Qué casa! Tardabas quince minutos en dar la vuelta al recinto. Un jardín increíble con dos perros enormes comiendo pedazos de carne de ternera. Con todo, aquella niña se sentía acomplejada por vivir en Chiba. Era una niña a la que, cuando se le hacía tarde, la llevaban a la escuela en Mercedes. Con chófer. Un chófer con gorra y guantes blancos, como salido de Green Hornet[13]. Sin embargo, esta niña se avergonzaba de sí misma. ¿Puedes creerlo?
Sacudí la cabeza.
—Miré las listas de toda la escuela, pero yo era la única que vivía en Toshima-ku Kita-Ôtsuka. Por si fuera poco, en la columna donde se especificaba la profesión de los padres, ponía: « Propietarios de una librería» . Gracias a eso, yo, a las de mi clase, les parecía un ejemplar de lo más exótico. « ¡Qué suerte tienes! ¡Puedes leer todos los libros que quieras!» . Todas pensaban en una librería enorme como Kinokuniya. Ésa era la única imagen que les venía a la cabeza al oír la palabra « librería» . Pero la librería Kobayashi es patética.
¡Pobre! La puerta se abre con un sonido de campanillas y, ante tus ojos, se extiende un gran despliegue de revistas. Las de venta segura son las revistas femeninas, esas que tienen un suplemento sobre nuevas técnicas sexuales con ilustraciones de cuarenta y ocho posturas. Las amas de casa del vecindario las compran, devoran sus páginas sentadas a la mesa de la cocina mientras esperan que lleguen sus maridos para ponerlas en práctica. ¡Hay cada cosa! No sé en qué deben de estar pensando en la vida estas mujeres. Las revistas manga también se venden bien: Magazine, Sunday, Jump… Y, por supuesto, las revistas del corazón.
En fin, casi todo son revistas. También tenemos algún libro de bolsillo, pero ninguno que valga la pena. Novelas de misterio, libros viejos, novelitas: eso es lo único que la gente compra. Y manuales. Cómo jugar al go, cómo cuidar un bonsai, discursos de boda. Todo lo que debes saber sobre la vida sexual, cómo dejar de fumar, etcétera. ¡Ah! Además vendemos artículos de papelería. Al lado de la caja registradora hay apilados cuadernos, bolígrafos y lápices. Nada más que eso. No encontrarás Guerra y paz, ni Sei-teki Ningen[14] ni tampoco El guardián entre el centeno. Así es la librería Kobayashi. ¿Qué podían envidiar de ella? ¿A ti te da envidia?
—La estoy viendo.
—Los vecinos vienen a comprar desde siempre. Hacemos repartos a domicilio. Toda la vida hemos tenido muchos clientes y la librería nos ha dado de comer a los cuatro. No tenemos deudas. Las dos hijas hemos podido ir a la universidad. Pero no da para más. En casa no hay dinero para caprichos. Por eso jamás debieron llevarme a esa escuela. Eso únicamente nos hizo desgraciados.
Cada vez que había un gasto extra, mis padres rezongaban; cuando salía con mis amigas del colegio e íbamos a tomar algo a un sitio caro, yo temía que no me alcanzase el dinero. Una manera miserable de vivir. ¿Tu familia es rica?
—No. Somos una familia trabajadora, ni rica ni pobre. Supongo que mis padres hacen un esfuerzo por enviar a su hijo a una universidad privada de Tokio, pero, como sólo me tienen a mí, no es tan grave. No me mandan mucho dinero, así que trabajo a media jornada. Somos una familia de lo más normal. Tenemos un pequeño jardín, un Toyota Corolla… —¿Y de qué trabajas?
—Trabajo tres noches por semana en una tienda de discos de Shinjuku. Es un trabajo sencillo. Tengo que vigilar la tienda.
—¡Vaya! —dijo Midori—. Yo pensaba que nunca habías tenido problemas de dinero. No sé por qué. Por la pinta, supongo.
—De hecho, nunca he pasado estrecheces. Pero no me sobra el dinero. Como a la mayoría de la gente.
—En mi escuela la mayoría de la gente era rica. —Posó las manos sobre su regazo con las palmas vueltas hacia arriba—. Ése era el problema.
—A partir de ahora te hartarás de ver mundos distintos.
—¿Cuál crees que es la mayor ventaja de ser rico?
—No lo sé.
—Poder decir que no tienes dinero. Por ejemplo, yo iba y le proponía hacer algo a una compañera de clase. Entonces ella me decía: « No puedo. No tengo dinero» . Yo, en cambio, hubiera sido incapaz de decir lo mismo. Si yo decía « No tengo dinero» , era porque no lo tenía. ¡Patético! Igual que una chica guapa puede decir: « Hoy me veo tan horrorosa que no me apetece salir» . Eso mismo, en boca de una chica fea, da risa. Éste fue mi mundo durante seis años, hasta el año pasado.
—Ya lo olvidarás —dije.
—Quiero olvidarlo pronto. Cuando entré en la universidad, me quité un peso de encima. Ver a gente normal por todas partes.
Durante un momento curvó los labios en una sonrisa y se acarició el pelo con la palma de la mano.
—¿Trabajas? —le pregunté.
—Sí. Escribo las leyendas de los mapas. Cuando compras un mapa, te dan un folleto con información sobre las ciudades, la población, los lugares… Qué rutas turísticas hay, qué leyendas, qué pájaros, qué flores. Pues yo escribo los textos.
Es muy sencillo. Los hago en un santiamén. Voy a la biblioteca de Hibiya, consulto varios libros y en un día escribo un folleto. Y si descubres el truco, te dan tanto trabajo como quieras.
—¿Qué truco?
—Escribir lo que otra persona no pondría. Así el encargado de la empresa que edita los mapas piensa: « ¡Esta chica escribe muy bien!» . Los tengo impresionados. Y me dan mucho trabajo. No hace falta que escriba nada del otro mundo. Basta con redactar algo decente. Por ejemplo: « Al construir una presa, una aldea quedó sumergida bajo las aguas, pero las aves migratorias aún la recuerdan y, al llegar la estación, podrán ver los pájaros sobrevolando el embalse» . Les encanta este tipo de anécdotas. Son visuales, emotivas. A los chicos que trabajan a tiempo parcial no se les ocurren estas cosas. Gano bastante dinero con los textos.
—Sí, pero tienes que buscar todas esas anécdotas y no debe de ser fácil.
—Tienes razón —dijo Midori ladeando la cabeza—. Pero si las buscas, las encuentras. Y, si no las encuentras, siempre puedes inventarte algo. Algo inofensivo, claro.
—Ya veo. —Estaba admirado.
—¡Así es!
Midori quería que le explicara cosas de mi residencia, así que le conté las consabidas historias del izamiento de la bandera y de la gimnasia radiofónica de Tropa-de-Asalto. También ella se rió a carcajadas al oír las anécdotas de Tropa-de-Asalto. Al parecer, mi antiguo compañero ponía de buen humor a cualquier persona. Midori comentó que la residencia debía de ser muy cómica y que quería verla. Le dije que ahí no había nada interesante.
—Sólo cientos de estudiantes metidos en habitaciones sucias bebiendo y masturbándose.
—¿Tú también te incluyes?
—No hay ningún hombre que no lo haga —comenté—. Al igual que las chicas tienen la regla, los hombres se masturban. Todos. Cualquiera.
—¿También los que tienen novia? Es decir, los que tienen pareja con quien acostarse.
—No tiene nada que ver. El chico de Keiô de la habitación de al lado se masturba antes de acudir a una cita. Dice que así se relaja.
—No sé mucho al respecto. He estudiado siempre en una escuela de niñas.
—Eso no lo explican en los suplementos de las revistas femeninas, ¿verdad?
—¡Claro que no! —Midori se rió—. Por cierto, Watanabe, ¿tienes algo que hacer este domingo? ¿Estás libre?
—Lo estoy todos los domingos. Pero a las seis de la tarde tengo que ir a trabajar.
—¿Por qué no vienes a mi casa? A la librería Kobayashi. Aunque la tienda está cerrada, hago guardia hasta el anochecer. Espero una llamada importante.
¿Te apetece comer en mi casa? Cocinaré para ti.
—Sí. Gracias.
Midori rasgó una hoja del cuaderno y me dibujó un detallado mapa. Luego sacó un bolígrafo rojo y trazó una enorme « X» en el lugar donde se hallaba su casa.
—La encontrarás aunque no quieras. Hay un gran letrero que dice « Librería Kobayashi» . ¿Podrás venir a las doce? Tendré la comida preparada.
Le di las gracias y me metí el mapa en el bolsillo. Le dije que debía volver a la universidad porque a las dos tenía clase de alemán. Midori tenía que ir a un sitio y tomó el tren en Yotsuya.
El domingo me levanté a las nueve de la mañana, me afeité, hice la colada y tendí la ropa en la azotea. Hacía un día espléndido. Se percibían los primeros efluvios del otoño. Un enjambre de libélulas rojas revoloteaba en el patio y los niños del barrio las perseguían con un cazamariposas en la mano. No hacía ni pizca de viento y la bandera colgaba, lacia, del asta. Me puse una camisa bien planchada, salí del dormitorio y me dirigí a pie a la estación del tranvía. El domingo por la mañana no se veía un alma por aquel barrio de estudiantes, desierto y con la mayoría de tiendas cerradas. Los ruidos de la ciudad resonaban con una claridad inusitada. Una chica que calzaba unos zuecos cruzó la calle con un repiqueteo de madera sobre el asfalto; junto a la cochera del tranvía unos cuatro o cinco niños tiraban piedras a unas latas vacías alineadas. Había una floristería abierta donde compré unos narcisos. Era un poco extraño comprar narcisos en otoño, pero a mí siempre me han gustado los narcisos.
Aquel domingo por la mañana sólo había tres ancianas en el tranvía. Cuando subí, las tres me miraron de arriba abajo y luego miraron las flores que llevaba en la mano. Una de las ancianas me sonrió. Le devolví la sonrisa. Me senté en el último asiento, contemplé los viejos edificios que iban sucediéndose, uno tras otro, a ras de la ventanilla. El tranvía casi rozaba los edificios al pasar. En el tendedero de una casa vi diez macetas de tomates y, a su lado, un gato negro y grande dormitando al sol. Más allá, un niño hacía pompas de jabón. Se oía una canción de Ayumi Ishida. Incluso podía olerse el curry. El tranvía se abría paso entre la intimidad de las callejuelas. A lo largo del trayecto, subieron algunos pasajeros, pero las tres ancianas continuaron absortas en su conversación, incansables, con las cabezas muy juntas.
Me apeé cerca de la estación de Ôtsuka y, siguiendo el plano que Midori me había dibujado, caminé por una avenida poco concurrida. Los comercios situados a ambos lados no parecían muy prósperos y los interiores se adivinaban oscuros.
Los letreros estaban medio borrados. A juzgar por la antigüedad y el estilo de los edificios, aquella zona no había sido bombardeada durante la guerra. Y la hilera de casas había quedado tal como estaba. Por supuesto, algunas casas habían sido reconstruidas, otras, ampliadas o restauradas, pero ésas eran precisamente las que más ruinosas se veían. La atmósfera del barrio hacía suponer que la mayoría de la gente, harta de la contaminación, del ruido y de los alquileres altos, se había mudado a los suburbios, y que sólo quedaban los apartamentos baratos, las viviendas cedidas por la compañía, las tiendas de difícil traslado y algunas personas tercas que se aferraban al lugar donde habían vivido siempre. El humo de los tubos de escape de los coches lo cubría todo de una pátina de suciedad, como si fuera una bruma. Cuando, tras andar unos diez minutos, giré en una gasolinera, encontré una pequeña calle comercial y, justo en el medio, vi un letrero que decía LIBRERÍA KOBAYASHI. Ciertamente, no era una tienda grande, pero tampoco tan pequeña como se desprendía del relato de Midori. Era la típica librería de barrio. Se parecía mucho a la librería a la que yo, de pequeño, corría a comprar mis tebeos el día en que salían a la venta. De pie frente a ella, sentí nostalgia. En cualquier barrio había una librería como aquélla.
La tienda tenía la puerta metálica bajada donde se leía el rótulo:
SEMANARIO BUNSHUN. TODOS LOS JUEVES A LA VENTA. Faltaban quince minutos para las doce. Dado que no me apetecía matar el tiempo andando por la calle con los narcisos en la mano, pulsé el timbre que estaba al lado de la puerta metálica, retrocedí dos o tres pasos y esperé. Quince segundos después, aún no me habían respondido. Estaba dudando si volver a llamar al timbre cuando, sobre mi cabeza, una ventana se abrió con estrépito. Alcé la mirada y vi que Midori se asomaba secándose las manos.
—¡Sube la puerta y entra! —me gritó.
—¡Llego pronto! ¿Te importa? —le grité en respuesta.
—En absoluto. Sube al primer piso. Ahora no puedo dejar lo que estoy haciendo. —Y cerró la ventana.
Levanté un metro la puerta haciendo un ruido espantoso, me escurrí hacia el interior y volví a bajarla. La tienda estaba oscura como boca de lobo. Tropecé con un paquete de revistas para devolver depositado en el suelo y a punto estuve de caer, pero, al final, logré cruzar la librería. Me quité los zapatos a tientas y subí. El interior de la casa estaba sumido en la penumbra. En la entrada había un sencillo recibidor con un tresillo. La estancia no era muy amplia y, por la ventana, entraba una luz mortecina que recordaba una película polaca antigua. A mano izquierda, vi una especie de almacén; también se vislumbraba la puerta del lavabo. Subí con infinitas precauciones una escalera empinada que quedaba a la derecha y llegué al primer piso. Éste era mucho más luminoso que la planta baja, lo que me hizo lanzar un suspiro de alivio.
—¡Eh! ¡Por aquí! —se oyó en algún lugar la voz de Midori.
En lo alto de las escaleras, a la derecha, estaba el comedor y, al fondo, la cocina. La casa, aunque vieja, parecía haber sido reformada recientemente y tanto el fregadero como los grifos y los armarios de la cocina eran nuevos y relucientes. Midori preparaba la comida. Se la oía remover algo en la cazuela y el olor a pescado asado inundaba la cocina.
—En la nevera hay cerveza. Siéntate ahí y tómate una —dijo Midori mirándome.
Saqué una lata de cerveza del frigorífico, me senté a la mesa y me la bebí.
Estaba tan fría que me pregunté si llevaría medio año dentro de la nevera. Sobre la mesa había un pequeño cenicero de color blanco, un periódico y una salsera con salsa de soja, papel de notas y un bolígrafo; en el papel había anotado un número de teléfono y unas cifras que parecían la cuenta de la compra.
—Termino en diez minutos. ¿Te importa esperarme ahí sentado?
—No —dije.
—Ve abriendo el apetito. Hay mucha comida.
Entre sorbo y sorbo de cerveza fría, observé a Midori, de espaldas, que cocinaba con esmero. Movía su cuerpo con agilidad y destreza mientras realizaba cuatro tareas a la vez. Viéndola, uno pensaba que estaba probando lo que se cocía en la cazuela, que picaba algo sobre la tabla de cortar o sacaba algo del frigorífico y lo servía en un plato, o que estaba lavando un cacharro que ya no necesitaba. De espaldas, recordaba a un percusionista indio. De esos que, mientras están haciendo sonar unas campanillas, aporrean una tabla y golpean unos huesos de búfalo de agua. Todos sus movimientos eran rápidos y precisos, el equilibrio perfecto. La contemplé con admiración.
—Si puedo ayudarte en algo, dímelo.
—Tranquilo. Estoy acostumbrada a hacerlo sola. —Midori me miró de soslayo y esbozó una sonrisa.
Vestía unos vaqueros ceñidos y una camiseta azul marino con una gran manzana, el logotipo de Apple Records, impresa detrás. De espaldas, Midori tenía unas caderas muy estrechas. De tan frágiles que parecían, hacían pensar que se había saltado una etapa del crecimiento, la de cuando se desarrollan las caderas.
Eso le daba un aspecto mucho más andrógino que la mayoría de las chicas cuando llevan vaqueros ceñidos. La luz clara que entraba por la ventana de encima del fregadero, ribeteaba vagamente su silueta.
—No tenías que haber preparado semejante banquete —le dije.
—No es ningún banquete. —Midori se volvió—. Ayer estuve ocupada y no pude comprar gran cosa. He tenido que apañarme con lo que había en la nevera.
Así que no te preocupes. Además, la hospitalidad es una tradición familiar. En mi casa nos gusta agasajar a la gente. Lo llevamos en la sangre. Es una especie de enfermedad. No somos especialmente amables, tampoco somos especialmente populares, pero cuando tenemos invitados nos desvivimos por ellos. Para bien o para mal, todos compartimos esta característica. Mi padre, a pesar de que no bebe alcohol, tiene la casa llena de botellas. ¿Y para qué crees que las compra?
Para obsequiar a los invitados. Bebe tanta cerveza como quieras. No hagas cumplidos.
—Gracias —dije.
De repente, recordé que había olvidado los narcisos en la planta baja. Al quitarme los zapatos los había dejado en el suelo y allí se habían quedado. Volví a bajar, recogí los narcisos blancos, que yacían en la penumbra, y volví a la cocina. Midori sacó de la alacena un vaso largo y estrecho y los metió dentro.
—Me encantan los narcisos —dijo—. Una vez, cuando estudiaba secundaria, canté Siete narcisos en la fiesta de la cultura de la escuela. ¿La conoces?
—Por supuesto.
—Hace tiempo estuve en un grupo de música folk. Tocaba la guitarra.
Sirvió la comida en los platos mientras cantaba Siete narcisos.
La comida rebasó con mucho mis expectativas. Caballa a la vinagreta, una gruesa tortilla japonesa, sawara[15] macerada, berenjena cocida, sopa de hierbas acuáticas, arroz con setas, rábano cortado fino curado en salmuera y abundantes semillas de sésamo esparcidas por encima. Y todo ello condimentado al estilo de la región de Kansai.
—¡Está buenísimo! —exclamé admirado.
—Watanabe, dime la verdad. ¿Te esperabas que cocinara tan bien? Lo digo por mi aspecto.
—Pues no —reconocí.
—Tú eres de Kansai, así que debe de gustarte esta comida.
—¿Lo has hecho con un sabor más ligero por mí?
—¡No, hombre, no! ¡Vaya trabajo! Yo siempre cocino así.
—¡Ah! Entonces tu padre o tu madre son de Kansai… —No, mi padre es de aquí, de toda la vida, y mi madre procede de Fukushima. No tengo familia en Kansai. Todos son de Tokio o del norte de Kantô.
—No lo entiendo. Entonces, ¿por qué cocinas al estilo de Kansai? ¿Te ha enseñado alguien?
—Es un poco largo de explicar —dijo mientras comía la tortilla—. Mi madre odiaba las tareas domésticas. Apenas cocinaba. Además, ya sabes que tenemos una tienda. Así que: « Hoy estoy ocupada, haré traer comida hecha» . O bien:
« Conque compremos unas croquetas en la carnicería…» . Y eso un día tras otro.
De niña, yo lo odiaba a muerte. No podía soportarlo. Ella hacía curry para tres días y siempre comíamos lo mismo. Un día, cuando estaba en tercero de secundaria, decidí que yo misma cocinaría, y lo haría bien. Fui a la librería Kinokuniya de Shinjuku, me compré el libro más grande y bonito que encontré y me lo aprendí de cabo a rabo: cómo elegir una tabla de cortar, cómo afilar un cuchillo, cómo abrir el pescado, cómo rallar bonito seco, todo. Y como el autor del libro era de Kansai, aprendí a cocinar al estilo de Kansai.
—¿Todo eso lo aprendiste de un libro? —Me sorprendí.
—Gastaba mis ahorros en comida. Así eduqué mi paladar. Tengo mucha intuición. Mi punto débil es el pensamiento lógico.
—Es increíble que hayas llegado a cocinar tan bien sin que nadie te haya enseñado.
—Fue muy duro, no creas. —Midori lanzó un suspiro—. Para empezar, mi familia no entendía de cocina ni le interesaba lo más mínimo. Cuando quería comprar un cuchillo o una cazuela, me decían: « Pero si nos basta con los que tenemos» . No es broma. Cuando les explicaba que con un cuchillo de hoja tan endeble no podía abrir el pescado, me venían con que no hacía falta que hiciera tal cosa. ¡En fin! Ahorraba del dinero que tenía para mis gastos e iba comprando cuchillos de cocina, cazuelas y coladores. Una chica de quince o dieciséis años que va ahorrando céntimo a céntimo para comprar asperones, cuchillos, sartenes para hacer tempura. Mientras, mis amigas, que tenían mucho dinero para sus gastos, se compraban vestidos preciosos y zapatos. ¿No te doy pena?
Asentí al tiempo que sorbía la sopa.
—En primero de bachillerato me encapriché de un cacharro para hacer tortillas. Esta especie de sartén larga y estrecha que estás viendo. Me la compré con el dinero que tenía reservado para un sujetador nuevo. Fue horrible. Tuve que pasarme tres meses con un solo sujetador. Por la noche lo lavaba y lo secaba como podía, y por la mañana me lo ponía y salía a la calle. Si no se secaba bien era una tragedia. No hay nada más triste en el mundo que ponerte un sujetador húmedo. ¡Al recordarlo se me saltan las lágrimas! ¡Y todo por una sartén para hacer tortillas!
—¡Vaya! —dije, riéndome.
—Por eso, cuando murió mi madre, me sabe mal decirlo por ella pero me sentí aliviada. Pude emplear a mi antojo el dinero para los gastos de la casa y comprar lo que quisiera. Así que ahora tengo una colección muy completa de utensilios de cocina. Mi padre no se imagina en qué gasto el dinero.
—¿Cuándo murió tu madre?
—Hace dos años —matizó concisa—. De cáncer. Un tumor cerebral. Estuvo ingresada un año y medio y sufrió tanto que enloqueció y tenía que estar todo el día drogada. A pesar de ello, no se moría. Al final, murió. Para ella, la muerte fue una especie de eutanasia. ¡Qué muerte más terrible! El enfermo sufre y sus allegados lo pasan fatal. Con la enfermedad de mamá, en casa nos quedamos sin dinero. Le ponían inyecciones a veinte yenes la unidad, una tras otra, teníamos que estar siempre con ella… Y yo también quedé muy mal parada. Puesto que la cuidaba, no podía estudiar y no entré en la universidad. Encima, para más inri… —Iba a añadir algo pero cambió de idea, dejó los palillos y suspiró—.
¡Qué conversación tan deprimente! ¿A qué ha venido hablar de cosas tan tristes?
—A raíz de lo del sujetador —dije.
—Fíjate en la tortilla. Y cómetela con plena conciencia de lo mucho que vale.
—Puso una expresión seria.
Al terminar mi parte, me sentí lleno a rebosar. Midori no había comido tanto como yo. « Cocinando ya te llenas» , me dijo. Después de comer quitó los platos, pasó un trapo por la superficie de la mesa, trajo un paquete de Marlboro, se llevó un cigarrillo a los labios y le prendió fuego con una cerilla. Luego tomó el vaso donde estaban los narcisos y se quedó mirándolos.
—Me gustan más así —dijo—. Es mejor que no los meta en un jarrón. Así parece que acabas de recogerlos en la orilla del agua y que, de momento, los hayas puesto en un vaso.
—Acabo de cogerlos en el estanque de la estación de Ôtsuka —informé.
Midori soltó una risita.
—¡Eres único! Cuando bromeas pones cara de estar hablando en serio.
Con la mejilla apoyada en la palma de la mano, Midori se fumó medio cigarrillo, que después apagó aplastándolo contra el cenicero. A renglón seguido, se frotó los ojos como si le hubiese entrado humo dentro.
—Siendo una chica, tendrías que apagar el cigarrillo de una forma más elegante —la regañé—. Pareces una leñadora. No debes machacarlo así. Tienes que ir apagándolo poco a poco, por los lados, dándole la vuelta. Así no te quedará la colilla despanzurrada. No seas tan bruta. Y bajo ningún concepto debes sacar el humo por la nariz. Además, las chicas refinadas, cuando comen a solas con un hombre, no van contando que han estado tres meses llevando el mismo sujetador.
—Verás. Soy una leñadora. —Midori se hurgó la aleta de la nariz—. Nunca he logrado ser una chica refinada. A veces lo intento medio en broma, pero nunca se me pega. ¿Hay algo más que quieras decirme?
—Que las chicas no fuman Marlboro.
—Tanto da. Todos saben igual de mal —dijo. Hizo girar la cajetilla roja en su mano—. Empecé a fumar el mes pasado. En realidad, no me apetecía. Pero se me ocurrió que estaría bien probarlo.
—¿Por qué?
Midori juntó las palmas de sus manos sobre la mesa y reflexionó un momento.
—¿Y por qué no? ¿Tú no fumas?
—Lo dejé en junio.
—¿Y por qué lo dejaste?
—Porque era muy pesado. Quedarme sin tabaco a medianoche era un tormento. Por eso lo dejé. No me gusta depender tanto de las cosas.
—Estoy segura de que eres de esas personas que se lo piensan todo muy bien.
—No sé. Tal vez. Quizá por eso no le gusto demasiado a la gente.
—Eso te pasa porque da la impresión de que no te importa no gustar a los demás. Y hay gente que no lo soporta —musitó ella con la mejilla apoyada en la palma de la mano—. Pero a mí me gusta hablar contigo. ¡Hablas de una manera tan rara! « No me gusta depender tanto de las cosas» .
La ayudé a lavar los platos. De pie, a su lado, iba secando con un trapo los cacharros que ella fregaba y los iba apilando al lado del fregadero.
—Por cierto, ¿dónde está tu familia? —pregunté.
—Mi madre, en la tumba. Murió hace dos años.
—Eso ya me lo has dicho antes.
—Y mi hermana mayor ha salido con su prometido. Supongo que habrán ido a algún sitio en coche. Él trabaja en una empresa de automóviles y le encantan los coches. A mí no mucho, si te soy sincera.
Midori siguió lavando platos en silencio; yo también enmudecí y seguí secando cacharros.
—Queda mi padre… —prosiguió poco después.
—Sí.
—Mi padre se fue a Uruguay en junio del año pasado y todavía no ha vuelto.
—¿A Uruguay? —pregunté sorprendido.
—Quería irse a vivir allí. Es una locura, pero resulta que un compañero suyo del ejército tiene una granja en Uruguay. Un día, sin más, mi padre nos informó de que se iba a Uruguay, que allí tenía un futuro; subió al avión y se marchó.
Nosotros intentamos disuadirle como pudimos diciéndole que allí no se le había perdido nada, que no hablaba el idioma, que a duras penas había salido de Tokio en toda su vida. Pero fue inútil. Cuando perdió a mamá recibió un duro golpe. Y se le aflojó un tornillo. De tanto como quería a mi madre.
Me quedé mirándola boquiabierto sin saber qué añadir.
—¿Sabes lo que nos dijo a mi hermana y a mí cuando murió mi madre? Lo siguiente: « ¡Qué rabia me da! Hubiera preferido mil veces que os murierais vosotras antes que perder a vuestra madre» . Nosotras nos quedamos pasmadas.
Estas palabras no pueden justificarse bajo ningún concepto. Puedo entender la amargura, la soledad, el desconsuelo que sentía al haber perdido a su querida compañera. Y lo compadezco. Pero no podía dirigirse a sus hijas y decirles:
« ¡Ojalá hubierais muerto vosotras en su lugar!» . Es demasiado cruel, ¿no te parece?
—Tienes razón.
—A nosotras eso nos duele. —Midori cabeceó varias veces—. En fin, en mi familia todos somos un poco raros. Todos tenemos algo que no acaba de encajar.
—Eso parece —reconocí.
—Pero es maravilloso que dos personas se quieran tanto, ¿verdad? ¿Tanto quería a su esposa para decirles a sus hijas que ojalá hubieran muerto en su lugar?
—Supongo que sí.
—Y luego se fue a Uruguay dejándonos a nosotras dos solas.
Sequé los platos en silencio. Cuando terminé, Midori los colocó en la alacena.
—¿Habéis tenido noticias suyas?
—Este marzo nos envió una postal. Pero no pone nada concreto. Comenta que hace calor, que la fruta no es tan buena como imaginaba… Ese tipo de cosas. ¡Y encima en la postal salía una mula! Ese hombre está loco. Ni siquiera dice si ha encontrado a aquel amigo o conocido del ejército. Hacia el final, parece que se centra y promete que nos llamará para que nos reunamos con él, pero desde entonces no hemos tenido noticias suyas. Por más que le escribimos, no responde.
—¿Y tú qué harás si tu padre te pide que te vayas con él a Uruguay?
—Ir. Puede ser interesante, ¿no crees? Mi hermana dice que no va ni muerta.
A ella le horrorizan las cosas dejadas, los lugares sucios.
—¿Tan sucio es Uruguay?
—Mi hermana cree que los caminos están llenos de estiércol con montones de moscas revoloteando por encima, que no hay agua en las cisternas de los váteres y que hay lagartos y escorpiones pululando por todas partes. Debe de haberlo visto en alguna película. Odia los bichos. A ella lo que le gusta es subir en coches bonitos y pasearse por Shônan[16].
—¿Ah, sí?
—¿Qué tiene de malo Uruguay? A mí no me importaría ir.
—¿Quién lleva ahora la tienda?
—Mi hermana, a regañadientes. Un tío mío que vive aquí cerca nos ayuda todos los días y se encarga del reparto. Yo también colaboro cuando puedo.
Además, una librería no da tanto trabajo, así que vamos tirando. Cuando no podamos llevarla, bastará con cerrar y venderla. Ésa es nuestra intención.
—¿Quieres a tu padre?
Midori sacudió la cabeza.
—No demasiado, la verdad.
—Entonces, ¿por qué quieres seguirlo a Uruguay?
—Porque confío en él.
—¿Confías en él?
—Sí, no lo quiero con locura pero confío en él. Confío en mi padre, en una persona que, a causa del golpe recibido al perder a su esposa, deja su casa, a sus hijas, su trabajo y se marcha por las buenas a Uruguay. ¿Me entiendes?
Lancé un suspiro.
—No sé qué decirte.
Midori se rió divertida y me dio unos golpecitos en la espalda.
—Déjalo correr. Tanto da —añadió.
Aquella tarde de domingo sucedieron muchas cosas, una tras otra. Fue un día extraño. Hubo un incendio allí cerca y nosotros subimos al terrado del segundo piso para verlo, donde nos besamos sin más. Dicho de esta manera, suena estúpido, pero así fueron las cosas.
Estábamos de sobremesa, tomando una taza de café y charlando sobre la universidad cuando empezaron a oírse las sirenas de los bomberos. El volumen de las sirenas fue creciendo; también pareció aumentar de número. Bajo la ventana corría mucha gente, algunos gritaban. Midori fue a una habitación que daba a la calle, abrió la ventana y, tras decirme que esperara un momento, desapareció. Se oyeron sus pasos subiendo precipitadamente la escalera.
Mientras me tomaba el café yo solo, me estuve preguntando dónde debía de estar Uruguay. Pensé: « Allí está Brasil, allá Venezuela y allá Colombia» . Pero no logré acordarme de dónde estaba Uruguay. En éstas, Midori bajó y gritó:
« ¡Eh! ¡Ven, deprisa!» . Tras ella, subí una escalera empinada y estrecha que había al fondo del pasillo y salí a un amplio terrado. Dado que la finca era bastante más alta que los edificios de alrededor, desde el terrado se dominaba el vecindario con la mirada. Tres o cuatro casas más allá, se alzaba una densa nube de humo que cabalgaba sobre la brisa hacia la avenida. El aire olía a quemado.
—¡Es en casa del señor Sakamoto! —Midori se asomó por encima de la barandilla—. El señor Sakamoto antes era carpintero. Pero cerró el negocio y ahora ya no trabaja.
Yo también me asomé por encima de la barandilla. La casa quedaba oculta tras un edificio de tres plantas y no podía calibrarse bien la situación, pero, al parecer, habían llegado tres o cuatro coches de bomberos y las labores de extinción del fuego proseguían. La calle era estrecha, de modo que, a lo sumo, podían entrar dos coches, y el resto aguardaba su turno en la avenida. En la calle se agolpaban los curiosos.—Quizá deberíamos reunir los objetos de valor y evacuar la casa —traté de decirle a Midori—. Por suerte, el viento sopla en dirección contraria, pero puede cambiar en cualquier momento, y aquí al lado hay una gasolinera. ¡Vamos, te ayudo a recoger los objetos de valor!
—No tenemos nada valioso —claudicó Midori.
—Algo habrá. Libretas de ahorro, sellos registrados, certificados, esas cosas.
Para empezar, necesitarás dinero.
—No lo necesito porque no pienso huir.
—¿Aunque se queme la casa?
—Sí. No me importa morir.
La miré a los ojos. Ella me devolvió la mirada. No tenía la menor idea de hasta qué punto bromeaba. Mantuve la mirada fija en ella unos instantes, pero luego pensé: « Qué importa…» .
—Como quieras. Me quedo contigo —dije.
—¿Morirás a mi lado? —A Midori le brillaban los ojos.
—¡Ni hablar! Si las cosas se ponen feas huiré. Si quieres morirte, hazlo tú solita.
—¡Qué despiadado eres!
—No voy a morir contigo sólo porque me has invitado a comer. Si se tratara de una cena, todavía.
—¡Entendido! Pero, de todas formas, quedémonos un rato más a ver qué ocurre. Podemos cantar canciones. Y si las cosas se ponen feas, ya decidiremos qué hacemos.
—¿Cantar?
Midori subió al terrado dos cojines, cuatro latas de cerveza y una guitarra. Y bebimos cerveza contemplando la densa columna de humo. La chica cantó acompañándose de la guitarra. Le pregunté si los vecinos se enfadarían, porque contemplar desde el terrado como se quema el barrio bebiendo y cantando no me parecía una actitud encomiable.
—No te preocupes. A nosotras no nos importa el qué dirán.
Cantó las canciones folk que había tocado tiempo atrás. Por más buena intención que le pusiera, no puedo decir que Midori tocara o cantara bien, pero parecía disfrutar haciéndolo. Lo cantó todo de principio a fin: Lemon Tree, Puff el dragón mágico, Five Hundred Miles, Where Have All the Flowers Gone?, Michael, Row the Boat Ashore. La acompañé tarareando los tonos bajos que ella me indicó, pero lo hacía tan mal que pronto desistí, y ella siguió cantando sola, a su aire. Entre sorbo y sorbo de cerveza, yo la escuchaba, muy atento a la evolución del incendio. Vi repetidas veces que la humareda se espesaba de repente para remitir a continuación. La gente gritaba y daba órdenes. Un helicóptero de un periódico sobrevoló la escena con un fuerte batir de aspas, tomó unas fotografías y se alejó. Recé por que no saliéramos en ninguna. Un policía gritaba por el megáfono a la multitud que retrocediera. Los niños llamaban a sus madres entre sollozos. Se oyó el estrépito de cristales rotos. Poco después, el viento se arremolinó y una blanca lluvia de ascuas y ceniza empezó a caer a nuestro alrededor. Entre trago y trago de cerveza, Midori siguió cantando como si tal cosa. Cuando terminó su repertorio, interpretó una curiosa canción que había compuesto ella misma.
Quiero cocinarte un estofado, pero no tengo cazuela.
Quiero tejerte una bufanda, pero no tengo lana.
Quiero escribirte una poesía, pero no tengo pluma.
—Se titula No tengo nada —dijo.
La letra era espantosa, lo mismo que la melodía.
Mientras escuchaba aquella canción absurda, pensaba que si el fuego alcanzaba la gasolinera la casa volaría por los aires. Cuando se hartó de cantar, Midori se tendió como un gato al sol y posó la cabeza en mi hombro.
—¿Qué te ha parecido mi canción? —me preguntó.
—Es única y original y refleja fielmente tu personalidad —respondí con cautela.
—Gracias —dijo ella—. No tengo nada…, ése es el lema.
—Sí, ya me lo ha parecido —asentí.
—Cuando murió mi madre —Midori se volvió hacia mí—, no sentí la menor tristeza.
—¿Ah, no?
—Y ahora que mi padre se ha ido, tampoco.
—¿Ah, no?
—¿Te parece inhumano?
—Supongo que tendrás tus razones.
—Pues sí, varias —reconoció Midori—. Todo ha sido muy complicado en casa. Pero yo siempre he pensado que, tratándose de mis padres, al morirse o al separarnos yo debía sentirme triste. Sin embargo, no siento nada. Ni tristeza, ni soledad, ni amargura; apenas pienso en ellos. A veces sueño con ellos, eso sí. Mi madre me mira fijamente desde las tinieblas y me hace reproches. « ¡Tú te alegras de que esté muerta!» , me dice. No me alegra que mi madre haya muerto, pero tampoco estoy muy triste. No derramé una sola lágrima. Aunque, cuando de pequeña se murió el gatito, me pasé toda la noche llorando.
« ¿Por qué sale tanto humo?» , me decía. Aunque no se veía fuego, no parecía que el incendio se hubiera extendido, porque emanaba esa imponente columna de humo. « ¿Cuánto tiempo seguirá ardiendo?» , me pregunté.
—No es sólo culpa mía. Me refiero a que yo sea tan poco afectuosa. Y lo reconozco. Pero si ellos…, si mi padre y mi madre…, si ellos me hubiesen querido un poco más, yo, por mi parte, ahora sentiría de otra forma. Y estaría mucho, pero que mucho más triste.
—¿Crees que no te quisieron demasiado?
Ella volvió la cabeza y me miró fijamente. Hizo un gesto afirmativo.
—Yo diría que entre un « no lo suficiente» y un « nada de nada» . Siempre estuve hambrienta. Aunque sólo hubiera sido una vez, hubiera querido recibir amor a raudales. Hasta hartarme. Hasta poder decir: « Ya basta. Estoy llena. No puedo más» . Me hubiera conformado con una vez. Pero ellos jamás me dieron cariño. Si me acercaba con ganas de mimos, mis padres me apartaban de un empujón. « Esto cuesta dinero» , decían. Únicamente sabían quejarse. Siempre igual. Así que pensé lo siguiente: « Conoceré a alguien que me quiera con toda su alma los trescientos sesenta y cinco días del año» . Estaba en quinto o sexto curso de primaria cuando lo decidí.
—¡Qué fuerte! —exclamé admirado—. ¿Y lo has conseguido?
—No es tan fácil como creía —reconoció Midori. Reflexionó un momento contemplando el humo—. Quizá sea por haber esperado tanto tiempo, pero ahora busco la perfección. Por eso es tan difícil.
—¿Un amor perfecto?
—¡No, hombre! No pido tanto. Lo que quiero es simple egoísmo. Un egoísmo perfecto. Por ejemplo: te digo que quiero un pastel de fresa, y entonces tú lo dejas todo y vas a comprármelo. Vuelves jadeando y me lo ofreces. « Toma, Midori. Tu pastel de fresa» , me dices. Y te suelto: « ¡Ya se me han quitado las ganas de comérmelo!» . Y lo arrojo por la ventana. Eso es lo que yo quiero.
—No creo que eso sea el amor —le dije con semblante atónito.
—Sí tiene que ver. Pero tú no lo sabes —replicó Midori—. Para las chicas, a veces esto tiene una gran importancia.
—¿Arrojar pasteles de fresa por la ventana?
—Sí. Y yo quiero que mi novio me diga lo siguiente: « Ha sido culpa mía.
Tendría que haber supuesto que se te quitarían las ganas de comer pastel de fresa.
Soy un estúpido, un insensible. Iré a comprarte otra cosa para que me perdones.
¿Qué te apetece? ¿Mousse de chocolate? ¿Tarta de queso?» .
—¿Y qué sucedería a continuación?
—Pues que yo a una persona que hiciera esto por mí la querría mucho.
—A mí me parece un desatino.
—Yo creo que el amor es eso. Pero nadie me comprende. —Midori sacudió la cabeza sobre mi hombro—. Para un cierto tipo de personas el amor surge con un pequeño detalle. Y, si no, no surge.
—Eres la primera chica que conozco que piensa así.
—Me lo ha dicho mucha gente. —Se toqueteó las cutículas de las uñas—.
Pero yo no puedo pensar de otro modo. Estoy hablando con el corazón en la mano. Jamás he creído que mis ideas sean diferentes de las de los demás, ni lo busco. Pero cuando digo lo que pienso, la gente cree que bromeo, o que estoy haciendo comedia. Todo acaba dándome lo mismo.
—¿Sigues queriendo morir en el incendio?
—¡Ostras! ¡No! Eso es otro asunto. Sentía curiosidad.
—¿Por morir en un incendio?
—No. Me interesaba ver cómo reaccionabas. Pero morir no me da miedo. Te ves envuelto en humo, pierdes el conocimiento y te mueres sin más. Es un momento. No me da ni pizca de miedo. ¡Bah! ¡Comparado con la forma en que he visto morir a mi madre y a otros parientes! En mi familia todos contraemos enfermedades graves y morimos tras una larga agonía. Debemos de llevarlo en la sangre. Tardamos muchísimo en morirnos. Tanto que al final ya no sabes si estás vivo o muerto. La única conciencia que queda es la del dolor y el sufrimiento.
Midori se acercó un cigarrillo Marlboro a los labios y lo encendió.
—Tengo miedo de morir de ese modo. La sombra de la muerte va invadiendo despacio, muy despacio, el territorio de la vida y, antes de que te des cuenta, todo está oscuro y no se ve nada, y la gente que te rodea piensa que estás más muerta que viva… Es eso. Yo eso no lo quiero. No podría soportarlo.
Por fin, al cabo de media hora el incendio fue sofocado. No hubo heridos.
Todos los coches de bomberos, menos uno, abandonaron el lugar, y los curiosos se dirigieron a la calle comercial entre un baturrillo de voces. Un coche patrulla se quedó regulando el tráfico con las luces girando en el callejón. Dos cuervos, que habían venido de vete a saber dónde, posados sobre un poste de la electricidad, observaban la actividad que se desarrollaba bajo sus ojos.
Midori parecía exhausta. Tenía el cuerpo desmadejado, la vista perdida en la lejanía. Apenas hablaba.
—¿Estás cansada? —le pregunté.
—No, no es eso —dijo—. Hacía mucho tiempo que no me dejaba ir de este modo.
Nos miramos a los ojos. Le rodeé los hombros con un brazo y la besé. Midori tensó el cuerpo un momento, se relajó de inmediato y cerró los ojos. Nuestros labios permanecieron unidos unos cinco o seis segundos. El sol de principios de otoño proyectaba en sus mejillas la sombra de las pestañas, agitadas por un temblor casi imperceptible. Fue un beso dulce, cariñoso, sin ningún significado.
De no haberme encontrado sentado en el terrado, al sol de la tarde, bebiendo cerveza y contemplando el incendio, no la hubiera besado, y creo que a ella le sucedía lo mismo. Al contemplar los tejados brillantes de las casas, el humo y las libélulas rojas, había brotado entre nosotros un sentimiento cálido e íntimo que, de manera inconsciente, habíamos deseado materializar. Así fue nuestro beso. Sin embargo, era un beso que no estaba exento de peligro.
La primera en hablar fue Midori. Me acarició la mano mientras me contestaba con embarazo que salía con alguien. Contesté que ya lo suponía.
—¿Y a ti te gusta alguna chica?
—Sí.
—Pero estás libre todos los domingos.
—Es muy complicado.
Comprendí que la magia de aquella tarde de principios de otoño se había desvanecido.
A las cinco le dije a Midori que me iba a trabajar y abandoné su casa. Le había propuesto salir a tomar algo, pero ella había rechazado mi invitación alegando que estaba esperando una llamada.
—Quedarme todo el día en casa esperando una llamada es algo que odio con todo el alma. Si estoy sola, me da la sensación de que voy pudriéndome y deshaciéndome, hasta convertirme en un líquido verdoso que es absorbido por la tierra. De mí sólo sobrevive la ropa. Ésta es la sensación que tengo cuando me quedo todo el día en casa esperando una llamada.
—Si tienes que quedarte otro día, puedo hacerte compañía. Comida incluida.
—Está bien. Te prepararé un incendio de postre —bromeó Midori.
Al día siguiente Midori no apareció en clase de Historia del Teatro II. Al terminar ésta, entré en el comedor y tomé un almuerzo frío y malo a solas, y después me senté al sol a contemplar la escena que se desarrollaba a mi alrededor. A mi lado, de pie, dos chicas mantenían una larga conversación. Una de ellas abrazaba contra su pecho una raqueta de tenis con tanto amor como si fuera un bebé; la otra llevaba varios libros y un LP de Leonard Bernstein. Ambas eran hermosas y parecían disfrutar enormemente de su charla. Desde el club de estudiantes, llegaba una voz haciendo escalas en tonos graves. Aquí y allá se veían grupos de cuatro o cinco estudiantes debatiendo lo que les pasaba por la cabeza, riéndose y gritando. En los aparcamientos vi a unos chavales montados en patín. Un profesor con una cartera de cuero entre los brazos cruzaba el lugar, esquivándolos. En el patio unas chicas con casco de moto y en cuclillas escribían en un cartel algo sobre la invasión del imperialismo americano en Asia. Aquélla era una típica escena de universidad durante el descanso del mediodía. Pero ese día, al contemplarla por primera vez después de tanto tiempo, me di cuenta de un hecho. Cada cual a su manera, todos parecían felices. ¿Lo eran en realidad? En cualquier caso, aquel plácido mediodía de finales de septiembre, la gente se veía contenta y eso me hizo sentir aún más solo que de costumbre. Porque yo era el único que no pertenecía a ese cuadro.
¿A qué cuadro pertenecí durante esos años? La última escena familiar que recordaba era jugando al billar con Kizuki cerca del puerto. Aquella misma noche Kizuki se había suicidado y, a partir de entonces, una corriente de aire helado se había interpuesto entre el mundo y yo. Me pregunté qué había representado Kizuki para mí. No hallé respuesta. Lo único que sabía era que, con su muerte, había perdido para siempre una parte de mi adolescencia. Podía percibirlo con toda claridad. Pero discernir qué significado podía tener o qué consecuencias podía conllevar era algo que no alcanzaba a ver.
Permanecí largo tiempo allí sentado, observando cómo la gente iba y venía por el campus. Pensé que quizás encontraría a Midori, a quien no vi aquel día.
Cuando acabó el descanso del mediodía, me fui a la biblioteca a preparar la clase de alemán.
Esa tarde de sábado Nagasawa vino a mi cuarto y me dijo que había conseguido pases de pernoctación, que si me apetecía salir con él por la noche.
Acepté. Toda la semana había estado aturdido y me apetecía acostarme con una chica, fuera quien fuese.
Al atardecer me tomé un baño, me afeité y me puse una chaqueta de algodón encima del polo. Cené con Nagasawa en el comedor y subimos al autobús en dirección a Shinjuku. Nos apeamos en la animada zona de Shinjuku Sanchôme y, tras vagar un rato por allí, entramos en el bar de siempre y esperamos a que se acercaran unas chicas que nos gustaran. Aquel local se distinguía porque lo frecuentaban grupos de chicas solas, aunque esa noche no apareció ninguna. Estuvimos allí unas dos horas bebiendo whiskies con soda para permanecer sobrios. Dos chicas con cara de simpáticas se sentaron en la barra y pidieron un Gimlet y un Margarita. Raudo y veloz, Nagasawa se les acercó, pero ellas ya habían quedado con otros. A pesar de ello, estuvimos un rato hablando con ellas distendidamente, hasta que llegaron sus chicos y nos abandonaron.
Nagasawa me propuso probar suerte en otro sitio y me llevó a un pequeño bar apartado de las calles principales, donde la mayoría de los clientes ya estaban borrachos y armando alboroto. En la mesa del rincón había tres chicas sentadas; nos encaminamos hacia ellas y nos pusimos a hablar los cinco. La atmósfera era agradable. Todos estábamos de muy buen humor. Pero cuando les propusimos ir a tomar la última copa, ellas dijeron que tenían que marcharse porque les cerraban el portal. Las tres vivían en una residencia femenina.
Volvimos a cambiar de local, pero no resultó. Por una u otra razón, aquella noche no tuvimos éxito con las chicas.
A las once y media Nagasawa reconoció que no había habido suerte.
—Me sabe mal haberte arrastrado de aquí para allá —dijo.
—No importa. Lo he pasado bien viendo que tú también tienes días malos.
—Uno al año, no creas —bromeó Nagasawa.
A decir verdad, a mí ya tanto me daba el sexo. Tras haber estado vagando tres horas y media, un sábado por la noche, por aquella ruidosa parte de Shinjuku, observando aquella energía fruto del deseo sexual y del alcohol, mi propio deseo había llegado a parecerme mezquino e insignificante.
—¿Qué harás ahora? —me preguntó.
—Iré a ver una película en sesión golfa. Hace tiempo que no piso un cine.
—Entonces yo me voy a casa de Hatsumi. ¿Te importa?
—¿Por qué tendría que importarme? —le dije riéndome.
—Si quieres, puedo presentarte a alguna chica para pasar la noche en su casa.
¿Qué te parece?
—Hoy me apetece ir al cine.
—Me sabe mal. Otro día te compensaré.
Nagasawa se perdió entre la multitud. Yo fui a una hamburguesería, comí una hamburguesa con queso, bebí una taza de café y, en cuanto se me despejó la cabeza del alcohol, entré en un cine que había cerca y vi El Graduado. No es una película muy interesante pero, como no tenía otra cosa que hacer, la vi dos veces seguidas. Salí del cine a las cuatro de la madrugada y deambulé sin rumbo por las frías calles de Shinjuku, sumido en mis cavilaciones.
Cuando me harté de andar, entré en una cafetería que permanecía abierta toda la noche y me dispuse a esperar el primer tren leyendo y tomando otra taza de café. Poco después la cafetería se llenó de personas que, al igual que yo, esperaban el primer tren. El camarero se acercó y me preguntó si me importaba compartir la mesa con otros clientes. Accedí. Total, estaba leyendo. ¿Por qué iba a molestarme que se sentara alguien enfrente?
Dos chicas tomaron asiento. Tendrían una edad similar a la mía. Aunque no eran dos bellezas, no estaban mal. Tanto el vestido como el maquillaje de ambas eran discretos, y no parecían la clase de chicas que ronda a las cinco de la madrugada por Kabukichô[17]. Pensé que algo debía de haberles sucedido para que hubieran perdido el último tren. Ellas suspiraron aliviadas al verme. Yo iba correctamente vestido, me había afeitado aquella misma tarde y, además, estaba absorto en la lectura de La montaña mágica, de Thomas Mann.
Una de las dos chicas era alta y corpulenta, vestía una parka de color gris y unos vaqueros blancos, en las orejas lucía unos grandes pendientes con forma de concha, y cargaba una cartera de plástico grande. La otra era menuda, llevaba gafas, vestía una camisa a cuadros, una chaqueta azul y, en un dedo, lucía una sortija con una turquesa. Tenía dos tics: quitarse y ponerse las gafas y presionarse los ojos con las puntas de los dedos.
Ambas pidieron café con leche y dos trozos de pastel, y se lo tomaron despacio mientras discutían algo en voz baja. La chica alta inclinó varias veces la cabeza en ademán dubitativo, la menuda asintió otras tantas. La música de Marvin Gaye, o de los Bee Gees, me impidió entender lo que estaban diciendo, pero, por lo que pude colegir, la menuda estaba triste, o enfadada, y la otra intentaba tranquilizarla. Yo leía el libro y las observaba, alternativamente.
Cuando la chica menuda, bolso al hombro, se dirigió a los servicios, la otra me abordó. Yo dejé el libro y la miré.
—Disculpa. ¿Conoces algún bar por aquí cerca donde podamos tomar una copa?
—¿A las cinco de la madrugada? —le pregunté sorprendido.
—Sí.
—A las cinco y veinte de la mañana, la gente está tratando de que se le pase la borrachera o bien deseando llegar a casa.
—Lo sé —dijo ella avergonzada—. Pero a mi amiga le apetece tomar una copa. Tiene sus razones y… —Me parece que no tendréis otro remedio que beber en casa.
—Ya… Pero yo tomo un tren para Nagano a las siete y media de la mañana.
—En ese caso, lo único que se me ocurre es que compréis unas bebidas en una máquina expendedora y os sentéis en la calle.
Me pidió que las acompañara porque dos chicas no podían hacer semejante cosa. Yo había tenido varias experiencias extrañas en Shinjuku a aquellas horas, pero era la primera vez que dos desconocidas me invitaban a beber a las cinco y veinte de la madrugada. Me daba pereza negarme, y tampoco tenía otra cosa que hacer, así que me acerqué a una máquina expendedora de allí cerca, compré varias botellas de sake y algo para picar, y los tres nos dirigimos a la salida oeste de la estación y allí iniciamos nuestro improvisado festín.
Me contaron que las dos trabajaban en la misma agencia de viajes. Ambas se habían licenciado y habían empezado a trabajar aquel mismo año. La menuda tenía novio desde hacía un año y se llevaban bien, pero acababa de saber que él se acostaba con otra chica y estaba muy deprimida. Ésta era, en líneas generales, la historia. La amiga tenía que estar el sábado por la tarde en la casa de sus padres, en Nagano, para asistir, el domingo, a la boda de su hermano mayor, pero había decidido quedarse con su amiga en Shinjuku e ir a Nagano en el primer expreso de la mañana del domingo.
—¿Y cómo te has enterado de que se acostaba con otra chica? —le pregunté a la menuda.
Ella, entre sorbo y sorbo de sake, arrancaba los hierbajos del suelo.
—Abrí la puerta de su habitación y los vi con mis propios ojos. Nadie tuvo que decírmelo.
—¿Cuándo ocurrió eso?
—Anteayer por la noche.
—¿Y la puerta no estaba cerrada con llave? —dije.
—No.
—¿Por qué no la cerraron? —me pregunté en voz alta.
—¡Y yo qué sé! ¿Cómo voy a saberlo?
—Debió de ser un golpe terrible. ¡Cómo debió de sentirse la pobre! —me comentó, bienintencionada, la amiga.
—Yo que tú lo hablaría con él. En definitiva, se trata de decidir si lo perdonas —le aconsejé.
—Nadie sabe cómo me siento —se quejó la chica, arrancando hierbajos sin tregua.
Una bandada de cuervos se acercó por el oeste y sobrevoló los grandes almacenes Odakyû. Ya era de día. En éstas se acercó la hora en que la alta debía de subir al tren, así que le ofrecimos el resto del sake a un vagabundo que había en el subterráneo de la salida oeste de la estación de Shinjuku, compramos los billetes y la despedimos. Cuando el tren se perdió de vista, la menuda y yo, sin mediar invitación, entramos en un hotel. Ni a ella ni a mí nos apetecía demasiado acostarnos juntos, pero era la única manera de ponerle un punto final a aquello.
Tras cruzar el umbral de la habitación, me desnudé y entré en la bañera.
Sumergido en el agua, bebí cerveza como si pretendiera ahogar las penas. Ella también se metió dentro de la bañera y, tendidos en el agua, tomamos cerveza en silencio. Por más que bebiéramos, el alcohol no se nos subía a la cabeza, y no teníamos sueño. Su piel era blanca y suave, y sus piernas, bonitas. Contestó con un gruñido a mi cumplido.
Sin embargo, una vez en la cama pareció transformarse en otra persona.
Sensible a mis caricias, se retorcía, gritaba. Cuando la penetré, me clavó las uñas en la espalda y, al acercarse el orgasmo, pronunció dieciséis veces el nombre de otro hombre. Lo sé porque las estuve contando para retrasar la eyaculación. Nos quedamos dormidos.
Al despertarme a las doce y media de la mañana, ella ya no estaba. No había ninguna carta, ningún mensaje. Notaba, por haber bebido alcohol en horas intempestivas, que me pesaba la cabeza. Me metí en la ducha para despejarme, me afeité y, desnudo como estaba, me senté en una silla y tomé un zumo de la nevera. Luego traté de recordar, uno tras otro, los acontecimientos de la noche anterior. Todos me parecían extrañamente irreales, como si, entre los hechos y yo mismo, se interpusieran dos o tres hojas de cristal. Pero no había duda de que me había sucedido a mí. Los vasos de cerveza todavía estaban sobre la mesa, en el baño quedaban los cepillos de dientes que habíamos usado.
Almorcé en Shinjuku. Después entré en una cabina y llamé a la librería Kobayashi. Se me ocurrió que tal vez Midori tendría que quedarse de nuevo en casa esperando una llamada. Aunque el timbre sonó quince veces, nadie descolgó. Volví a llamar, con idéntico resultado, unos veinte minutos más tarde.
Entonces subí al autobús y volví a la residencia. En el buzón de la entrada encontré un sobre con mi nombre. Era una carta de Naoko.

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