capítulo 11

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Reiko siguió escribiéndome incluso después de la muerte de Naoko. Me aseguraba que no había sido culpa mía, que no había sido culpa de nadie, que aquello era como la lluvia, que nadie pudo impedirlo. No quise responderle. ¿Qué podía decirle? ¿De qué serviría? Naoko ya no estaba en este mundo; se había convertido en un puñado de cenizas.
A finales de agosto, tras el silencioso funeral de Naoko, volví a Tokio y le anuncié a mi jefe que iba a estar fuera una temporada y no iría a trabajar. A Midori le escribí una carta diciéndole que no podía explicarle nada, pero que me esperara. Durante tres días fui al cine a diario y vi películas de la mañana a la noche. Cuando hube visto todas las películas de estreno, metí mis cosas dentro de la mochila, saqué todos mis ahorros del banco, me dirigí a la estación de Shinjuku y subí al primer expreso.
No recuerdo adónde fui, ni cómo. Recuerdo bien el paisaje, los olores, los sonidos, pero soy incapaz de recordar el nombre de los lugares. Tampoco recuerdo el itinerario. Iba de una ciudad a otra en tren, en autobús, sentado junto al conductor de un camión, extendía mi saco de dormir y dormía en cualquier descampado, estación, parque, a orillas de un río o en la playa. La policía me ofreció alojamiento en una ocasión; otro día dormí al lado de un cementerio.
Dormía profundamente en cualquier lugar apartado del paso de los transeúntes, sin importarme dónde. Exhausto de andar, me metía dentro del saco, bebía whisky barato y caía rendido. En pueblos acogedores, la gente me traía comida o incienso contra los mosquitos; en pueblos poco acogedores, la gente llamaba a la policía y me echaba de los parques. A mí tanto me daba. Lo único que quería era dormir profundamente en un lugar desconocido.
Cuando se me acabaron los ahorros, trabajé unos tres o cuatro días hasta reunir algún dinero. Encontraba trabajo en cualquier sitio. Vagaba sin rumbo de un pueblo a otro. El mundo estaba lleno de cosas enigmáticas y de personas extrañas. En una ocasión llamé a Midori. Me moría de ganas de oír su voz.
—Hace siglos que han empezado las clases —me dijo—. Y tenemos que entregar un montón de trabajos… ¿Qué vas a hacer? Llevas tres semanas sin dar señales de vida… ¿Dónde estás? ¿Qué estás haciendo?
—Lo siento, pero no puedo volver a Tokio. Aún no.
—¿Eso es lo único que tienes que decirme?
—Ahora no puedo explicarte nada. En octubre… Midori colgó sin añadir una palabra.
Continué mi viaje. De vez en cuando me alojaba en pensiones baratas, donde me daba un baño y me afeitaba. El espejo me devolvía una imagen desalentadora: la piel quemada por el sol, los ojos hundidos, las enflaquecidas mejillas llenas de manchas y cortes. Parecía que acabara de salir arrastrándome fuera del fondo de un agujero oscuro, pero, al mirarme con atención, comprendía que aquél era mi rostro.
Estuve recorriendo la costa del Mar de Japón: Tottori y la costa norte de Hyôgo. Era cómodo seguir la línea de la costa. En la playa siempre encontraba lugares agradables donde dormir. También podía reunir trozos de madera arrastrados por las olas, encender fuego y asar el pescado seco que había comprado en alguna pescadería. Entre trago y trago de whisky, escuchando el ruido de las olas, pensaba en Naoko. Era tan extraño que hubiese muerto, tan extraño que no estuviera ya en este mundo… Todavía no lo había asimilado. No podía creerlo. Había oído el repiqueteo de los clavos sobre su ataúd, pero no podía relacionarlo con el hecho, incontestable, de que Naoko hubiera vuelto a la nada.
Su recuerdo era demasiado nítido. Aún me imaginaba su boca envolviendo suavemente mi pene, su pelo cayendo sobre mi vientre. Me acordaba de su calor, de su aliento, del tacto desconsolado de la eyaculación. Lo recordaba tan claramente como si hubiera ocurrido cinco minutos antes. Y tenía la sensación de que Naoko se encontraba a mi lado, y de que si alargaba la mano podía tocarla.
Pero ella no estaba. Su cuerpo ya no existía en este mundo.
En las noches de insomnio me asaltaban diferentes imágenes de Naoko. No podía evitar que acudieran a mi memoria. En mi corazón, se habían acumulado demasiados recuerdos de ella. En cuanto encontraban una grieta, por pequeña que fuera, iban saliendo, uno tras otro, imparables. Fui incapaz de detener esa fuga.
Me acordaba de Naoko en aquella mañana de lluvia, con el chubasquero amarillo, limpiando el gallinero y acarreando el saco de grano. Recordaba el pastel de cumpleaños medio deshecho y el tacto de mi camisa empapada por las lágrimas de Naoko. Sí, aquella noche también llovía. Era invierno; Naoko caminaba a mi lado, con aquel abrigo de piel de camello. Ella siempre se sacaba el pasador del pelo y jugueteaba con él. Y siempre me miraba fijamente con aquellos ojos transparentes. Ahora llevaba una bata azul y estaba sentada en el sofá, con el mentón descansando en las rodillas.
Sus imágenes me golpeaban, una tras otra, como las olas de la marea, arrastrándome hacia un lugar extraño. Y en este extraño lugar yo vivía con los muertos. Allí Naoko estaba viva y los dos hablábamos, nos abrazábamos. En ese lugar, la muerte no ponía fin a la vida. Allí la muerte conformaba la vida. Y Naoko, henchida de muerte, allí continuaba viviendo. Me decía: « Tranquilo, Watanabe. No es más que la muerte. No te preocupes» .
En ese lugar no me sentía triste. Porque la muerte era sólo la muerte, y Naoko era Naoko. « No te preocupes. Estoy aquí, ¿no es cierto?» , me decía sonriendo. Sus gestos habituales serenaban mi corazón, me consolaban. Y yo pensaba: « Si la muerte es esto, después de todo no es algo tan malo» . « Claro.
Morir no es nada del otro mundo» , me decía Naoko. « La muerte es la muerte.
Además, aquí todo es muy fácil» , me contaba en los intervalos entre una ola y la siguiente.
Pronto la marea se retiraba y me dejaba solo en la playa, impotente, sin un lugar adónde ir, con la tristeza envolviéndome como un manto de tinieblas. Solía llorar en esos momentos. De hecho, más que llorar, unas lágrimas gruesas brotaban como gotas de sudor.
Cuando murió Kizuki aprendí una cosa. Quizá me resigné a hacerla mía: « La muerte no se opone a la vida, la muerte está incluida en nuestra vida» .
Es una realidad. Mientras vivimos, vamos criando la muerte al mismo tiempo. Pero ésta es sólo una parte de la verdad que debemos conocer. La muerte de Naoko me lo enseñó. Me dije: « El conocimiento de la verdad no alivia la tristeza que sentimos al perder a un ser querido. Ni la verdad, ni la sinceridad, ni la fuerza, ni el cariño son capaces de curar esta tristeza. Lo único que puede hacerse es atravesar este dolor esperando aprender algo de él, aunque todo lo que uno haya aprendido no le sirva para nada la próxima vez que la tristeza lo visite de improviso» . Pensé en ello, noche tras noche, en mi soledad, oyendo el ruido de las olas y el rugido del viento. Vacié muchas botellas de whisky, mordisqueé pan, bebí agua de la petaca en mi larga marcha hacia el oeste, con la mochila dando bandazos a mi espalda y el pelo lleno de arena…, día tras día de aquel principio de otoño.
Un atardecer en que soplaba un fuerte viento, yo estaba acurrucado dentro de mi saco de dormir, llorando, al resguardo de un barco abandonado, cuando se me acercó un joven pescador y me ofreció un cigarrillo. Lo acepté y fumé por primera vez en diez meses. El pescador me preguntó por qué estaba llorando. En un acto reflejo, le mentí diciéndole que mi madre había muerto. Estaba tan triste que vagaba de un lugar a otro. Él me compadeció de todo corazón. Y trajo de su casa una botella grande de sake y dos vasos.
Bebí en su compañía en aquella playa barrida por el viento.
—A los dieciséis años, yo también perdí a mi madre —me dijo el pescador.
Me contó que su madre, a pesar de no haber gozado de buena salud, se había matado trabajando de la mañana a la noche. Yo lo escuchaba abstraído, asintiendo de vez en cuando. Sus palabras parecían llegarme de un mundo lejano.
« ¿Y a mí qué me importa?» , pensé. Me enfurecí y de repente me asaltó un violento impulso de rodearle el cuello con mis manos y estrangularlo. « ¿Qué me importa lo que le haya pasado a tu madre? ¡Yo he perdido a Naoko! ¡Un cuerpo tan hermoso como el suyo ya no está en este mundo! ¿Cómo te atreves a hablarme de tu madre?» .
Pero la ira se disipó muy pronto. Cerré los ojos y escuché sin escuchar, distraído, la interminable historia del pescador. Poco después me preguntó si ya había cenado. Le respondí que no, pero que en la mochila llevaba pan, queso, tomates y chocolate. Me preguntó qué había comido al mediodía.
—Pan, queso, tomates y chocolate —le respondí.
Entonces me dijo que esperara y se fue. Intenté detenerlo, pero él desapareció a toda prisa en la oscuridad.
Me quedé bebiendo solo. La arena estaba cubierta de restos de petardos; las olas rompían en la playa con un bramido salvaje. Un perro flaco se acercó moviendo la cola y se quedó rondando alrededor de la pequeña hoguera que había encendido, con aire de estar preguntándose si conseguiría comida; al comprender que no se alejó, resignado.
Media hora después, el joven pescador volvió con dos cajas de sushi y otra botella de sake.
—Cómete primero ésta —me dijo señalando la caja de encima—. En la de debajo hay norimaki e inarizushi[27], que aguantarán hasta mañana.
Se sirvió sake y me llenó el vaso. Tras beber todo el alcohol que fuimos capaces de soportar, me propuso que pasara la noche en su casa, pero al decirle que prefería dormir allí, no insistió. Al despedirnos, se sacó del bolsillo un billete de cinco mil yenes y lo metió en el bolsillo de mi camisa diciendo que, con aquel dinero, debía comprarme algo nutritivo, porque tenía muy mala cara. Lo rechacé aduciendo que ya había hecho demasiado por mí, que sólo faltaba que me diera dinero, pero él no quiso tomarlo.
—No es dinero, son mis sentimientos. Acéptalo sin darle más vueltas.
No pude hacer otra cosa que darle las gracias y aceptarlo.
En cuanto el pescador se marchó, me acordé de la primera chica con la que me acosté, en tercero de bachillerato. Sentí escalofríos al pensar en lo grosero que había sido con ella. Apenas había tenido en cuenta lo que ella pensaba, lo que sentía, si podía herirla. Y hasta aquel instante no había vuelto a recordarla. Era una chica muy cariñosa. Pero yo en aquella época daba la dulzura por sentada.
« ¿Qué estará haciendo ahora?» , pensé. « ¿Me habrá perdonado?» .
Sentí náuseas y vomité junto al casco del barco abandonado. Tenía la cabeza embotada por el alcohol y me sentía muy mal por haber mentido al pescador y haber aceptado su dinero. Pensé que ya iba siendo hora de volver a Tokio.
No podía seguir llevando aquella vida indefinidamente, hasta la eternidad.
Enrollé mi saco de dormir, lo guardé en la mochila, que me eché a la espalda, me dirigí a la estación de los ferrocarriles nacionales y allí le pregunté al empleado cómo podía llegar a Tokio lo antes posible. Consultó los horarios y me dijo que si lograba enlazar con varios trenes nocturnos, llegaría a Osaka a la mañana siguiente. Una vez allí, podía subir a un Shinkansen que se dirigiera a Tokio. Tras agradecerle la información, compré un billete para Tokio con los cinco mil yenes que me había dado aquel hombre. Mientras esperaba el tren, compré un periódico y miré la fecha. Estábamos a 2 de octubre de 1970.
Llevaba un mes viajando. « Tengo que volver al mundo real» , pensé.
El mes de viaje no me levantó el ánimo, ni suavizó el impacto producido por la muerte de Naoko. Regresé a Tokio en un estado similar al de un mes atrás. Ni siquiera me sentí capaz de llamar a Midori. No sabía cómo abordarla. ¿Qué podía decirle? ¿« Todo ha terminado. Intentemos ser felices» ? ¿Podía decirle esto? Por supuesto que no. Sin embargo, le dijera lo que le dijera, utilizara las palabras que utilizara, en definitiva había un único hecho cierto. Naoko estaba muerta y Midori seguía viva. Naoko se había convertido en blanca ceniza; Midori era de carne y hueso.
Me sentía manchado. Al volver a Tokio, pasé varios días encerrado en mi habitación. Mi memoria no estaba ligada a los vivos, sino a los muertos. Las habitaciones que le había reservado a Naoko permanecían con las persianas bajadas, los muebles estaban cubiertos con trapos blancos, en el alféizar de la ventana se había posado una fina capa de polvo. Pasaba la mayor parte del día en aquellas habitaciones. Y pensaba en Kizuki. « ¡Vaya, Kizuki! Al final has conseguido a Naoko, ¿eh? Al principio ella fue tuya. Quizás es allí adónde ella debía ir. Pero, en este mundo imperfecto de los vivos, he hecho todo lo posible por ella. He intentado empezar una nueva vida con ella. En fin… Tú ganas. Te la cedo. Ella te ha elegido. Se ha ahorcado en lo más profundo de un bosque tan oscuro como su mente. Kizuki, hace tiempo arrastraste una parte de mí hacia el mundo de los muertos. Y ahora es Naoko quien arrastra otra parte. A veces me siento como el portero de un museo. Un museo vacío, desierto, que ya nadie visita. Y yo lo custodio exclusivamente para mí» .
Cuatro días después de regresar a Tokio recibí una carta de Reiko. En el sobre había pegado un sello de correo urgente. El contenido de la carta era conciso.
« No he podido localizarte. Estoy muy preocupada por ti. Llámame. Te espero a las nueve de la mañana y a las nueve de la noche en este número» .
Marqué el número de teléfono a las nueve de la noche. Reiko contestó enseguida.
—¿Cómo estás? —me preguntó.
—No muy bien —dije.
—¿Puedo venir a visitarte pasado mañana?
—¿Venir a visitarme dices? ¿A Tokio?
—Sí. Quiero hablar contigo con calma.
—¿Te marchas de la residencia?
—Si no, no podría visitarte —afirmó—. Ha llegado el momento de irme. Ya llevo ocho años aquí… Si sigo más tiempo en este lugar, me pudriré.
Las palabras no acudían a mi boca; permanecí en silencio durante un momento.
—Llegaré a la estación de Tokio pasado mañana en el Shinkansen de las tres y veinte. ¿Vendrás a buscarme? Aún recuerdas mi cara, ¿verdad? ¿O quizás, ahora que Naoko ha muerto, ya no te intereso?
—¡No digas tonterías! Te espero pasado mañana a las tres y veinte en la estación de Tokio.
—Enseguida me reconocerás. No hay muchas mujeres maduras que lleven una funda de guitarra.
Efectivamente, no me costó nada localizarla. Llevaba una chaqueta de corte masculino de tweed, unos pantalones blancos, unas zapatillas de deporte rojas, el pelo tan corto y alborotado como de costumbre, con las puntas levantándose aquí y allá. Cargaba con una maleta de viaje de piel marrón en la mano derecha, y una funda de guitarra de color negro en la izquierda. Cuando me vio, contrajo las arrugas de su rostro en una sonrisa. No pude evitar sonreír. Le llevé la maleta hasta el andén de la línea Chûô.
—Watanabe, ¿desde cuándo tienes tan mal aspecto? ¿O tal vez ésta es la última moda en Tokio?
—He estado viajando durante un tiempo. Y no he comido nada que fuera mínimamente alimenticio —me excusé—. ¿Qué te ha parecido el Shinkansen?
—Horrible. Las ventanas no se abren. Me ha costado sudor y lágrimas comprar algo para comer en una estación a medio camino.
—Pero dentro del tren había gente vendiendo cosas, supongo.
—¿Te refieres a esos sándwiches caros y asquerosos? Ni siquiera un caballo hambriento comería esa basura. A mí me gustaba el besugo que vendían en la estación de Gotenba.
—Si hablas así, te tomarán por una vieja.
—¡Y qué más da! Soy vieja —dijo Reiko.
De camino a Kichijôji, Reiko estuvo mirando por la ventanilla del tren la zona de Musashino con gran curiosidad.
—¿Tanto ha cambiado esto en ocho años? —le pregunté.
—¿Puedes imaginarte cómo me siento en estos momentos?
—No.
—Tengo tanto miedo que siento que voy a enloquecer —reconoció Reiko—.
No sé qué debo hacer. Parece que me han soltado aquí, sola. La expresión « siento que voy a enloquecer» no tiene desperdicio, ¿no te parece?
Le tomé la mano, entre risas.
—Tranquila. Todo irá bien. Además, has logrado salir de allí por tu propio pie.
—No, no ha sido gracias a mí —dijo Reiko—. Lo he conseguido gracias a Naoko y a ti. Sin Naoko, no soportaba permanecer en ese sitio. Además, necesitaba venir a Tokio y hablar contigo. Por eso me he marchado. Si no hubiera sucedido nada, tal vez me hubiera quedado allí para siempre.
Asentí a sus palabras.
—¿Qué vas a hacer ahora?
—Iré a Asahikawa. ¿Oyes? ¡A Asahikawa! —exclamó—. Una amiga mía del conservatorio tiene allí una escuela de música y ya hace dos o tres años que me está insistiendo para que le eche una mano. Hasta ahora había declinado la oferta diciéndole que detesto el frío. Lógico, ¿no? A uno no se le ocurre, cuando finalmente se ve libre, ir a parar a un sitio como Asahikawa. Aquello es como un agujero.
—¡Exageras! —Me reí—. He estado allí una vez y no está mal. Tiene su interés.
—¿De verdad?
—Sí. Es mejor que estar en Tokio. Eso te lo aseguro.
—En fin, no tengo otro lugar adónde ir, y ya he enviado allí mis cosas — explicó—. Watanabe, ¿vendrás a visitarme?
—Claro. Pero ¿te vas a Asahikawa enseguida o antes piensas quedarte un tiempo en Tokio?
—Sí, me quedaré dos o tres días. ¿Podría alojarme en tu casa? No te molestaré.
—No hay problema. Yo puedo dormir en el saco de dormir, dentro del armario.
—Me sabe mal.
—No me importa. Es un armario muy grande.
Reiko tamborileó con los dedos sobre la funda de la guitarra.
—Tendré que readaptarme a mí misma antes de ir a Asahikawa. Aún no estoy familiarizada con el mundo exterior. Hay un montón de cosas que no entiendo, estoy nerviosa. ¿Me ayudarás? Eres la única persona a quien puedo pedírselo.
—Haré cuanto esté en mi mano —le prometí.
—Espero no estorbarte.
—¿En qué?
Reiko me miró y curvó las comisuras de los labios en una sonrisa. No añadió nada más.
Nos apeamos del tren en Kichijôji y subimos a un autobús que nos llevó hasta casa. Durante todo el trayecto apenas hablamos. Nos limitamos a hacer algún comentario suelto sobre cómo había cambiado Tokio, o sobre la época en que Reiko iba al conservatorio, o sobre mi viaje a Asahikawa. No mencionamos a Naoko. Hacía diez meses que no había visto a Reiko, pero, caminando a su lado, mi corazón se ablandó y me sentí aliviado. Tuve la impresión de que ya había sentido antes algo parecido. Cuando paseaba con Naoko por las calles de Tokio, experimentaba una sensación idéntica. De la misma manera que Naoko y yo habíamos compartido a un muerto, a Kizuki, Reiko y yo compartíamos a una muerta, a Naoko. No pude decir ni una palabra después de pensar aquello. Reiko continuó hablando un rato, hasta que se dio cuenta de que yo no abría la boca y enmudeció. Tomamos el autobús, llegamos a casa.
Era una tarde de principios de otoño, de luz tan nítida y transparente como aquélla en la que, un año atrás, había visitado a Naoko en Kioto. Las nubes eran blancas y alargadas como huesos, y el cielo estaba muy alto. « Ha vuelto el otoño» , pensé. El olor del aire, el tono de la luz, las flores entre la maleza y las reverberaciones de los sonidos anunciaban su llegada. Y cada vez que las estaciones cerraban su ciclo, se incrementaba, a un ritmo más alto, la distancia entre los muertos y yo. Kizuki aún tenía diecisiete años, y Naoko, veintiuno.
Eternamente.
—Aquí me siento aliviada —comentó Reiko al bajar del autobús echando una ojeada alrededor.
—Claro, aquí no hay nada —dije.
Cruzamos la puerta trasera y la conduje por el jardín hasta mi casa. Reiko parecía admirada.
—¡Es un sitio fantástico! —exclamó—. ¿Todo esto lo has hecho tú mismo? La estantería, la mesa… —Sí. —Puse a calentar agua para el té.
—Eres muy hábil. Y está todo muy limpio.
—Esto es gracias a la influencia de Tropa-de-Asalto. Él me convirtió en un amante de la limpieza. El casero está muy contento. Siempre dice: « Me cuidas muy bien la casa» .
—¡Oh, es verdad! Tengo que ir a saludar a tu casero —terció Reiko—. Vive al otro lado del jardín, ¿no?
—¿Piensas ir a saludarlo?
—Imagino que si ve a una vieja metida en tu casa tocando la guitarra algo va a pensar… Mejor hacerlo bien desde el principio. Si incluso le he traído una caja de dulces… —Estás en todo —comenté sorprendido.
—Los años te enseñan. Le diré que soy tía tuya por parte de madre y que he venido de Kioto, así que tú sígueme la corriente. En estos casos, la diferencia de edad facilita las cosas. Nadie sospechará nada.
Sacó una caja de dulces de la maleta y se fue, resuelta, mientras yo me sentaba en el porche, tomaba una taza de té y jugaba con el gato. Reiko no volvió hasta veinte minutos después. Cuando regresó, sacó de la maleta una lata de galletas de arroz y me dijo que aquél era mi regalo.
—¿De qué habéis estado hablando durante más de veinte minutos? — Mordisqueé una galleta.
—De ti, claro. —Acarició el gato, entre sus brazos, pasando la mejilla por su pelaje—. Está impresionado. Dice que eres un chico muy formalito y estudioso.
—¿Yo?
—Quién si no. —Reiko empezó a reírse.
Tomó mi guitarra y, tras afinarla, tocó Desafinado, de Antonio Carlos Jobim.
Hacía mucho tiempo que no le oía tocar la guitarra, y sus notas me caldearon el corazón, como de costumbre.
—¿Tocas la guitarra?
—Mi casero la tenía en el cuarto de los trastos, se la pedí y a veces practico.
—Luego te daré unas lecciones gratis. —Reiko dejó la guitarra, se quitó la chaqueta de tweed, se apoyó en una columna del porche y fumó un cigarrillo.
Debajo de la chaqueta llevaba una camisa a cuadros multicolores de manga corta.
—¿Te gusta mi camisa? —preguntó.
—Es muy bonita —convine. El dibujo era, en efecto, muy elegante.
—Pertenecía a Naoko —dijo Reiko—. Teníamos la misma talla de ropa.
Sobre todo cuando llegó al sanatorio. Después engordó un poco, pero, incluso así, seguimos teniéndola muy parecida. La misma talla de camisa y de pantalón, el mismo número de zapatos… La talla del sujetador no, claro. Ésa era muy diferente. Porque yo casi no tengo tetas. Siempre nos intercambiábamos la ropa.
Puede decirse que la compartíamos.
Observé a Reiko. Efectivamente, tenía un cuerpo parecido al de Naoko. La forma de su rostro y la fragilidad de sus muñecas la hacían parecer más delgada y pequeña que Naoko, pero, mirándola con atención, uno advertía que su cuerpo era robusto.
—Estos pantalones y esta chaqueta también son de ella. Todo es de Naoko.
¿Te molesta verme con su ropa?
—En absoluto. Ella estaría contenta de que alguien la aprovechara.
Especialmente, tú.
—Es extraño. —Reiko hizo chasquear los dedos—. A su muerte, Naoko no dejó nada escrito para nadie, excepto en cuanto a la ropa. Garabateó unas líneas en un bloc, que dejó encima de la mesa. Puso: « Dadle toda mi ropa a Reiko» .
¿No te parece extraño? ¿Por qué pensó en la ropa en un momento así, cuando se disponía a morir? ¿Qué importancia tiene eso? Había un montón de cosas más importantes sobre las que debía querer hablar… —Quizá no hubiera ninguna.
Mientras fumaba el cigarrillo, Reiko pareció sumirse en sus cavilaciones.
—¿Quieres que te cuente toda la historia, desde el principio?
—Sí —dije.
—Una vez se conocieron los resultados de las pruebas, aunque Naoko había experimentado una mejoría, los médicos decidieron ingresarla durante un largo periodo en el hospital de Osaka para recibir allí una terapia intensiva. Creo que esto ya te lo conté en mi carta del 10 de agosto.
—Recuerdo esa carta.
—El 24 de agosto su madre me llamó diciendo que Naoko quería visitarme cuando me fuera bien. Quería recoger sus cosas y, puesto que no nos veríamos durante una larga temporada, deseaba hablar conmigo largo y tendido; su madre me pidió si podía quedarse a dormir en mi habitación. Por mi parte, no había ningún problema. A mí también me apetecía mucho verla y hablar con ella. Al día siguiente, el 25, ella y su madre llegaron en taxi. Las tres estuvimos recogiendo sus cosas. Mientras, no paramos de charlar. A última hora de la tarde, Naoko le dijo a su madre que ya podía irse, que estaba todo arreglado, así que su madre llamó un taxi y se marchó. Naoko parecía muy animada y, tanto su madre como yo, estábamos tranquilas. La verdad es que hasta entonces me había preocupado Naoko. Pensaba que debía de estar abatida, deprimida, exhausta. Sé muy bien lo duras que son las pruebas y las terapias de los hospitales. Pero cuando la vi, me pareció que le habían sentado bien. Su aspecto era mucho más saludable de lo que imaginaba, sonreía, bromeaba, su manera de hablar era mucho más lúcida que antes, incluso me contó que había ido a la peluquería, que estaba muy contenta de su nuevo peinado… En fin, supuse que no pasaría nada si su madre nos dejaba a solas. « ¿Sabes, Reiko?» , me dijo. « En el hospital intentaré curarme de una vez por todas» . « Será lo mejor» , repuse.
Dimos un paseo y hablamos sobre lo que haríamos en el futuro. Ella me comentó: « Me gustaría vivir contigo» .
—¿Tú y ella?
—Sí. —Reiko se encogió de hombros—. Yo le respondí: « Me parece bien, pero ¿y Watanabe?» . Y ella repuso: « Con él tengo que arreglar las cosas» . No añadió nada más. A continuación hablamos de dónde viviríamos, de lo que haríamos. Luego fuimos al gallinero y jugamos con las aves.
Bebí una cerveza que saqué de la nevera. Reiko encendió otro cigarrillo. El gato dormía acurrucado en mi regazo.
—Naoko lo tenía todo cuidadosamente planeado desde un principio. Tal vez por eso parecía tan animada, tan sonriente, con tan buen aspecto. Había tomado una decisión y se sentía aliviada. Recogimos algunas cosas más del cuarto, las metimos en un bidón del jardín y las quemamos. El cuaderno que usaba como diario, varias cartas, cosas de este tipo. Incluso tus cartas. A mí me extrañó, y recuerdo que le pregunté por qué las quemaba. Hasta entonces las había tenido guardadas porque las releía constantemente. « Quiero deshacerme de todo mi pasado y empezar una nueva vida» , me dijo. « ¡Vaya!» , pensé. Creí en sus palabras. De hecho, aquello tenía su lógica. Deseaba que se recuperara y fuera feliz. ¡Aquel día estaba tan guapa! Ojalá la hubieras visto.
» Cenamos en el comedor, como de costumbre, nos bañamos, abrí una botella de buen vino que tenía guardada, bebimos y yo toqué a la guitarra canciones de los Beatles, como siempre: Norwegian Wood, Michelle, sus melodías favoritas. Estábamos de muy buen humor, apagamos la luz, nos desnudamos y nos echamos sobre la cama. Aquella noche hacía mucho calor y, aunque teníamos la ventana abierta, apenas entraba el aire. Fuera estaba oscuro como boca de lobo y el zumbido de los insectos se dejaba oír con fuerza. El olor a la hierba del verano llenaba la habitación haciendo el ambiente casi irrespirable. De repente, Naoko empezó a hablar de ti. De la relación sexual que habíais tenido aquella noche. Me lo contó todo con pelos y señales. Cómo la habías desnudado, cómo la habías acariciado, lo húmeda que estaba ella, cómo la habías penetrado, lo maravilloso que había sido. Describió hasta los pequeños detalles. Le pregunté, sorprendida: “¿Por qué me cuentas todo esto ahora?”. Había sido tan repentino…, jamás me había hablado de estas cosas de una manera tan abierta. Claro que nosotras, como si fuera una especie de terapia, habíamos hablado de sexo. Pero ella jamás había dado tantos detalles. Le daba vergüenza. Así que me asombró que se extendiera tanto sobre todo eso.
» “Me apetecía que lo supieras”, explicó Naoko. “Pero si no quieres escucharme, me callo”.
» “Si te apetece hablar suéltalo todo. Te escucho”, le dije.
» “Cuando me penetró me dolió muchísimo”, dijo Naoko. “Era la primera vez. Yo estaba muy húmeda y se deslizó dentro con facilidad, pero me dolió tanto que creí que iba a perder el sentido. Él la metió muy hondo, yo creía que ya no entraba más, pero me levantó un poco las piernas y me penetró todavía más adentro. Sentí cómo se me enfriaba todo el cuerpo. Como si me hubieran tirado al agua helada. Tenía los brazos y las piernas entumecidos y sentía escalofríos.
Me preguntaba qué me estaba pasando. Quizá fuera a morirme, pero no me importaba. Pero él se dio cuenta de que me dolía y se quedó dentro de mi vagina, tal como estaba, sin moverse, y me abrazó, me besó el pelo, el cuello, los pechos.
Durante mucho tiempo. Poco a poco, mi cuerpo fue recobrando el calor. Él empezó a moverse despacio y… Fue tan maravilloso que pensé que me estallaría la cabeza. Tanto que pensé que ojalá pudiera quedarme toda la vida así, entre sus brazos, haciéndolo”.
» “Si fue tan fantástico, podrías haberte quedado con él y hacerlo todos los días”, comenté.
» “Era imposible, Reiko. Yo lo sabía. Aquello se fue igual que vino. Jamás volvería. Fue algo que ocurre por casualidad una vez en la vida. No lo había sentido nunca antes, ni volvería a sentirlo después. Jamás he vuelto a tener ganas de hacerlo; jamás he vuelto a sentirme húmeda”.
» Por supuesto, quise explicárselo a Naoko. Le dije que esas cosas suelen ocurrirles a las chicas jóvenes y que luego se curan de forma natural, con el paso de los años. Además, habiendo ido bien una vez, no tenía de que preocuparse. Yo misma, poco después de casarme, tuve algún problema.
» “No es eso”, repuso Naoko. “No estoy preocupada, Reiko. Lo único que quiero es que nadie vuelva a penetrarme. No quiero que nadie vuelva a violentarme jamás”.
Terminé la cerveza mientras Reiko fumaba otro cigarrillo. El gato se desperezó en el regazo de Reiko, cambió de postura, volvió a dormirse. Reiko, tras dudar unos instantes, se llevó un cigarrillo a los labios y lo encendió.
—Luego empezó a llorar en silencio —siguió Reiko—. Me senté en su cama, le acaricié la cabeza y le dije que no se preocupara, que todo se arreglaría. Una chica joven y bonita como ella debía encontrar a un hombre que la tomara entre sus brazos y la hiciera feliz. Era una noche calurosa y Naoko estaba bañada en sudor y lágrimas, así que tomé una toalla de baño y le enjugué la cara y el cuerpo. Incluso tenía las bragas empapadas, se las saqué… No pienses nada extraño. Nos bañábamos siempre juntas; yo la veía como si fuese mi hermana pequeña.
—Ya lo sé, mujer —intervine.
—Naoko me pidió que la abrazara. « ¿Con este calor?» , repuse, pero ella me dijo que era la última vez. La abracé, durante mucho rato, envuelta en la toalla de baño, para que el sudor no rezumara. Cuando se tranquilizó, le volví a secar el sudor, le puse el pijama y la acosté. Se durmió enseguida. O tal vez fingió quedarse dormida. En cualquier caso, estaba preciosa. Parecía una niña de trece o catorce años a la que nadie hubiera herido en toda su vida. Yo, por mi parte, me dormí plácidamente, contemplándola.
» Cuando me desperté a las seis de la mañana ella ya no estaba. El pijama estaba allí, pero habían desaparecido su ropa, las zapatillas de deporte y la linterna que tenía siempre a la cabecera de la cama. Enseguida comprendí que algo iba mal. El que se hubiera llevado la linterna significaba que había salido cuando aún estaba oscuro. Por si acaso, eché una ojeada encima de la mesa, donde encontré la nota: “Dadle toda mi ropa a Reiko”. Corrí a avisar a todo el mundo y les pedí que me ayudaran a buscar a Naoko. Entre todos registramos el sanatorio y rastreamos los bosques aledaños. Tardamos cinco horas en encontrarla. Hasta se había traído la cuerda.
Reiko lanzó un suspiro y acarició la cabeza del gato.
—¿Quieres una taza de té? —le pregunté.
—Sí, gracias —dijo.
Calenté agua, preparé el té y salí al porche. El día declinaba, la luz del sol había palidecido y las sombras de los árboles se alargaban bajo nuestros pies.
Entre sorbo y sorbo de té, contemplé aquel extraño jardín donde se mezclaban caprichosamente las rosas amarillas, las azaleas y las nandinas.
—Poco después llegó la ambulancia y se la llevó. A mí me interrogó la policía. En fin, es un decir. No me preguntaron gran cosa. Naoko había dejado una nota antes de morir, era evidente que se trataba de un suicidio. Parecía que lo mínimo que cabía esperar de un enfermo mental fuera que se suicidara.
—Qué funeral tan triste tuvo Naoko, ¿verdad? —dije—. Tan silencioso, con tan poca gente… A su familia les preocupaba saber cómo me había enterado de que Naoko había muerto. Supongo que no querían que la gente se enterara de que había sido un suicidio. La verdad es que no tendría que haber acudido. Me sentí aún peor, y después me marché de viaje.
—Watanabe, ¿salimos a dar un paseo? —sugirió Reiko—. Podríamos ir a comprar algo para la cena. Estoy hambrienta.
—¿Hay algo que te apetezca comer en especial?
—Sukiyaki[28] —dijo—. Hace muchos años que no lo he probado. Incluso se me aparece en sueños. La carne, la cebolla, los fideos konnyaku[29], el tôfu, las hojas de crisantemo, todo cociéndose a fuego lento.
—Sí, pero no tengo ninguna cazuela.
—No importa. Yo me ocupo de eso. Voy a pedirle una al casero.
Reiko se encaminó hacia la casa principal y volvió con una cazuela, un hornillo de gas portátil y una larga manga de goma.
—¿Qué te parece? Fantástico, ¿eh?
—¡Y que lo digas! —dije admirado.
En la calle comercial del barrio compramos la carne de ternera, los huevos, las verduras y el tôfu; en la bodega, un vino relativamente bueno. Aunque quise invitarla, al final acabó pagándolo todo ella.
—Si se enteran de que mi sobrino tiene que pagarme la comida, me convertiré en el hazmerreír de la familia —bromeó Reiko—. Además, tengo bastante dinero. No temas. No me he marchado del sanatorio sin blanca.
De vuelta en casa, Reiko lavó el arroz y lo puso a cocer y yo extendí la manga de gas hasta el porche e hice los preparativos para cocinar el sukiyaki.
Cuando estuvo todo listo, Reiko sacó su guitarra del estuche, se sentó en el porche, ya sumido en la penumbra, y tocó una Fuga de Bach como si estuviera probando el instrumento. Tocaba los pasajes más bonitos intencionadamente despacio, con sentimiento, escuchando cada acorde. Reiko parecía una chica de diecisiete o dieciocho años contemplando extasiada un vestido que le gustaba. Le brillaban los ojos, los labios dibujaban una sonrisa. Cuando acabó de tocar la melodía, se apoyó en una columna del porche, alzó la vista al cielo y se sumió en sus pensamientos.
—¿Puedo hablarte? —le pregunté.
—Claro. Estaba pensando que tenía hambre —dijo Reiko.
—¿Irás a visitar a tu marido y a tu hija? Viven en Tokio, ¿no?
—En Yokohama. No, no iré. Ya te lo conté, ¿no es cierto? Para ellos es mejor no relacionarse conmigo. Tienen una nueva vida y sería muy duro volver a verlos. Creo que es mejor que no vaya.
Reiko arrugó una cajetilla vacía de tabaco Seven Stars, la tiró, sacó otro paquete de la maleta de piel, lo abrió y se llevó un cigarrillo a los labios. Pero no lo encendió.
—Estoy acabada. Lo que tienes frente a ti no es más que una pálida sombra de lo que fui. Mi interioridad murió hace mucho tiempo y ahora me limito a actuar mecánicamente.
—A mí me gusta mucho cómo eres ahora. Seas o no una pálida sombra de lo que fuiste. Quizá no tenga sentido decirlo, pero estoy muy contento de que lleves la ropa de Naoko.
Reiko sonrió y encendió el cigarrillo.
—Para ser tan joven sabes muy bien cómo hacer felices a las mujeres.
Me sonrojé.
—Sólo digo lo que pienso.
—Ya lo sé —dijo Reiko riéndose.
Mientras, el arroz se había acabado de cocer. Pusimos aceite en la cazuela y empezamos a preparar el sukiyaki.
—¿No será un sueño? —Reiko husmeaba el aire.
—Es un auténtico sukiyaki. Te lo digo por experiencia —comenté.
Sin apenas hablar, picoteamos con los palillos de la cazuela, bebimos cerveza y comimos el arroz en silencio. Gaviota se acercó atraída por el olor y compartimos la carne con ella. Cuando nos sentimos llenos, los dos nos apoyamos en una columna del porche y contemplamos la luna.
—¿Estás satisfecha? —le pregunté.
—Del todo —dijo Reiko hablando con dificultad—. Es la primera vez en mi vida que como tanto.
—¿Qué vas a hacer ahora?
—Cuando acabe de fumar el cigarrillo, tengo ganas de ir a unos baños públicos. Me noto el pelo sucio.
—Hay unos baños por aquí cerca —informé.
—Por cierto, Watanabe. Si no te importa, me gustaría que me dijeras algo.
¿Te has acostado con aquella chica, con Midori? —me preguntó Reiko.
—¿Te refieres a si hemos tenido relaciones sexuales? No. Decidimos esperar hasta que las cosas estuvieran claras.
—¿Y ahora ya lo están?
Sacudí la cabeza indicando que no lo sabía.
—¿Quieres decir que, ahora que Naoko ha muerto, todo se ha puesto en su lugar? —aventuré.
—Tú ya habías tomado una decisión antes de que Naoko muriera, ¿no es verdad? Decías que no podías separarte de Midori. Y eso no tiene nada que ver con que Naoko esté muerta. Elegiste a Midori y Naoko prefirió la muerte. Ya eres una persona adulta y tienes que responsabilizarte de tus propias decisiones. Si no, las cosas te irán mal.
—Pero eso no puedo olvidarlo —repliqué—. Le dije a Naoko que la esperaría. Pero no lo hice. Al final, la abandoné. No es ahora el momento de buscar culpables. Es un problema mío. Probablemente, aunque no la hubiera abandonado a medio camino, el resultado hubiera sido el mismo. Naoko ya debía de haber elegido la muerte. Pero no puedo perdonármelo. Tú dices que no puede hacerse nada contra el flujo natural de los sentimientos, pero mi relación con Naoko no fue algo tan simple. Desde el principio estuvimos unidos en la frontera entre la vida y la muerte.
—Si sientes dolor por la muerte de Naoko, siéntelo el resto de tu vida. Y si algo puedes aprender de este dolor, apréndelo. Pero intenta ser feliz con Midori.
Tu dolor no tiene nada que ver con ella. Si continúas así lo estropearás todo.
Aunque sea duro, trata de ser fuerte. Crece, madura. He salido del sanatorio para decirte esto. He venido desde lejos, en aquel tren que parece un sarcófago… —Comprendo muy bien lo que tratas de advertirme —dije—. Pero todavía no estoy preparado. Tuvo un funeral tan triste… Nadie debería morir de este modo… Reiko alargó la mano y me acarició la cabeza.
—Todos moriremos de este modo un día u otro.
Caminamos unos cinco minutos a lo largo del río hasta los baños públicos y al volver a casa nos sentimos como nuevos. Abrimos la botella de vino y nos sentamos en el porche.
—Watanabe, ¿te importaría servirme otra copa?
—Por supuesto.
—Celebraremos el funeral de Naoko —soltó Reiko—. Uno que no sea triste.
Le traje la copa y Reiko la llenó de vino hasta los bordes, que puso sobre la linterna de piedra del jardín. Después se sentó en el porche, se apoyó en la columna, tomó la guitarra y fumó un cigarrillo.
—¿Tienes cerillas? ¿Puedes traerme una caja? La más grande que tengas.
Le llevé la caja de cerillas de la cocina y me senté a su lado.
—Cada vez que yo toque una canción, tú pones una cerilla allí, una al lado de la otra. Tocaré tantas canciones como pueda.
Primero hizo una interpretación serena y bellísima de Dear Heart, de Henry Mancini.
—Este disco se lo regalaste tú, ¿no?
—Sí. Hace dos años, por Navidad. A ella le encantaba esta melodía.
—A mí también. Es tan dulce, tan hermosa… Y, tras rasguear deprisa algunos acordes de Dear Heart, tomó un sorbo de vino.
—Veremos cuántas canciones puedo tocar antes de emborracharme. Un funeral así no está nada mal, ¿no te parece? No es triste.
Reiko pasó, a los Beatles y tocó Norwegian Wood, Y esterday, Michelle, Something. Después cantó, acompañándose de la guitarra, Here Comes the Sun.
Al final interpretó The Fool of the Hill. Puse siete cerillas en fila.
—Siete canciones. —Reiko tomó un sorbo de vino y fumó un cigarrillo—.
Ellos debían de conocer muy bien la soledad y la dulzura de la vida humana, ¿no crees?
Con « ellos» . Reiko se refería, por supuesto, a John Lennon, Paul McCartney y George Harrison.
Tras un breve descanso, Reiko apagó el cigarrillo, tomó la guitarra y tocó Penny Lane, Blackbird, Julia, When I’m 64, Nowhere Man, And I Love Her y Hey Jude.
—¿Cuántas son?
—Catorce —dije.
—¿Y tú no cantas ninguna? —Suspiró.
—No sé cantar.
—Qué más da.
Traje mi guitarra y, a trancas y barrancas, logré entonar Up on the Roof.
Mientras tanto, Reiko fumó tranquilamente un cigarrillo y estuvo bebiendo vino.
Cuando acabé de tocar, me aplaudió con entusiasmo.
A continuación, Reiko tocó una adaptación para guitarra de Pavanne for a Dying Queen, de Ravel, e hizo una bella interpretación del Claro de luna, de Debussy.
—He perfeccionado estas dos melodías tras la muerte de Naoko —me contó Reiko—. Aunque ella, hasta el último día, sintió debilidad por las melodías sentimentales.
Luego tocó algunas canciones de Burt Bacharach: Close to Y ou, Raindrops Keep Falling on my Head, Walk on By, Wedding Bell Blues.
—Ya tenemos veinte —informé.
—Parezco una gramola —dijo Reiko divertida—. Si mis profesores del conservatorio me vieran, se sorprenderían.
Entre pitillos y sorbos de vino, fue tocando, una tras otra, todas las canciones que sabía. Interpretó unas diez de bossa nova y otras muchas de Rogers and Hart, Gershwin, Bob Dylan, Ray Charles, Carole King, los Beach Boys, Stevie Wonder, y también Ue o muite arukoo, Blue Velvet y Green Fields. En fin, todo tipo de música. A veces cerraba los ojos, o ladeaba la cabeza, o tarareaba siguiendo el compás de la música.
Tras el vino, echamos mano de la botella de whisky. Derramé el vino que había dentro de la copa sobre la linterna y llené la copa de whisky.
—¿Cuántas canciones tenemos ahora?
—Cuarenta y ocho —contesté.
La que hizo cuarenta y nueve fue Eleanor Rigby, y al final volvió a tocar Norwegian Wood. Al llegar a la canción número cincuenta, Reiko se tomó un respiro y bebió un trago de whisky.
—Tal vez sea suficiente.
—Desde luego. Es increíble.
—Ahora, escúchame, Watanabe. Olvídate de lo triste que fue aquel funeral.
—Reiko me miró a los ojos—. Acuérdate sólo de éste. Ha sido precioso, ¿no es cierto?
Asentí a sus palabras.
—Una canción más de propina —dijo Reiko. Tocó, como número cincuenta y uno, la Fuga de Bach de siempre.
—Watanabe, ¿te apetece hacerlo? —me susurró al terminar de tocar.
—Es extraño —reconocí—. Yo estaba pensando lo mismo.
En la habitación oscura, con las ventanas cerradas, Reiko y yo nos abrazamos como si fuera lo más natural del mundo y buscamos el cuerpo del otro. Le quité la camisa, los pantalones, la ropa interior.
—He llevado una vida curiosa, pero no se me había pasado por la cabeza la posibilidad de que algún día un chico de veinte años me quitara las bragas.
—¿Prefieres quitártelas tú?
—No, no. Quítamelas tú. Pero estoy arrugada como una pasa, no vayas a llevarte una desilusión.
—A mí me gustan tus arrugas.
—Voy a echarme a llorar —susurró Reiko.
La besé por todo el cuerpo y recorrí con la lengua sus arrugas. Envolví con mis manos sus pechos lisos de adolescente, mordisqueé suavemente sus pezones, puse un dedo en su vagina, cálida y húmeda, que empecé a mover despacio.
—Te equivocas, Watanabe —me dijo Reiko al oído—. Eso también es una arruga.
—¿Nunca dejas de bromear? —le solté estupefacto.
—Perdona. Estoy asustada. ¡Hace tanto tiempo que no lo hago! Me siento como una chica de diecisiete años a la que hubieran desnudado al ir a visitar a un chico a su habitación.
—Y yo me siento como si estuviera violando a una chica de diecisiete años.
Metí el dedo dentro de aquella « arruga» , la besé desde la nuca hasta la oreja, le pellizqué los pezones. Cuando su respiración se aceleró y su garganta empezó a temblar, le separé las delgadas piernas y la penetré despacio.
—Ten cuidado de no dejarme embarazada. Me daría vergüenza, a mi edad.
—Tendré cuidado. Tranquila —dije.
Cuando la penetré hasta el fondo, ella tembló y lanzó un suspiro. Moví el pene despacio mientras le acariciaba la espalda; eyaculé de forma tan violenta que no pude contenerme. Aferrado a Reiko, expulsé mi semen dentro de su calidez.
—Lo siento. No he podido aguantarme —me excusé.
—¡No seas tonto! No hay por qué disculparse —bromeó Reiko dándome unos azotes en el trasero—. Siempre que te acuestas con chicas, ¿piensas tanto?
—Sí.
—Conmigo no hace falta. Olvídalo. Eyacula tanto como quieras y cuando te plazca. ¿Te sientes mejor?
—Mucho mejor. Por eso no he podido aguantarme.
—No se trata de aguantarse. Está bien así. A mí también me ha gustado mucho.
—Oye, Reiko —dije.
—Dime.
—Tienes que enamorarte de alguien. Eres maravillosa, sería un desperdicio que no lo hicieras.
—Lo tendré en cuenta. ¿Crees que en Asahikawa la gente se enamora?
Al rato volví a introducir dentro de ella mi pene erecto. Debajo de mí, Reiko se retorcía de placer y contenía el aliento. Mientras la abrazaba y movía, despacio y en silencio, el pene dentro de su vagina, hablamos de muchas cosas.
Era maravilloso charlar mientras hacíamos el amor.
Cuando se reía de mis bromas el temblor de su risa se transmitía a mi pene.
Permanecimos largo tiempo abrazados de este modo.
—Es fantástico estar así —dijo Reiko.
—Tampoco está nada mal moverse —añadí.
—Entonces hazlo.
La alcé asiéndola por las caderas y la penetré hasta el fondo, saboreando aquella sensación hasta que eyaculé.
Aquella noche lo hicimos cuatro veces. Al final de cada una de ellas, Reiko se abandonaba entre mis brazos, cerraba los ojos, lanzaba un profundo suspiro y temblaba unos instantes.
—Creo que no hace falta que vuelva a hacerlo en toda mi vida —dijo—.
Tranquilo. Para. Te lo ruego. Ya he agotado la parte que me tocaba para el resto de mis días.
—¿Quién sabe?
Intenté convencerla de que fuera a Asahikawa en avión, diciéndole que era más rápido y más cómodo, pero ella prefirió viajar en tren.
—Tomaré el ferry de Aomori-Hakodate. No me apetece volar —comentó.
Así que la acompañé a la estación de Ueno. Reiko cargaba el estuche de la guitarra, y yo, su maleta. Una vez allí, nos sentamos en un banco del andén a esperar el tren. Ella vestía la misma chaqueta de tweed y los mismos pantalones blancos que le vi el día en que llegó a Tokio.
—¿Te gustó Asahikawa? —me preguntó.
—Es un buen sitio —dije—. Iré a visitarte pronto y te escribiré.
—Me gustan tus cartas. Pero Naoko las quemó todas. Con lo bonitas que eran… —Las cartas no son más que un trozo de papel. Aunque se quemen, en el corazón siempre queda lo que tiene que quedar; por más que las guardes, lo que no debe quedar desaparece.
—Si te soy sincera, me da pánico ir sola a Asahikawa. Así que escríbeme.
Cuando lea tus cartas sentiré que estás a mi lado.
—Te escribiré tanto como quieras. Pero estate tranquila. Vayas adónde vayas, saldrás adelante.
—Me da la sensación de que todavía tengo algo metido dentro. Debe de ser una alucinación.
—Es una pálida sombra de lo que fue. —Me eché a reír.
Reiko también se rió.
—No me olvides —me rogó.
—No te olvidaré nunca.
—Tal vez jamás vuelva a verte, pero siempre me acordaré de ti y de Naoko.
Miré a Reiko a los ojos. Estaba llorando. En un impulso, la besé. Al pasar, la gente nos miraba con curiosidad, pero a mí no me importaba. Estábamos vivos y teníamos que preocuparnos por seguir viviendo.
—Sé feliz —dijo Reiko en el momento de separarnos—. Ya te he dado todos los consejos que podía ofrecerte. No me queda nada que decir. Sólo que seas feliz. Te deseo la parte de felicidad que le correspondía a Naoko, y también la mía.
Nos dijimos adiós con la mano y nos separamos.
Llamé a Midori por teléfono.
—Quiero hablar contigo —le dije—. Tengo muchas cosas que contarte. Eres lo único que deseo en este mundo. Necesito verte. Quiero empezar una nueva vida a tu lado.
Al otro lado de la línea, Midori enmudeció durante largo tiempo. Aquel silencio recordaba todas las lluvias del mundo cayendo sobre la faz de la Tierra.
Yo, mientras tanto, permanecí con los ojos cerrados y la frente apoyada en el cristal. Por fin, Midori habló.
—¿Dónde estás? —susurró.
¿Dónde estaba? Todavía con el auricular en la mano, levanté la cabeza y miré alrededor de la cabina. ¿Dónde estaba? No logré averiguarlo. No tenía la más remota idea de dónde me hallaba. ¿Qué sitio era aquél? Mis pupilas reflejaban las siluetas de la multitud dirigiéndose a ninguna parte. Y yo me encontraba en medio de ninguna parte llamando a Midori.

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⏰ Última actualización: Aug 23, 2023 ⏰

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