El lunes Midori no apareció en clase. Me pregunté qué podía haberle ocurrido. Habían transcurrido diez días desde la última vez que habíamos hablado por teléfono. Pensé en llamarla a su casa, pero recordé que me había dicho que sería ella quien se pondría en contacto conmigo, de modo que abandoné la idea.
El jueves vi a Nagasawa en el comedor. Se acercó a mí con la bandeja en la mano, se sentó a mi lado y se disculpó por la escena del sábado.
—No tiene importancia. Al contrario, gracias a ti por la cena —le dije—. En todo caso, fue una celebración un poco extraña.
—Y que lo digas —concedió.
Durante un rato comimos en silencio.
—Ya he hecho las paces con Hatsumi —informó.
—Era de esperar —comenté.
—Tengo la sensación de que también fui desagradable contigo.
—¿Qué te pasa hoy que estás tan crítico contigo mismo? ¿Te encuentras mal?
—Es posible. —Hizo dos o tres gestos afirmativos con la cabeza—. Por cierto, Hatsumi me ha dicho que le aconsejaste que se separara de mí.
—Lógico, ¿no te parece?
—Sí, tal vez.
—Ella es muy buena persona. —Tomé un sorbo de misoshiru.
—Ya lo sé. —Nagasawa suspiró—. Demasiado buena para mí.
Cuando sonó el timbre que me anunciaba que tenía una llamada telefónica, yo dormía tan profundamente como si estuviese muerto. Me encontraba en pleno sueño. Así que no comprendí nada de lo que estaba pasando. Me sentía como si, durante el sueño, mi cabeza hubiera estado en remojo y mi cerebro se hubiese hinchado. Miré el reloj. Eran las seis y cuarto, ¿de la mañana o de la tarde?
Tampoco logré recordar en qué día del mes ni en qué día de la semana estábamos. Eché una ojeada al exterior, vi que la bandera no pendía del asta.
Deduje que debían de ser las seis y cuarto de la tarde. Al menos la ceremonia de izamiento de la bandera tenía alguna utilidad.
—Watanabe, ¿estás libre ahora? —preguntó Midori.
—¿Qué día de la semana es hoy?
—Viernes.
—¿Por la tarde?
—Claro. ¡Mira que eres raro! Son las seis y dieciocho minutos.
« De la tarde. Lo suponía» , pensé. ¡Ahora lo entendía! Me había tumbado en la cama con la intención de leer y me había quedado dormido. « Viernes…» , me dije poniendo mi cabeza en funcionamiento. Sí, el viernes por la noche no trabajaba.
—Estoy libre. ¿Dónde estás?
—En la estación de Ueno. Ahora mismo salgo para Shinjuku. ¿Quieres que nos veamos?
Fijamos el lugar y la hora antes de colgar.
Cuando llegué al bar DUG, Midori me esperaba sentada a un extremo de la barra, tomando una copa. Llevaba una gabardina blanca, muy arrugada, sobre un fino jersey de color amarillo y unos vaqueros. En la muñeca lucía dos brazaletes.
—¿Qué estás tomando? —le pregunté.
—Un Tom Collins —contestó Midori.
Después de pedir un whisky con soda, me fijé en la gran maleta de piel que descansaba a sus pies.
—He estado de viaje. Acabo de volver ahora mismo —dijo.
—¿Y adónde has ido?
—A Nara y a Aomori.
—¿De una vez? —exclamé sorprendido.
—¡No! Puede que sea excéntrica, pero no se me ocurriría ir, de una vez, a Nara y a Aomori[25]. Han sido dos viajes distintos. En Nara he estado con mi novio. A Aomori he ido sola.
Bebí un trago de whisky con soda, le encendí con una cerilla el cigarrillo Marlboro que sostenía entre los labios.
—¿El funeral fue muy duro?
—No. Ya estamos acostumbradas. Basta con ponerse el kimono negro y estarse sentadita con cara de buena chica. Los demás se encargaron de todo. Mi tío, los vecinos… Trajeron el sake, encargaron el sushi, nos consolaron, lloraron, se quejaron, recordaron a mi padre. Fue muy cómodo. En comparación con cuidar al enfermo un día sí y otro también, es como ir de picnic. Mi hermana y yo estábamos tan cansadas que no nos salían las lágrimas. Ni llorar podíamos. Y, en éstas, la gente empezó a murmurar: « Fíjate lo frías que son, que no derraman una lágrima…» . A nosotras nadie nos hace llorar a voluntad. De haberlo querido, hubiéramos podido fingir, pero nosotras jamás haríamos una cosa así. Todos esperaban que lloráramos. Pues razón de más para no hacerlo. En esto nos parecemos mucho. Aunque nuestros caracteres son muy distintos.
Midori llamó al camarero haciendo tintinear los brazaletes y pidió otro Tom Collins y una ración de pistachos.
—Cuando terminó el funeral y todos volvieron a sus casas, mi hermana y yo estuvimos bebiendo sake hasta el amanecer. Bebimos tres litros y medio. Y despachamos contra todas esas lenguas viperinas: ése era un idiota; aquél, un miserable; el otro, un perro sarnoso; aquel otro, un cerdo. Y un hipócrita. Y un ladrón. Dijimos todo lo que se nos pasó por la cabeza.
—Me lo imagino.
—Nos emborrachamos, nos metimos en la cama y dormimos como marmotas. Muy, muy bien. Aunque sonara el teléfono, ni caso. Al despertarnos, encargamos sushi y, mientras comíamos, estuvimos hablando. Hemos decidido cerrar la tienda durante un tiempo y hacer lo que nos apetezca. Nos merecemos un pequeño descanso. Mi hermana ha pasado unos días con su novio, y yo he ido dos días a Nara con el mío a follar como locos. —Midori calló de pronto y se rascó la oreja—. ¡Perdona! ¡Vaya lengua!
—No te preocupes. Y entonces os fuisteis a Nara.
—Sí, Nara siempre me ha gustado.
—¿Y follaste como una loca?
—No lo hice ni una sola vez. —Soltó un profundo suspiro—. En cuanto llegué al hotel y abrí la maleta, me vino la regla.
No pude reprimir una carcajada.
—No tiene gracia. Se me adelantó más de una semana. Fue para echarse a llorar. Quizá fue por el estrés. Mi novio se puso furioso. Él siempre se enfada enseguida. Pero ¿qué podía hacer yo? No quería que me viniese la regla.
Además, cuando la tengo me encuentro mal. Los dos primeros días no tengo ganas de hacer nada. En días así es preferible no verme.
—¡Buena idea! Pero ¿cómo puedo saber que estás en esos días del mes? — pregunté.
—Los dos o tres primeros días de regla me pondré un sombrero rojo. Así te enterarás. —Midori se rió—. Si cuando me encuentres por la calle ves que llevo un sombrero rojo, tú haz como si no me vieras.
—Todas las mujeres deberían hacer eso —comenté—. Entonces, ¿qué hiciste en Nara?
—Jugué con los ciervos, di una vuelta y volví. ¡Ya me dirás! ¿Qué otra cosa podíamos hacer? Me peleé con mi novio y no hemos vuelto a vernos. Después regresé a Tokio, estuve un par de días vagando por la ciudad y luego me entraron ganas de hacer un viajecito sola y me fui a Aomori. Pasé dos noches en casa de un amigo en Hirosaki y después recorrí Shimokita y Tappi. Es muy bonito. Una vez escribí las leyendas de unos mapas de esa zona. ¿Y tú? ¿Has estado en Aomori?
Le dije que no.
—Te sorprenderá saber que mientras viajaba sola estuve pensando todo el tiempo en ti. —Tomó un sorbo de su Tom Collins y comió un pistacho—. Deseaba que estuvieras a mi lado.
—¿Y eso?
—¿« Y eso» ? —Midori me observó como si observara el vacío—. ¿Qué quieres decir?
—¿Por qué pensaste en mí?
—Tal vez porque me gustas. Está muy claro. La única razón que puede haber es ésta. ¿Crees que hay alguien en este mundo al que le apetezca estar con una persona que no le guste?
—Pero tú tienes novio y no deberías pensar en mí. —Bebí un sorbo de mi whisky con soda.
—O sea que, como tengo novio, ¿no puedo pensar en ti?
—No, no quería decir eso… —Watanabe, te lo advierto. —Midori me señaló con el dedo índice—. Voy arrastrando montones de cosas, a cual peor. ¡Es horroroooso! Así que no sigas pinchándome, o me echaré a llorar aquí mismo. Y, si empiezo, no pararé en toda la noche. Ahora ya lo sabes. Y yo, cuando lloro, lloro como una posesa, sin importarme quién esté a mi lado.
Asentí y no añadí nada más. Pedí mi segundo whisky con soda y comí pistachos. Por debajo del sonsonete de la coctelera agitándose, el entrechocar de vasos y el tintineo del hielo, sonaba una vieja canción de amor de Sarah Vaughan.
—Después del incidente del tampón, las cosas no han ido bien entre mi novio y yo —dijo Midori.
—¿El incidente del tampón?
—Sí, hace cosa de un mes fuimos a tomar unas copas con unos amigos suyos y se me ocurrió explicarles que a una vecina se le salió el tampón de un estornudo. Es chocante, ¿no?
—Sí, mucho —asentí riéndome.
—A todos les pareció muy divertido. Pero él se enfadó. « ¿Cómo se te ocurre contar estas vulgaridades?» , me soltó. « Me has decepcionado» .
—¡Vaya!
—Es un buen chico, no creas. Pero un poco estrecho de miras —explicó Midori—. Se enfada, por ejemplo, si llevo la ropa interior de otro color que no sea el blanco. ¿No te parece que eso es ser un poco estrecho?
—No lo sé. También puede ser una cuestión de gusto. —Me asombraba que semejante personaje estuviera enamorado de Midori, pero preferí callar.
—¿Y tú qué has estado haciendo? —preguntó Midori.
—Nada del otro jueves —dije, pero después recordé que había intentado masturbarme pensando en ella, tal como le había prometido. Se lo dije en voz baja para que la gente no nos oyera.
A Midori se le iluminó el rostro e hizo chasquear los dedos.
—¿Y qué tal?
—Cuando estaba a medias, me dio vergüenza y lo dejé correr.
—¿No se te levantaba?
—No.
—¡Eso no puede ser! —Me miró de reojo—. No debes avergonzarte. Tienes que pensar en guarradas. Si te doy permiso, tú adelante. ¡Ya sé! La próxima vez te hablaré por teléfono. ¡Ah, ah!… ¡Así, así!… ¡Me gusta, me gusta!… No, no… ¡Ah! ¡Me corro!… ¡No hagas eso! Y tú, mientras tanto, te masturbas.
—En la residencia el teléfono está en el vestíbulo, junto a la entrada. Siempre hay gente entrando y saliendo —le expliqué—. Si me masturbara en un lugar así, el director de la residencia me mataría de un guantazo. No me cabe duda.
—¡Vaya problema!
—Problema, ninguno. Un día de éstos volveré a intentarlo.
—¡Ánimo!
—Sí.
—Quizá no soy lo bastante sexy —dijo Midori.
—No, no se trata de eso —repuse—. Es…, cómo te lo diría, una cuestión de posiciones.
—Tengo la espalda muy sensible. Sólo con pasarme un dedito… —Lo tendré en cuenta.
—¿Vamos a ver una película porno? Una de ésas sadomaso, una muy bestia —sugirió.
Cenamos en un restaurante cuya especialidad era la anguila, y luego, en el mismo Shinjuku, entramos en un cine, cutre como había pocos, y compramos dos entradas para una sesión de tres películas para adultos. En el periódico habíamos visto que aquél era el único lugar donde pasaban películas sadomaso.
El cine olía a algo indefinible. Entramos justo a tiempo: la primera película estaba a punto de comenzar. Era una historia de dos hermanas —la mayor, oficinista, y la menor, estudiante de bachillerato— a quienes un puñado de hombres raptaban y sometían a diversas prácticas sádicas. El argumento era el siguiente: unos tíos infligían todo tipo de vejaciones a la hermana mayor bajo la amenaza de violar a la menor, pero, en éstas, la mayor acababa convirtiéndose en una masoquista de tomo y lomo, y la menor, por su parte, obligada a ver lo que le hacían a su hermana, se volvía loca. Era una historia tan reiterativa y deprimente que a media película ya estaba aburriéndome.
—Yo, de haber sido la hermana menor, no me hubiera vuelto loca por tan poca cosa. Hubiera mirado con los ojos bien abiertos —dijo Midori.
—No lo dudo.
—¿No crees que la hermana menor tiene los pezones muy oscuros para ser una colegiala virgen?
—Sí.
Ella disfrutaba con cada escena, parecía que fuera a devorar la película.
« Viéndola con tanto interés, realmente amortiza el precio de la entrada» , pensé admirado. Midori, cada vez que descubría algo nuevo, me informaba.
« ¡Mira, mira lo que hacen! ¡Es increíble!» . O también: « ¡Es horrible! ¡Qué fuerte que te lo hagan tres a la vez! A mí me rasgarían, seguro» . O esto otro:
« Watanabe, a mí me gustaría hacer una cosa así» . Y cosas por el estilo. Me resultaba mucho más interesante mirarla a ella que ver la película.
En el intermedio barrí con los ojos la sala iluminada. Midori era la única mujer entre el público. Al verla, unos chicos con pinta de estudiantes se sentaron mucho más allá.
—Watanabe, cuando miras una cosa así, ¿se te levanta? —me preguntó.
—A veces —dije—. De hecho, estas películas las hacen con esta intención.
—Entonces en esas escenas a todos los presentes se les levanta. ¡Zas!, treinta o cuarenta penes poniéndose tiesos a la vez. Al pensarlo se tiene una sensación muy extraña, ¿verdad?
—Ahora que lo dices, sí.
Dentro de lo que cabía esperar, la segunda fue una película más normal y, justamente por eso, más aburrida todavía que la primera. Había muchas escenas de sexo oral y, cada vez que salía en pantalla una felación, un cunnilingus o un sesenta y nueve, el recinto se inundaba de lametones y succiones a todo volumen. Me aturdió pensar en el curioso planeta donde vivía.
—¿A quién debe de habérsele ocurrido introducir ahí este sonido? —le pregunté a Midori.
—¡A mí me encanta! —dijo ella.
En la pantalla se veía el pene entrando y saliendo de la vagina. Hasta entonces, yo jamás me había percatado de la existencia de semejante sonido.
Los jadeos del hombre, « ¡Oh!» , « ¡Ah!» , y los gemidos de la mujer, « ¡Sí, sí!» o « ¡Más, más!» , eran relativamente comunes. Incluso se oía rechinar la cama.
Esta escena se alargó bastante. Al principio, Midori la observaba con interés, pero, tal como era de prever, pronto se hartó y me propuso que nos fuéramos.
Nos levantamos, salimos del cine y por fin respiramos aire fresco. Por primera vez en mi vida, el aire de Shinjuku me pareció refrescante.
—¡Qué divertido! —exclamó Midori—. Volveremos otro día.
—Estas películas son todas iguales —comenté.
—¡Y qué esperabas! Todos hacemos siempre lo mismo.
Tuve que darle la razón.
Después entramos en un bar y tomamos una copa. Yo bebí un vaso de whisky, Midori, dos o tres copas de no sé qué cóctel. Al salir del local, se empeñó en trepar a un árbol.
—Por aquí no hay árboles. Además, estás demasiado borracha para subirte a uno —le advertí.
—Eres siempre tan sensato que acabas deprimiendo al personal. Estoy borracha porque me da la gana. ¿Pasa algo? Y, aunque lo esté, puedo subirme a los árboles. ¡Eso es! Me subiré a uno muy, muy alto y me haré pipí encima de la gente, como si fuera una cigarra.
—¿No será que tienes ganas de ir al baño?
—Sí.
La llevé hasta unos servicios de pago de la estación de Shinjuku, introduje una moneda, empujé a Midori dentro, compré la edición vespertina del periódico y esperé leyéndolo a que saliera. Pero no aparecía. Al cabo de quince minutos, cuando, preocupado, me disponía a comprobar qué le había ocurrido, ella por fin salió. Estaba bastante pálida.
—Perdona. Me he quedado dormida allí sentada —se excusó.
—¿Cómo te encuentras? —le pregunté poniéndole el abrigo.
—No muy bien.
—Te acompaño a tu casa —dije—. Una vez allí, te das un baño caliente, despacito, y te acuestas. Estás cansada.
—No quiero volver a casa. Allí no hay nadie, no quiero dormir sola.
—¿Y entonces qué vas a hacer?
—Entrar en un love hotel de por aquí y dormir abrazada a ti. Mañana, después de desayunar, nos iremos juntos a clase.
—Cuando me llamaste ya tenías esta idea.
—Claro.
—Tenías que haber llamado a tu novio en vez de a mí. Hubiera sido lo más lógico. Los novios están para eso.
—Yo quiero estar contigo.
—No puede ser —añadí resuelto—. En primer lugar, tengo que volver a la residencia antes de las doce. Si no, incumpliré las normas de pernoctación. Ya lo hice una vez y tuve complicaciones. En segundo lugar, si me meto en la cama con una chica, me entran ganas de hacer el amor con ella y odio tener que aguantarme. A lo mejor, acabaría violándote y todo.
—¿Me pegarías, me atarías y me darías por atrás?
—No estoy bromeando.
—Pero me siento muy sola. Me sabe mal por ti, no creas. No hago más que exigirte cosas sin darte nada a cambio. Digo lo que me da la gana, te llamo, te llevo de acá para allá. Pero eres la única persona con quien puedo relajarme. En mis veinte años de vida, jamás he podido hacer lo que me ha dado la gana. Mis padres no me prestaban atención, y mi novio no es de ese tipo. En cuanto suelto lo primero que se me pasa por la cabeza, él se enfada. Y nos peleamos. Sólo cuento contigo. Ahora estoy tan cansada que necesito dormirme oyendo cómo alguien me dice guapa, bonita, y cosas así. Y entonces, cuando me despierte, me sentiré como nueva, y nunca, nunca más te pediré algo tan egoísta. Jamás. Seré una buena chica.
—Lo entiendo, pero es imposible —tercié.
—¡Por favor! Si no, me quedaré toda la noche aquí sentada, llorando. Y me acostaré con el primer tío que me dirija la palabra.
No podía hacer nada para negarme, así que llamé a la residencia y pregunté por Nagasawa. Le pedí si podía ayudarme a fingir que estaba de vuelta en la residencia.
—Es que estoy con una chica —le dije.
—Tratándose de eso, te ayudaré con mucho gusto —me contestó—. Daré la vuelta a tu tarjeta y la colgaré como si estuvieras dentro de la habitación. No te preocupes por nada y diviértete. Mañana por la mañana, puedes entrar por la ventana de mi cuarto.
—Gracias. Te debo una. —Colgué el auricular.
—¿Has podido arreglarlo? —preguntó Midori.
—Más o menos. —Suspiré.
—Todavía es pronto. Vayamos a una discoteca.
—¿No estabas tan cansada?
—Siempre estoy dispuesta a ir a bailar.
—¡Vaya! —exclamé.
Efectivamente, una vez entró en la discoteca y empezó bailar, Midori fue recuperándose. Se tomó dos cubalibres y bailó en la pista hasta quedar bañada en sudor.
—¡Es tan divertido! —comentó sentada a la mesa cuando se tomó un descanso—. Hacía siglos que no bailaba. Cuando una mueve el cuerpo, parece que se le libera el espíritu.
—Yo diría que al tuyo no le hace ninguna falta.
—¡Qué dices! —Ladeó la cabeza esbozando una sonrisa—. Y ahora que ya estoy bien, ¡tengo hambre! ¿Vamos a comer una pizza?
La llevé a la pizzería donde yo solía ir y pedimos una pizza napolitana y cerveza a presión. Yo apenas tenía hambre y sólo comí cuatro de los doce trozos;
Midori se zampó el resto.
—Veo que te encuentras mejor. Hasta hace un rato estabas pálida como un sudario y dabas tumbos —le dije boquiabierto.
—Apuesto a que mis ruegos egoístas han sido escuchados —soltó Midori—.
Se me ha quitado el nudo que me atenazaba la garganta. ¡Esta pizza está deliciosa!
—¿No hay nadie en tu casa?
—No, no hay nadie. Mi hermana está en casa de una amiga. Ella es muy miedosa y cuando no estoy en casa se va a dormir fuera.
—Dejemos para otra ocasión lo del love hotel. Allí sólo conseguiremos sentirnos vacíos. Vayamos a tu casa. Supongo que tendrás un futón para mí… Midori reflexionó unos instantes y finalmente asintió.
—Vayamos a casa.
Tomamos la línea Yamanote, fuimos hasta Ôtsuka y al llegar levantamos la persiana metálica de la librería Kobayashi. En la persiana habían pegado un papel donde ponía CERRADO TEMPORALMENTE. El interior oscuro de la tienda olía a papel antiguo, como si llevaran mucho tiempo sin abrirla. La mitad de los estantes permanecían vacíos y casi todas las revistas estaban empaquetadas y listas para ser devueltas. La tienda me pareció mucho más vacía y helada que la primera vez que la había visto. Parecía un barco abandonado en la orilla.
—¿Pensáis cerrar la tienda? —pregunté.
—Hemos decidido venderla —dijo Midori—. Venderla y repartirnos el dinero entre mi hermana y yo. Y vivir por nuestra cuenta, sin nadie que nos proteja. Mi hermana se casa el año que viene y a mí me quedan tres años de universidad.
Espero que nos alcance el dinero. Además, tengo un trabajo por horas. Cuando vendamos la tienda, alquilaremos un apartamento y durante un tiempo viviremos juntas.
—¿Crees que encontraréis un comprador?
—Es probable. Tenemos un conocido que quiere montar una tienda de lanas y hace tiempo que dice que le interesa el local. ¡Pobre papá! Se pasó la vida trabajando como un burro, compró la tienda, fue pagando la hipoteca poco a poco y, de todo eso, al final no ha quedado nada. Todo se ha esfumado como una burbuja.
—Quedas tú —dije.
—¿Yo? —Midori se rió con extrañeza. Respiró hondo—. Vayamos arriba.
Aquí hace frío.
Al llegar a la planta superior, me hizo sentar a la mesa de la cocina y puso el agua del baño a calentar. Entretanto, yo herví agua en la tetera y preparé el té.
Mientras se calentaba el agua del baño, tomamos té, sentados el uno frente al otro a la mesa de la cocina. Ella me estuvo contemplando con la mejilla apoyada sobre la palma de la mano. No se oía otro ruido que el tictac del reloj y el termostato de la nevera, encendiéndose y apagándose. El reloj señalaba casi la medianoche.
—Watanabe, ahora que te miro con atención, veo que tienes una cara muy divertida —comentó Midori.
—¿Ah, sí? —repuse ofendido.
—Me suelen gustar los chicos guapos, pero, cuanto más te observo, más claro lo tengo: no estás nada mal.
—Yo a veces pienso lo mismo de mí mismo. Me digo: « No estás nada mal» .
—No te ofendas. Me cuesta expresar mis sentimientos con palabras. Así que la gente siempre me malinterpreta. Lo que trato de decir es que me gustas. Pero me parece que ya te lo había dicho antes.
—Sí, ya me lo habías dicho —añadí.
—Poco a poco voy aprendiendo cosas sobre los hombres.
Midori trajo un paquete de Marlboro y tomó un cigarrillo.
—Y aún tengo muchas cosas que aprender.
—Lo imagino.
—¡Ah! Por cierto, ¿quieres quemar una barrita de incienso por mi padre? — sugirió Midori.
La seguí hasta la habitación donde estaba el altar budista y encendí una barrita de incienso.
—El otro día me desnudé delante de la fotografía de mi padre. Le mostré mi cuerpo en una postura de yoga. « Mira, papá, esto son las tetas, esto el coño…» .
—¿Y por qué lo hiciste? —le pregunté anonadado.
—Me apetecía mostrarle mi cuerpo. Total, la mitad de mi existencia es fruto de un espermatozoide suyo, ¿no? ¿Qué hay de malo en enseñárselo? « Ésta es tu hija» . Puestos a confesarlo todo, estaba borracha, lo cual me animó a hacerlo.
—Ah.
—Al llegar, mi hermana se quedó patidifusa. Me vio desnuda, abierta de piernas, delante de la fotografía de mi padre. Y claro, se sorprendió.
—No me extraña.
—Le expliqué mis razones. Le dije: « Hazlo tú también, Momo. Ven aquí, desnúdate y enséñaselo todo a papá» . Pero ella no lo hizo. Se sorprendió y se fue. En estas cosas, es muy conservadora.
—Debe de ser una persona corriente —comenté.
—Watanabe, ¿qué te pareció mi padre?
—Soy bastante torpe con la gente. Pero con él no me sentí angustiado. Al contrario, estaba cómodo. Hablamos de varias cosas.
—¿De qué?
—De Eurípides.
Midori se rió, divertida.
—¡Mira que eres raro! No creo que haya muchas personas en este mundo que se pongan a hablarle de Eurípides a un enfermo que agoniza, a quien, además, acaban de conocer.
—Tampoco creo que haya muchas que se abran de piernas ante la foto de su padre —repuse.
Midori soltó una risita e hizo sonar la campanilla del altar budista.
—¡Buenas noches, papá! Nosotros ahora nos divertiremos, así que descansa en paz. Ya no sufres, ¿verdad? Una vez muerto, se acaban los dolores. Y si todavía sufres, quéjate a Dios. Dile que ya basta. Encuentra a mamá en el paraíso y disfruta con ella. Cuando te ayudaba a hacer pipí, te vi el pito y no estaba nada mal. ¡Ánimo! ¡Buenas noches!
Entramos en el baño por turno y nos pusimos el pijama. Midori me prestó uno sin estrenar de su padre. Me iba un poco pequeño, pero mejor era eso que nada.
Midori extendió el futón de los invitados en el suelo de la habitación donde estaba el altar budista.
—¿Te da miedo dormir frente al altar? —me preguntó.
—No hago nada malo. —Empecé a reírme.
—¿Me abrazarás hasta quedarme dormida?
—Como quieras.
La abracé tendido en el extremo de la pequeña cama de Midori, haciendo equilibrios para no rodar por el suelo. Midori aplastaba la nariz contra mi pecho y apoyaba las manos en mis caderas. Yo le rodeaba la espalda con el brazo derecho y me agarraba al borde de la cama con la mano izquierda para no caerme. Aquéllas eran, sin duda, unas condiciones nada propicias para la excitación sexual. La punta de mi nariz rozaba la cabeza de Midori, y su pelo corto me hacía cosquillas en la nariz.
—Cuéntame algo —dijo Midori presionando la cara contra mi pecho.
—¿Qué quieres que te cuente?
—Cualquier cosa. Algo que me haga sentirme mejor.
—Eres muy guapa.
—Midori. Pronuncia mi nombre.
—Eres muy bonita, Midori —corregí.
—¿Cuánto?
—Tan bonita como para hacer que las montañas se derrumben y el mar se seque.
Midori levantó la cabeza y me miró.
—¡Tus expresiones son muy peculiares! —comentó.
—Viniendo de ti, me quedo tranquilo —dije, riéndome.
—Dime más cosas bonitas.
—Me gustas, Midori.
—¿Cuánto?
—Me gustas como un oso en primavera.
—¿« Un oso en primavera» ? —Midori volvió a levantar la cabeza—. ¿Qué es esto? ¡« Un oso en primavera» !
—Imagina que paseas sola por un prado y se te acerca un osito con la piel aterciopelada y unos ojazos. De pronto el osito te dice: « ¡Buenos días, señorita!
¿Quiere usted rodar conmigo?» . Entonces tú y el osito os pasáis el día entero rodando abrazados por una ladera sembrada de tréboles. Es bonito, ¿no?
—Muy bonito.
—Pues a mí me gustas tanto como eso.
Midori me abrazó con fuerza.
—Es lo mejor que he oído nunca —agradeció—. Si tanto te gusto, ¿harás caso de cualquier cosa que te diga? ¡Y no te enfades!
—Claro.
—¿Me cuidarás siempre?
—Claro. —Y le acaricié su pelo corto, parecido al de un bebé—. Todo irá bien. No te preocupes por nada.
—Tengo miedo —dijo Midori.
La abracé con dulzura hasta que sus hombros empezaron a subir y bajar rítmicamente y empezó a oírse la respiración del sueño. Me deslicé con cuidado fuera de la cama, fui a la cocina y bebí una cerveza. No tenía sueño, así que pensé en leer algo, pero a mi alrededor no había ningún libro. Entonces se me ocurrió ir a la habitación de Midori y tomar alguno de la estantería, pero temí hacer ruido y despertarla.
Estaba tomando la cerveza cuando de pronto recordé que me hallaba en una librería. Bajé a la tienda, encendí la luz y rebusqué en la estantería de los libros de bolsillo. No me apetecía ningún libro en especial, pues había leído la mayoría de ellos. Al final, me decidí por un descolorido ejemplar de Bajo las ruedas de Hermann Hesse, que aparentemente llevaba mucho tiempo en la tienda, y dejé el importe al lado de la caja registradora. Al menos, había contribuido a reducir las existencias de la librería Kobayashi.
Sentado a la mesa de la cocina, entre trago y trago de cerveza, leí Bajo las ruedas. Lo había leído el año de mi ingreso en secundaria. Y ahora, ocho años después, lo releía a medianoche, en la cocina de la casa de una chica, vestido con un pijama de su padre muerto que me iba pequeño. « ¡Qué extraño!» , pensé.
« De no encontrarme en esta situación, jamás hubiera releído este libro» .
Bajo las ruedas, pese a tener pasajes un tanto anticuados, es una buena novela. Y yo, en aquella cocina sumida en la quietud, de madrugada, la leí con placer. En un anaquel encontré una botella polvorienta de brandy, me serví un poco en una taza de café y lo bebí. El alcohol me templó el cuerpo, pero el sueño se resistía a visitarme.
Poco antes de las tres, comprobé que Midori dormía profundamente. Debía de estar exhausta. La luz de las farolas de la calle, que se erguían al otro lado de la ventana, inundaban la habitación de una pálida luz blanca, parecida a la de la luna. Midori dormía dándole la espalda a la luz. Su cuerpo permanecía completamente inmóvil, como si estuviera congelado. No se escuchaba más que la acompasada respiración del sueño. Pensé que su manera de dormir era idéntica a la de su padre.
Al lado de la cama estaba la maleta de viaje, en el mismo sitio donde la había dejado, y la gabardina colgaba del respaldo de la silla. Sobre el pupitre reinaba un orden absoluto; de la pared de enfrente colgaba un calendario de Snoopy.
Entreabrí las cortinas y bajé la mirada hacia la calle, desierta. Todas las tiendas tenían la persiana bajada; delante de la bodega, las máquinas expendedoras de bebidas, alineadas, como agazapadas, aguardaban con paciencia el amanecer.
De vez en cuando el grave chirrido de los neumáticos de los camiones de largo recorrido hacía vibrar el aire. Fui a la cocina, me serví más brandy y seguí leyendo Bajo las ruedas.
Cuando terminé de leerlo, el cielo empezaba a clarear. Calenté agua, tomé una taza de café instantáneo, escribí con un bolígrafo una nota en un bloc que había sobre la mesa de la cocina. « He bebido de tu brandy y he comprado Bajo las ruedas. Ya ha amanecido y me vuelvo a casa. Adiós» . Y, tras dudar un poco, añadí: « Estás muy guapa cuando duermes» . Luego lavé la taza, apagué las luces de la cocina, bajé las escaleras, levanté la persiana metálica intentando hacer el menor ruido posible y salí a la calle. Me preocupaba que algún vecino me viera, pero no eran siquiera las seis de la mañana y no había nadie deambulando por las calles. Sólo los cuervos, posados sobre el tejado, oteaban los alrededores. Tras lanzar una breve mirada hacia la ventana de Midori, de donde colgaban unas cortinas color rosa, caminé hasta la parada del tranvía, me apeé en la última estación y me dirigí a la residencia. Encontré una cafetería abierta y allí desayuné arroz, misoshiru, tsukemono y tortilla. Rodeé la residencia, fui hacia la parte trasera y golpeé con suavidad la ventana de la habitación de Nagasawa, en la planta baja. Me abrió enseguida la ventana.
—¿Te apetece una taza de café? —me dijo.
Decliné su oferta. Le di las gracias, me retiré a mi habitación, me lavé los dientes, me quité los pantalones, me deslicé entre las sábanas, cerré los ojos con fuerza. Pronto me sumergí en un sueño sin sueños, pesado como una puerta de plomo.
Todas las semanas escribía y recibía cartas de Naoko. No eran muy extensas.
Me decía que, al empezar noviembre, de noche el frío arreciaba y se dejaba sentir por las mañanas.
« Tu regreso a Tokio coincidió con la llegada del otoño, así que no dudo en achacar la sensación que tengo de que se ha abierto un agujero en mi interior a tu ausencia o a la estación. Reiko y yo hablamos mucho de ti. Te manda recuerdos.
Ella sigue siendo tan amable conmigo como siempre. Creo que si no la tuviera a mi lado no podría soportar la vida que llevo aquí. Cuando me siento sola, lloro.
Reiko me dice que es bueno llorar. Pero sentirse sola es muy duro. Cuando me siento sola, hay algunas personas que me hablan desde las tinieblas. Igual que los árboles mecidos por el viento susurran en la noche, ellos se dirigen a mí. Kizuki y mi hermana me hablan de este modo. También ellos se sienten solos y buscan a alguien con quien charlar.
» A veces, en las noches de soledad y sufrimiento, releo tus cartas. Me aturde el alud de noticias procedentes del exterior, pero a la vez todo lo que me cuentas del mundo me tranquiliza. Es algo extraño, ¿verdad? Por eso releo tus cartas constantemente. También Reiko las lee. Y hablamos sobre lo que escribes. Me gustó mucho lo que me contaste sobre el padre de esa chica, Midori. Esperamos con mucha ilusión tu carta semanal como uno de nuestros entretenimientos, ya que aquí una carta es una diversión.
» También yo intento encontrar tiempo para escribirte, pero en cuanto me enfrento al papel me deprimo. Te escribo esta carta haciendo acopio de todas mis fuerzas. Reiko me riñe diciéndome que debo responderte. Te ruego que no me malinterpretes. ¡Hay tantas cosas que quiero contarte, tantas cosas que quiero expresarte! Pero no sé cómo plasmarlas por escrito. Escribir es muy duro para mí.
» Midori parece una chica muy interesante. Leyendo tu carta, me dio la impresión de que le gustabas, y así se lo comenté a Reiko. Y ella me dijo: “Es natural. También me gusta a mí”. Cada día vamos a buscar setas y castañas. Y, día tras día, nos sirven arroz con castañas, o arroz con setas matsutake, pero están tan buenas que no me cansa comerlas. Reiko casi no prueba bocado, aunque fuma un cigarrillo tras otro. Las aves y los conejos están bien.
» Adiós» .
Tres días después de mi vigésimo cumpleaños recibí un paquete de parte de Naoko. Contenía un jersey de cuello redondo color morado y una carta. Decía:
« Feliz cumpleaños. Espero que tus veinte años estén llenos de dicha. En cuanto a los míos, tengo la impresión de que acabarán tan mal como de costumbre, pero estaría muy contenta si mi parte de felicidad se uniera a la tuya.
Este jersey lo hemos tejido a medias Reiko y yo. Si lo hubiera hecho yo sola, no te lo hubiera regalado antes del día de San Valentín del año que viene. La parte bien hecha es la de Reiko, la mal hecha es la mía. A Reiko todo se le da bien y mirándola me odio a mí misma. No tengo nada de que enorgullecerme. Adiós.
Que sigas bien» .
También había un breve mensaje de Reiko.
« ¿Cómo estás? Para ti, Naoko tal vez represente el colmo de la dicha, pero a mis ojos es muy torpe. ¡En fin! Hemos logrado acabar, mal que bien, el jersey a tiempo. ¿Te gusta? El color y la forma los hemos elegido entre las dos. ¡Feliz cumpleaños!» .