El lunes, en cuanto me levanté de la cama a las siete de la mañana, corrí a lavarme la cara y a afeitarme y, sin desayunar siquiera, me dirigí al despacho del director de la residencia y le anuncié que iba a estar dos días fuera, en la montaña. No era la primera vez que hacía un viaje corto aprovechando mis días libres, así que el director se limitó a decir: « ¡Ah!» . Tomé un metro atestado de gente que se dirigía a sus puestos de trabajo, fui hasta la estación de Tokio, compré un billete de asiento no reservado para el Shinkansen[18] en dirección a Kioto, subí de un salto al primer Hikari, y, una vez dentro, desayuné una taza de café caliente y un bocadillo. Luego estuve una hora dormitando en el asiento.
Llegué a Kioto unos minutos antes de las once. Siguiendo las indicaciones de Naoko, fui hasta Sanjô en el autobús urbano, me dirigí a pie a la cercana terminal de autobuses privados y pregunté a qué hora y de qué parada salía el autobús número 16. Al parecer, a las 11:35 de la parada que estaba más alejada. Tardaba poco más de una hora en llegar a su destino. Compré un billete y después entré en una librería del barrio, compré un mapa, me senté en la sala de espera y busqué el emplazamiento exacto de la Residencia Ami. Según el mapa, se encontraba en un lugar perdido en las montañas. El autobús se dirigía hacia el norte atravesando varias montañas y, al llegar a un punto donde no podía avanzar más, daba media vuelta y regresaba a la ciudad. Yo debía apearme poco antes de la última parada. Allí encontraría un sendero y, según indicaba Naoko, tras andar unos veinte minutos llegaría a la Residencia Ami. « ¡Debe de ser un lugar muy tranquilo estando tan escondido entre las montañas!» , pensé.
En cuanto subieron unos veinte pasajeros, el autobús arrancó y enfiló hacia el norte por el interior de la ciudad, siguiendo el curso del río Kamo. Conforme avanzaba hacia el norte, menudeaban los campos de cultivo y los descampados entre las hileras de casas. Las tejas negras de los tejados y los plásticos de los invernaderos refulgían bajo el sol de principios de otoño. Poco después el autobús se adentró en las montañas. El camino era tortuoso y el conductor hacía girar sin descanso el volante a derecha e izquierda. Yo empecé a sentirme mareado. Aún tenía el sabor del café de la mañana en la boca del estómago. En éstas, las curvas se hicieron menos frecuentes y, en el momento en que yo lanzaba un suspiro de alivio, el autobús penetró en un gélido bosque de cedros. Los árboles se erguían tan altos como en una selva virgen, impidiendo el paso de los rayos del sol al tiempo que lo cubrían todo de sombras. El viento que entraba por las ventanillas se enfrió de repente y la piel se me humedeció. Durante bastante tiempo avanzamos a través del bosque de cedros siguiendo el curso del río y, cuando yo ya empezaba a creer que el mundo entero yacía enterrado para siempre en ese paraje, dejamos atrás el bosque y salimos a una especie de cuenca rodeada de montañas. Hasta donde alcanzaba la vista, se extendían unos campos verdes y, a lo largo del camino, fluía un río de aguas cristalinas. A lo lejos se alzaba una delgada columna de humo blanco; aquí y allá se veía ropa tendida al sol, y algunos perros ladraban. Frente a las casas había leña apilada hasta el alero y, encima del montón de leña, dormitaban unos gatos. En las casas no se veía un alma.
La misma escena se repitió una y otra vez. El autobús cruzaba un bosque de cedros, entraba en un pueblo, lo atravesaba y volvía a adentrarse en un bosque de cedros. Se detenía en cada pueblo y bajaban algunos pasajeros. No subió ninguno. A los cuarenta minutos de trayecto llegamos a un desfiladero con una amplia panorámica. El conductor detuvo el autobús y nos anunció una parada de seis minutos: si algún pasajero deseaba apearse podía hacerlo. Sólo quedábamos cuatro pasajeros, incluyéndome a mí, y todos bajamos del autobús para estirar las piernas, fumarnos un cigarrillo y contemplar la ciudad de Kioto a nuestros pies. El conductor orinó. Un hombre de unos cincuenta años y rostro atezado, que había cargado en el autobús una gran caja de cartón atada con un cordel, me preguntó si iba a hacer montañismo. Asentí; era lo más cómodo.
Al poco subió otro autobús en sentido opuesto, paró al lado del nuestro y el conductor bajó. Tras intercambiar unas palabras, ambos conductores montaron en sus respectivos autobuses. Los pasajeros volvimos a nuestros asientos, y los dos vehículos prosiguieron la marcha en sentido contrario. Pronto descubrí la razón por la que nuestro autobús había esperado en lo alto del desfiladero a que llegara el otro vehículo. Un poco más abajo, el camino se estrechaba, lo que hacía imposible que dos autobuses grandes circularan al mismo tiempo. El autobús se cruzó con varias furgonetas pequeñas y turismos. En cada ocasión, uno u otro vehículo tuvo que retroceder y arrimarse a la parte más abierta de la curva.
Los pueblos que encontramos a lo largo del camino eran mucho más pequeños que los anteriores, y los cultivos, más reducidos. La montaña se hizo más abrupta y llegó hasta el borde del camino. Sin embargo, los perros, cuando el autobús entraba en los pueblos, ladraban con furia, como si compitieran entre sí.
Me apeé en una parada donde no había nada. Ni personas ni campos.
Únicamente el poste de la parada, un riachuelo y la entrada de un camino de montaña. Me eché la mochila a la espalda y enfilé hacia el sendero que discurría a lo largo del riachuelo. A la izquierda fluía el río; a la derecha había un bosque.
Tras avanzar unos quince minutos por la suave pendiente, por fin encontré un ramal de anchura suficiente para permitir el paso de un coche y, en la entrada del ramal, un cartel que decía: RESIDENCIA AMI. PROHIBIDO EL PASO A EXTRAÑOS.
En el sendero del bosque se distinguían las huellas de los neumáticos de los coches. Entre los árboles se oía a ratos el batir de las alas de algún pájaro. Era un sonido tan nítido que parecía que alguien lo hubiera amplificado sobre el resto de ruidos del bosque. Una sola vez se oyó en la lejanía un disparo de escopeta, que sonó tan amortiguado como si llegara a través de varios filtros.
Tras cruzar el bosque, me topé con un muro de color blanco. Se trataba de un muro no más alto que yo mismo, sin estacas o tela metálica en lo alto, por lo que hubiera podido saltarlo sin dificultad. La puerta, abierta de par en par, era negra, metálica y sólida, y la garita del guarda estaba desierta. Al lado del portal había colgado otro cartel que decía: RESIDENCIA AMI. PROHIBIDO EL PASO A EXTRAÑOS. En la garita advertí ciertos indicios de que, hasta unos instantes atrás, había habido alguien: tres colillas en el cenicero, restos de té en una taza, un transistor en la estantería y, colgado de la pared, un reloj cuyo rítmico tictac era un sonido seco. Esperé a que el guarda volviera, pero, como no llegaba, pulsé dos o tres veces un timbre que vi allí cerca. Detrás del portal había un aparcamiento con un minibús, un todoterreno y un Volvo de color azul. El aparcamiento tenía capacidad para unos treinta vehículos, pero sólo lo ocupaban esos tres.
Al cabo de dos o tres minutos, un guarda vestido de uniforme azul marino se acercó por el sendero del bosque montado en una bicicleta amarilla. Era un hombre de unos sesenta años, alto y con entradas. Apoyó la bicicleta en la pared de la garita y se excusó mecánicamente: « Perdone que lo haya hecho esperar» .
En el guardabarros de la bicicleta había pintado un « 32» con pintura blanca.
Después de decirle mi nombre, llamó por teléfono y repitió mi nombre dos veces. Le comentaron algo, él asintió y colgó el auricular.
—Vaya al pabellón principal y allí pregunte por la doctora Ishida —me dijo el guarda—. Si sigue por la arboleda encontrará una rotonda. Usted tome el segundo camino a la izquierda, ¿me entiende?, el segundo a la izquierda. Cuando vea un edificio antiguo, gire a la derecha y atraviese otra arboleda hasta llegar a un edificio de hormigón. Es el pabellón principal. Hay un letrero. No tiene pérdida.
Tal como me había indicado, me desvié por el segundo camino a la izquierda de la rotonda y, al fondo, encontré una casa antigua llena de encanto. En el jardín había unas rocas de hermosas formas y una linterna de piedra; las plantas estaban bien cuidadas. A todas luces, aquélla debía de haber sido una antigua villa de recreo. Tras torcer a la derecha y cruzar un macizo de árboles, apareció ante mis ojos un edificio de hormigón de tres plantas, que se levantaba sobre un terreno excavado, por lo que no daba una sensación imponente. Era de líneas simples, muy pulcro.
Se entraba por el primer piso. Subí unos escalones, abrí una puerta grande de cristal y me encontré a una mujer joven vestida de rojo sentada en la recepción.
Le di mi nombre y le dije que el guarda me había indicado que preguntara por la doctora Ishida. Ella sonrió, señaló un sofá de color marrón que había en el vestíbulo y me dijo que me sentara y esperara unos instantes. Tomó el teléfono y marcó un número. Me descolgué la mochila del hombro, me hundí en el sofá y observé el lugar. Era un vestíbulo limpio y agradable. Había varias plantas, de las paredes colgaban unas pinturas abstractas de buen gusto y el suelo relucía.
Mientras esperaba, me entretuve contemplando mis zapatos reflejados en el pavimento.
Al rato la recepcionista me anunció que la doctora vendría enseguida. Asentí.
« ¡Qué sitio más silencioso!» , pensé. No se oía nada. « Debe de ser la hora de la siesta» , me dije. Era una tarde tan tranquila que parecía que todo, personas, animales y plantas, estuviese profundamente dormido.
Sin embargo, poco después se oyeron los pasos amortiguados de unos zapatos con suela de goma y apareció una mujer de mediana edad con el pelo corto y tieso. La mujer cruzó el vestíbulo en dirección a mí, se sentó a mi lado y cruzó las piernas. Me tomó la mano y la hizo girar arriba y abajo, estudiándola.
—Tú no has tocado ningún instrumento musical. Al menos durante los últimos años —me dijo a modo de saludo.
—No —respondí sorprendido.
—Lo dicen tus manos. —Sonrió.
Me pareció una mujer extraña. Tenía el rostro surcado de arrugas. Sin embargo, las arrugas, lejos de envejecerla, le conferían una juventud que trascendía la edad. Formaban parte de su rostro, como si ya hubiese nacido con ellas. Cuando sonreía, las arrugas sonreían; cuando ponía cara seria, las arrugas también ponían cara seria. Y cuando no sonreía ni estaba seria, las arrugas se esparcían por todo su rostro, irónicas y cálidas. Debía de rondar la cuarentena;
era una mujer agradable y atractiva. Sentí hacia ella una simpatía instantánea.
Llevaba el pelo muy mal cortado, con puntas hacia arriba aquí y allá, y el flequillo le caía en desorden sobre la frente. Pero este peinado le favorecía.
Vestía una camisa de trabajo azul encima de una camiseta blanca, unos holgados pantalones de algodón color crema y zapatillas de tenis. Era alta y delgada, apenas tenía pecho y curvaba con frecuencia los labios hacia un lado en un rictus irónico. En el rabillo del ojo se le dibujaban unas finas arrugas. Parecía una ebanista diestra y amable, aunque con un punto de cinismo.
Me miró de arriba abajo con una sonrisa pintada en los labios. Llegué a imaginar que, de un momento a otro, sacaría una cinta métrica del bolsillo y empezaría a medirme por todas partes.
—¿Sabes tocar algún instrumento musical?
—No —respondí.
—Es una lástima. Te divertiría.
Asentí. ¿A qué venía hablar de instrumentos musicales?
Tomó un paquete de Seven Stars del bolsillo de la camisa, se metió un cigarrillo entre los labios, le prendió fuego con un encendedor, aspiró con placer una bocanada de humo.
—Verás…, te llamas Watanabe, ¿no? He pensado que, antes de que veas a Naoko, será mejor que te explique cómo funcionan aquí las cosas. Así que primero charlaremos tú y yo. Este sitio es un poco especial y, si no sabes nada de él, puede desconcertarte. Porque no debes de conocerlo bien, ¿me equivoco?
—Apenas lo conozco.
—Bien. Entonces, en primer lugar… —De pronto chasqueó los dedos como si se hubiera dado cuenta de algo—. ¿Has comido? ¿Tienes hambre?
—Sí, tengo hambre —afirmé.
—Ven conmigo. Charlaremos en el comedor. Ya ha pasado la hora del almuerzo, pero algo nos darán.
La mujer se levantó, echó a andar por el pasillo, bajó la escalera y fue hasta el comedor de la planta baja. El comedor tenía capacidad para unas doscientas personas, pero sólo usaban la mitad del espacio y mantenían la otra separada por un biombo. Como en un hotel turístico en temporada baja. El menú consistía en estofado de patatas con fideos, ensalada, zumo de naranja y pan. Las verduras eran tan deliciosas como las había descrito Naoko en su carta. Comí todo lo que había en el plato sin dejar ni una miga.
—Comes a gusto, ¿eh? —comentó admirada.
—Está todo delicioso. No había probado bocado en todo el día.
—Si quieres puedes terminar mi plato. Estoy llena.
—Claro —dije.
—Tengo el estómago pequeño y apenas me cabe nada. Y lo que no lleno con la comida lo lleno de humo —dijo llevándose otro cigarrillo Seven Stars a los labios y prendiéndole fuego—. ¡Ah, por cierto! Puedes llamarme Reiko. Aquí todos me llaman así.
Reiko observaba con curiosidad cómo me comía el estofado que ella apenas había probado y cómo mordisqueaba el pan.
—¿Eres tú la médico que lleva a Naoko? —le pregunté.
—¿Médico yo? —exclamó frunciendo el entrecejo—. ¿De dónde has sacado semejante idea?
—Me han dicho que pregunte por la doctora Ishida.
—¡Ah, claro! Mira, yo aquí doy clases de música. Por eso me llaman « profesora Ishida»[19]. En realidad, soy una paciente. Pero, como ya llevo siete años aquí, enseño música y ayudo en las tareas administrativas, es difícil decir si soy una paciente o pertenezco a la plantilla. ¿Naoko no te ha hablado de mí?
Negué con un gesto de la cabeza.
—¡Vaya! —dijo Reiko—. En fin, Naoko y yo vivimos juntas. Somos compañeras de habitación. Es interesante estar con ella. Charlamos de muchas cosas. También de ti.
—¿De mí? —pregunté.
—Antes tengo que explicarte algunas cosas. —Reiko ignoró mi pregunta—.
Quiero que comprendas que esto no es un hospital convencional. Aquí no se recibe tratamiento, éste es un lugar de recuperación. Hay médicos, por supuesto, y visitan una hora al día, pero sólo toman la temperatura y controlan el estado general de los pacientes. No te aplican una terapia activa como en otros hospitales. Por eso, aquí no hay rejas en las ventanas y el portal está siempre abierto. La gente entra y sale por propia iniciativa. Ingresan las personas para quienes esta cura es idónea. Aquí no puede estar cualquiera. A las personas que necesitan una terapia especial se las manda a un hospital especializado. ¿Me sigues?
—Más o menos. ¿Y en qué consiste exactamente esta cura de recuperación?
Reiko exhaló una bocanada de humo y se bebió el resto de zumo de naranja.
—La cura de recuperación es, en sí misma, la vida que llevamos aquí.
Horarios fijos, ejercicio, aislamiento del mundo exterior, tranquilidad, aire puro.
Aquí tenemos campos de cultivo, y casi somos autosuficientes. No hay televisión, ni radio. Parece una comuna de esas que están de moda. Entrar aquí cuesta bastante dinero, en eso sí es diferente de una comuna.
—¿Tan caro es?
—No es barato. Piensa que las instalaciones están muy bien. Y el terreno es enorme, hay pocos pacientes, mucha gente de plantilla. Yo, como llevo tanto tiempo aquí y soy medio del personal, estoy exenta de pagos. Por cierto, ¿te apetece una taza de café?
Respondí afirmativamente. Ella apagó el cigarrillo, se levantó, llenó dos tazas de café de un termo que había en la barra y las trajo a la mesa. Le puso azúcar al suyo, lo removió con una cucharita y lo probó haciendo una mueca.
—Este sanatorio no es una empresa con ánimo de lucro —continuó—. Por eso puede funcionar sin cobrar cuotas muy altas. Todo este terreno lo donó su propietario. Creó una corporación. Antiguamente, toda esta zona pertenecía a la villa de recreo de este propietario. Hasta hace unos veinte años. Supongo que habrás visto la antigua villa. Antes sólo estaba aquel edificio, y allí se reunían los pacientes para hacer terapia de grupo. Si quieres saber cómo empezó todo, te diré que el hijo de este señor tenía problemas psicológicos y un especialista le recomendó hacer terapia de grupo. Según las teorías de este doctor, algunas enfermedades mentales podían curarse si los enfermos vivían en un lugar apartado, ayudándose los unos a los otros, haciendo trabajo físico y contando, además, con la ayuda de un médico que les aconsejara y controlara las condiciones físicas en las que se encontraban. Así empezó todo. El centro fue creciendo paulatinamente, aumentaron los campos de cultivo y, hace cinco años, se construyó el pabellón principal.
—Veo que la cura de recuperación es efectiva.
—Sí, pero no para todas las enfermedades. Hay muchas personas que no se curan. Pero muchas otras, a quienes no les habían funcionado otras terapias, aquí se recuperan y hacen vida normal. Lo mejor es la ayuda mutua. Como todos sabemos que somos imperfectos, intentamos ayudarnos los unos a los otros. Por desgracia, en otros lugares el médico es el médico, y el paciente, el paciente. El paciente pide ayuda al médico y éste se la ofrece. Pero aquí nos ayudamos los unos a los otros. Cada uno es el espejo de los demás. Y los médicos son nuestros compañeros. Están a nuestro lado, nos observan y corren a ayudarnos cuando lo necesitamos, pero a veces somos nosotros quienes les ayudamos a ellos. Es decir, en algunos aspectos nosotros los superamos. Por ejemplo, yo doy clases de piano a algunos médicos, un paciente enseña francés a las enfermeras, cosas así. Entre las personas que sufren enfermedades como las nuestras, hay muchas que tienen un gran talento en un campo determinado. Aquí todos somos iguales. Los pacientes, el personal de plantilla y también tú. Mientras estés aquí, serás uno más, nosotros te ayudaremos y tú nos ayudarás a nosotros. —Reiko sonrió evidenciando las arrugas de su rostro—. Tú ayudarás a Naoko y Naoko te ayudará a ti.
—¿Y qué debo hacer?
—En primer lugar, querer ayudar a las personas y pensar que tú también necesitas la ayuda de los demás. En segundo lugar, ser honesto. No mentir, no disfrazar la verdad, no amañar las cosas del modo que más te convenga. Nada más.
—Lo intentaré —afirmé—. ¿Por qué llevas siete años aquí? Hasta ahora no me ha parecido que estés mal.
—Durante el día no. —Se le ensombreció el rostro—. Pero al llegar la noche la cosa cambia. Me revuelco por el suelo babeando.
—¿De verdad?
—¡Desde luego que no! —dijo inclinando la cabeza con incredulidad—.
Estoy curada, al menos de momento. Sólo que prefiero quedarme aquí y ayudar a que otros se recuperen. Enseño música, cultivo la tierra. Me gusta este sitio.
Aquí todos somos amigos. Y, frente a esto, ¿qué hay en el mundo exterior? Tengo treinta y ocho años, pronto cumpliré los cuarenta. El caso de Naoko es distinto. A mí no me espera nadie, no tengo familia, ni un trabajo que valga la pena, y no tengo amigos. Además, llevo siete años aquí. Ya no conozco el mundo. A veces, en la biblioteca leo el periódico. Pero, a lo largo de estos siete años, no me he alejado un paso de aquí. Ahora no le veo ninguna ventaja al hecho de salir.
—Quizá fuera se abra un mundo nuevo para ti. Puedes intentarlo.
—Tal vez. —Estuvo unos instantes haciendo girar el encendedor en la palma de su mano—. Watanabe, yo también tengo mis motivos para estar aquí. Si quieres, hablaremos de esto en otra ocasión.
Asentí.
—Entonces, ¿Naoko se encuentra mejor?
—Eso parece. Al principio estaba muy aturdida y nosotros estábamos preocupados porque no sabíamos qué hacer. Pero ahora se ha relajado, habla mucho mejor que antes, ya es capaz de expresar lo que quiere decir… En fin, una cosa es segura: va en la buena dirección. Pero hubiera tenido que recibir tratamiento mucho antes. En su caso, los síntomas empezaron a manifestarse cuando se suicidó Kizuki, su novio. Su familia debía de saberlo; ella misma debía de saberlo. Con lo que sucedió en su familia… —¿En su familia? —pregunté sorprendido.
—¿No sabes nada? —exclamó Reiko más sorprendida todavía.
Negué con un gesto de la cabeza.
—Esto debes preguntárselo directamente a Naoko. Es mejor. Hay muchas cosas de las que quiere hablarte con franqueza. —Reiko volvió a remover el café en la taza y tomó un sorbo—. Y luego…, está establecido de esta manera, así que es mejor que lo sepas desde el principio: está prohibido que tú y Naoko os veáis a solas. Son las normas. Una persona del exterior no puede quedarse a solas con la persona a la que viene a visitar. Tienen que estar acompañados por un observador…, que en este caso soy yo. Lo siento mucho, pero tendréis que soportarme. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —concedí sonriendo.
—No os cortéis y hablad de lo que queráis. Olvidaos de que estoy presente.
De todas formas, ya sé lo que hay entre vosotros dos.
—¿Todo?
—Casi todo —dijo Reiko—. Hacemos sesiones en grupo. Por eso lo sabemos casi todo. Además, Naoko y yo hemos hablado de todo lo imaginable. Aquí no hay demasiados secretos.
Miré a Reiko mientras tomaba el café.
—Si te soy sincero, estoy algo confuso. No sé si en Tokio me porté bien con Naoko. No he dejado de pensar en ello, pero todavía no lo sé.
—Yo tampoco. Y tampoco lo sabe Naoko. Esto es algo que tendréis que decidir vosotros mismos hablando largo y tendido. Estáis a tiempo de encauzar vuestra relación. Eso siempre y cuando seáis capaces de comprenderos el uno al otro. El tiempo te ayuda a reflexionar sobre las acciones del pasado.
Volví a asentir.
—Me pregunto si tú, Naoko y yo sabremos ayudarnos. Siendo sinceros, deseando ayudarnos. Si nos esforzamos puede ser muy efectivo. ¿Hasta cuándo vas a quedarte?
—Tengo que estar de vuelta antes de pasado mañana por la tarde. Debo ir a trabajar y, además, el jueves tengo examen de alemán.
—Bien. Puedes quedarte con nosotras. Así no te costará dinero y podréis hablar sin preocuparos de la hora.
—¿Con vosotras?
—Con Naoko y conmigo —dijo Reiko—. En la habitación hay dos camas y tenemos un sofá cama. Dormirás bien. No te preocupes.
—¿No está prohibido? ¿Un hombre viene de visita y se aloja en una habitación con mujeres?
—Supongo que no irrumpirás a la una de la madrugada para violarnos, ¿no?
—¡No!
—Entonces no hay ningún problema. Te quedas con nosotras y así podremos hablar. Es lo más cómodo. Podremos conocernos mejor y tocaré la guitarra en tu honor. Soy bastante buena.
—¿No será una molestia?
Reiko tomó el tercer cigarrillo Seven Stars, que encendió torciendo las comisuras de los labios.
—Nosotras ya lo hemos discutido. Y te invitamos las dos. Personalmente. Así que haz el favor de ser educado y aceptar la invitación, ¿no te parece?
—Por supuesto. Con mucho gusto.
Reiko me miró durante unos instantes en que se le hicieron más profundas las arrugas del rabillo del ojo.
—No sé. Hablas de una manera un poco extraña —replicó—. No estarás imitando al personaje de El guardián entre el centeno, ¿verdad?
—¡No! —Me reí.
Reiko, con el cigarrillo entre los labios, también se rió.
—Eres un buen chico. Mirándote, me he dado cuenta. En los siete años que llevo aquí he visto ir y venir a mucha gente. Así que lo sé. Hay dos tipos de personas: los que son capaces de abrir su corazón a los demás y los que no. Tú te cuentas entre los primeros. Puedes abrir tu corazón siempre y cuando quieras hacerlo.
—¿Y qué sucede cuando lo abres?
Reiko, con el cigarrillo entre los labios, juntó las palmas de las manos con aire divertido.
—Que te curas —afirmó.
La ceniza del cigarrillo cayó sobre la mesa, pero a ella no pareció importarle.
Salimos del edificio principal, cruzamos una pequeña colina, pasamos junto a una piscina, una pista de tenis y una cancha de baloncesto. En la pista de tenis dos hombres estaban practicando. Uno era de mediana edad y delgado, y el otro, joven y gordo. Ninguno de los dos lo hacía mal pero, a mi parecer, aquello no tenía nada que ver con el tenis. De hecho, parecía que estuvieran investigando sobre la resistencia de la pelota. Enfebrecidos, se pasaban la pelota el uno al otro, extrañamente concentrados en el juego. Ambos sudaban a mares. El joven, que se encontraba más cerca, interrumpió el juego al ver a Reiko, se acercó y cruzó con ella unas palabras esbozando una sonrisa. Al lado de la pista de tenis, un hombre de rostro inexpresivo cortaba el césped con una máquina enorme.
Más adelante llegamos a una arboleda con unas quince o veinte viviendas de estilo occidental, pequeñas y agradables, separadas las unas de las otras. Frente a la mayoría de ellas, había estacionada una bicicleta amarilla idéntica a la que montaba el guardia. Reiko me indicó que allí vivía la gente de la plantilla con sus familias.
—Aquí puedes encontrar todo lo que necesites sin tener que ir a la ciudad — me explicó Reiko mientras andábamos—. Por lo que respecta a la comida, tal como te he dicho antes, somos casi autosuficientes. También tenemos gallinas ponedoras que nos dan huevos. Hay libros, discos, instalaciones deportivas, incluso un pequeño supermercado, y cada semana viene el peluquero. Los fines de semana pasan películas. Si quieres comprar algo especial, puedes pedírselo a alguien de la plantilla que vaya a la ciudad. Contamos con un sistema de venta por catálogo para comprar la ropa. No nos falta nada.
—¿No podéis ir a la ciudad? —pregunté.
—No, no se puede. Excepto las visitas al dentista, etcétera. Pero, en principio, no está permitido. Tienes toda la libertad para salir de aquí, pero, una vez fuera, ya no puedes volver. Es como quemar las naves. Nadie puede navegar dos o tres días y regresar. Es comprensible. Si no, esto acabaría convirtiéndose en un jubileo.
Pasada la arboleda había una suave pendiente donde se alzaban, a tramos irregulares, unos edificios de madera de dos plantas que provocaban una extraña sensación. No sabría decir qué tenían de extraño, pero ésa fue la primera impresión que me dieron. Me pareció estar contemplando una imagen irreal. Se me ocurrió que aquélla podría ser una animación hecha por Walt Disney a partir de un cuadro de Munch. Todos los edificios tenían la misma forma y estaban pintados del mismo color. Eran casi cúbicos, con un gran portal que guardaba una perfecta simetría derecha-izquierda y muchas ventanas. Entre los edificios discurría un camino lleno de curvas parecido al circuito de una autoescuela.
Frente a todas las casas había plantas muy bien cuidadas. No se veía un alma y las cortinas de todas las ventanas estaban corridas.
—Éste es el bloque C. Aquí viven las mujeres. O sea, nosotras. Hay diez edificios, cada uno está dividido en cuatro secciones, y en cada sección viven dos personas. Por lo tanto, puede alojar a ochenta personas. Pero en este momento sólo hay treinta y dos.
—¡Qué tranquilo! —exclamé.
—Porque ahora no hay nadie —dijo Reiko—. Yo disfruto de un trato especial, y por eso ahora tengo tiempo libre, pero la mayoría están siguiendo su programa de actividades. Algunos hacen deporte, otros cuidan el jardín, otros hacen terapia de grupo, otros han salido a recolectar verduras silvestres. Cada uno elabora su propio programa. ¿Qué estará haciendo Naoko ahora? Supongo que pintando o empapelando. No lo recuerdo. Hacen una u otra actividad hasta las cinco de la tarde.
Entró en un edificio con el número C-7 en la fachada, subió las escaleras del fondo y abrió una puerta que había a la derecha. La puerta no estaba cerrada con llave. Reiko me enseñó el interior de la casa. Era una vivienda sencilla y acogedora compuesta de cuatro habitaciones: sala de estar, dormitorio, cocina y baño. Aunque tenía los muebles imprescindibles, sin adornos, no daba una sensación de frialdad. Por algún motivo, en aquella casa me sentí igual que en presencia de Reiko: relajado y a mis anchas. En la sala de estar había un sofá, una mesa y una mecedora. En la cocina, una pequeña mesa. Encima de ambas mesas yacía un gran cenicero. El mobiliario del dormitorio constaba de dos camas, dos escritorios y un armario. A la cabecera de las camas había una mesita de noche con una lámpara y un libro de bolsillo vuelto del revés. En la cocina habían instalado un pequeño horno eléctrico y una nevera para que pudieran cocinar platos sencillos.
—No hay bañera, sólo ducha. Pero está muy bien, ¿no? —comentó Reiko—.
El baño y la lavandería son comunes.
—Está más que bien. En la residencia donde vivo las habitaciones se limitan a un techo y una ventana.
—Hablas así porque no conoces los inviernos de esta zona —Reiko me dio unos golpecitos en la espalda para conducirme al sofá donde ella tomó asiento—.
Aquí los inviernos son largos y crudos. Mires donde mires, no ves más que nieve.
Hay humedad, el frío te cala hasta los huesos. Nos pasamos el día quitando nieve.
Matamos el tiempo en una habitación caldeada, escuchando música, hablando, haciendo punto. Por eso, si no tuviéramos tanto espacio, nos agobiaríamos. No podríamos vivir. Si vienes en invierno ya lo verás.
Reiko lanzó un largo suspiro como si estuviera recordando el invierno y juntó las dos manos sobre su regazo.
—Luego te montaré la cama —dijo dando golpecitos en el sofá donde estábamos sentados—. Nosotras dormiremos en el dormitorio y tú aquí. ¿Qué te parece?
—No hay problema.
—Ya está decidido —afirmó Reiko—. Estaremos de vuelta sobre las cinco.
Tenemos cosas que hacer, así que tú espéranos aquí.
—Me pondré a estudiar alemán.
Cuando Reiko se fue, me tendí en el sofá y cerré los ojos. De pronto, mientras me sumía en aquel silencio, me acordé de una excursión en moto que habíamos hecho Kizuki y yo. Creí recordar que estábamos en otoño. Era el otoño de…, ¿cuántos años atrás? Cuatro. Me acordé del olor de la cazadora de cuero de Kizuki y del estrépito que hacía aquella Yamaha 125 cc de color rojo. Fuimos hasta un lugar alejado en la playa y regresamos, exhaustos, al atardecer. No ocurrió nada extraordinario, pero recordaba muy bien aquella excursión. El viento de otoño me hería los oídos, y cuando alzaba la vista hacia el cielo, agarrado con mis manos a la cazadora de Kizuki, me sentía lanzado hacia el espacio.
Permanecí mucho rato tumbado en el sofá en la misma posición mientras me asaltaban los recuerdos de aquella época. Por alguna extraña razón, tendido en aquella habitación, acudían a mi mente unas escenas del pasado de las que no solía acordarme normalmente. Algunas eran alegres, otras, un poco tristes.
¿Cuánto tiempo permanecí así? Estaba tan inmerso en aquel torrente imprevisto de recuerdos (parecía una fuente que brota entre las grietas de las rocas) que no me di cuenta de que Naoko abría la puerta y entraba sigilosamente en la habitación. Allí estaba. Levanté la mirada y clavé mis ojos en los suyos.
Naoko me observaba, sentada en el sofá. Al principio, pensé que su silueta era una imagen entretejida con las de mis recuerdos. Pero era la Naoko de carne y hueso.
—¿Dormías? —me preguntó en un susurro.
—No, estaba pensando. —Me incorporé en el sofá—. ¿Cómo te encuentras?
—Estoy bien. —Esbozó una sonrisa que parecía sacada de una antigua escena en color sepia—. Ahora no tengo tiempo. En realidad, no tendría que estar aquí, pero me he escapado unos minutos. Tengo que volver enseguida. Debo de estar horrorosa con estos pelos… —Estás muy guapa —le dije.
Llevaba el típico peinado sencillo de las antiguas estudiantes de primaria, con una mitad sujeta con un pasador. Le sentaba muy bien; parecía que lo hubiese llevado siempre. Recordaba a una de aquellas hermosas jovencitas que salen en las xilografías antiguas.
—Me da pereza, así que me lo corta Reiko. ¿Te gusta?
—Sí, mucho.
—A mi madre le pareció espantoso —comentó Naoko. Se quitó el pasador, se soltó el pelo, se pasó los dedos por el cabello y volvió a sujetárselo. El pasador tenía forma de mariposa—. Quería verte a solas antes de que nos encontremos los tres. No tengo nada urgente que decirte, pero quería verte la cara y acostumbrarme a ti. Si no lo hago así, después no me sentiré cómoda. Soy muy torpe con la gente.
—¿Y ya vas acostumbrándote?
—Un poco. —Volvió a toquetearse el pasador—. Pero ya no tengo más tiempo. Debo irme.
Asentí.
—Watanabe, gracias por venir. Estoy muy contenta. Pero, si estar aquí representa una carga para ti, quiero que me lo digas con franqueza. Es un lugar especial que se rige por un sistema especial, y algunas personas no logran acostumbrarse. Si te sucede eso, no dudes en comentármelo. No me sentiré decepcionada, ni nada por el estilo. Aquí todos somos sinceros. Nos lo decimos todo con franqueza.
—Seré sincero —le prometí.
Naoko tomó asiento a mi lado y apoyó su cuerpo contra el mío. Al rodearla con mi brazo, reclinó la cabeza en mi hombro y rozó mi cuello con la punta de su nariz. Permaneció inmóvil en esta posición como si estuviera tomándome la temperatura. Abrazado a Naoko, sentí cómo se me caldeaba el corazón. Poco después, se levantó sin decir palabra, abrió la puerta y se marchó tan sigilosamente como había llegado. Al poco me adormilé en el sofá. Arropado por la presencia de Naoko, caí en un sueño mucho más profundo que los que había tenido en años. En la cocina estaba la vajilla que usaba Naoko; en el baño, el cepillo de dientes que usaba Naoko; en el dormitorio, la cama donde dormía Naoko. En aquella casa impregnada de su presencia, dormí profundamente, exprimiendo, gota a gota, toda la fatiga acumulada en cada una de mis células.
Soñé que era una mariposa danzando en la penumbra.
Al despertarme mi reloj de pulsera marcaba las 16:35. La tonalidad de la luz había cambiado, el viento había amainado y la forma de las nubes era distinta.
Me noté sudado, así que saqué una toalla de la mochila, me enjugué la cara y me cambié la camisa. Luego fui a la cocina, bebí agua y miré por la ventana.
Distinguí las ventanas del edificio de enfrente. En el interior de la casa había algunas figuras de papel colgando de un hilo. Siluetas de pájaros, nubes, vacas y gatos acortadas con pulcritud y ensambladas las unas a las otras. En los alrededores no se veía un alma ni se oía el menor ruido. Me dio la sensación de estar viviendo, yo solo, en unas ruinas cuidadas con esmero.
El bloque C empezó a poblarse poco después de las cinco. Tras el cristal de la ventana de la cocina, vi cómo dos, no, tres mujeres pasaban por debajo. Las tres llevaban sombrero; no pude verles la cara ni adivinar su edad, pero, a juzgar por sus voces, no debían de ser jóvenes. Cuando doblaron la esquina y desaparecieron, otras cuatro se aproximaron desde el mismo lugar y desaparecieron también por la misma esquina. Anochecía. Por la ventana de la sala de estar se veía el bosque y unas montañas. La cordillera estaba ribeteada de un halo de pálida luz.
Naoko y Reiko volvieron a las cinco y media. Naoko y yo nos saludamos como si nos encontráramos por primera vez. La chica parecía sentirse cohibida por mi presencia. Reiko se fijó en el libro que estaba leyendo y me preguntó cuál era.
—La montaña mágica de Thomas Mann —le dije.
—¿Por qué has traído un libro a un lugar como éste? —me preguntó Reiko atónita.
Tenía razón.
Reiko preparó café para los tres. Le hablé a Naoko de la súbita desaparición de Tropa-de-Asalto. Y le conté que el último día en que nos vimos me había regalado una luciérnaga.
—¡Qué lástima que se haya marchado! ¡Y yo que quería escuchar más historias suyas! —exclamó Naoko con pesar.
Puesto que Reiko quiso saber quién era Tropa-de-Asalto, conté una vez más sus aventuras. Ella también se rió a carcajadas. Con las historias de Tropa-de-Asalto, el mundo entero se llenaba de paz y de risas.
A las seis fuimos los tres al comedor del pabellón principal a cenar. Naoko y yo comimos pescado frito, ensalada, nimono, arroz y misoshiru[20]. Reiko tomó una ensalada de macarrones y una taza de café. Después se fumó un cigarrillo.
—Cuando te haces mayor, el cuerpo no te pide tanta comida —explicó Reiko.
En el comedor había unas veinte personas sentadas a las mesas. Mientras estuvimos comiendo, entraron algunas más y salieron otras. Salvando las diferencias de edad, el aspecto que ofrecía el comedor era muy semejante al de la residencia. Lo que sí era distinto era que allí todos charlaban en un tono de voz uniforme. Nadie gritaba ni susurraba. Nadie se reía a carcajadas ni lanzaba gritos de sorpresa, nadie llamaba a nadie alzando la mano. Todos charlaban en voz baja, en el mismo volumen. Comían divididos en grupos integrados por entre tres y cinco personas. Cuando uno hablaba, los demás escuchaban con atención, asentían, y cuando aquél terminaba, otro tomaba la palabra. No sabía de qué estarían hablando, pero su conversación me recordó el extraño partido de tenis que había presenciado al mediodía. Me pregunté si Naoko también hablaba de aquella forma cuando estaba con ellos. Fue curioso: sentí una mezcla de soledad y celos.
En la mesa de atrás, un hombre calvo que vestía bata blanca, sin duda un médico, les explicaba, a un joven con gafas de aspecto neurótico y a una señora de mediana edad con cara de ardilla, el efecto de la ingravidez sobre la secreción de los jugos gástricos. El joven y la mujer lo escuchaban exclamando: « ¡Oh!» , « ¡Ah!» . Pero yo, escuchando aquella conversación, empecé a dudar de que el hombre calvo de la bata blanca fuera realmente médico.
Nadie en el comedor me prestaba atención. Nadie me miraba con curiosidad, ni siquiera parecían reparar en mí. Al parecer, no les extrañaba mi presencia.
Una sola vez, el hombre de la bata blanca se volvió hacia nuestra mesa y me preguntó:
—¿Hasta cuándo se quedará usted aquí?
—Dos noches. Regreso el jueves —le respondí.
—En esta época del año hace buen tiempo, ¿verdad? Pero vuelva en invierno.
Es precioso, todo blanco —comentó.
—Quizá Naoko salga de aquí antes de que nieve —le dijo Reiko al hombre.
—¡Ah, vaya! Sí, el invierno está muy bien —repitió el hombre con solemnidad.
Yo cada vez tenía más dudas de que aquel hombre fuera médico.
—¿De qué hablan todos? —le pregunté a Reiko.
Ella no pareció captar el sentido de mi pregunta.
—¿De qué hablan? De cosas normales. De lo que han hecho durante el día, de los libros que han leído, del tiempo que hará mañana, de ese tipo de cosas.
Supongo que no esperabas que alguien se levantara de un salto y gritara:
« Mañana lloverá porque un oso polar se ha comido las estrellas» .
—No me refería a eso —tercié—. Pero todos hablan en voz baja, y me preguntaba qué estarían diciendo.
—Éste es un lugar tan tranquilo que todo el mundo, espontáneamente, se acostumbra a hablar bajito —dijo Naoko apilando las espinas del pescado en un montoncito en el borde del plato. Luego se secó las comisuras de los labios con un pañuelo—. Además, no hace falta alzar la voz. No es necesario convencer a nadie de nada ni llamar la atención.
—Sí, claro —reconocí.
En un entorno tan silencioso, me sorprendí a mí mismo echando de menos el bullicio de la residencia. Añoré las risas, los gritos y los improperios. Yo estaba más que harto del alboroto que armaban los estudiantes, pero no logré sentirme cómodo comiendo mi pescado en aquel extraño silencio. La atmósfera de aquel comedor se parecía a la de una feria de muestras de maquinaria especializada.
La gente con un profundo interés en un campo determinado se reunía en un cierto lugar e intercambiaba información.
De vuelta a la habitación, después de cenar, Naoko y Reiko dijeron que iban a los baños comunes del bloque C. Y que, si me bastaba con la ducha, podía usar la del baño. Les respondí que así lo haría. Cuando se fueron, me desnudé, me duché y me lavé el pelo. Mientras me secaba el pelo con el secador, saqué un disco de Bill Evans de la estantería y lo puse. Al poco de escucharlo, me di cuenta de que era el mismo que escuché varias veces en la habitación de Naoko el día de su cumpleaños. La noche en que Naoko lloró y yo la abracé. Aunque había transcurrido medio año, aquello pertenecía a un pasado remoto. Había pensado tantas veces en ello que acabé distorsionando la noción del tiempo.
A la luz de una luna resplandeciente, apagué la luz, me tendí en el sofá y escuché el piano de Bill Evans. La luz de la luna que se filtraba por la ventana alargaba las sombras de los objetos y dejaba en la pared unas pálidas y borrosas pinceladas de tinta desleída. Saqué de la mochila una petaca metálica llena de brandy y bebí un trago. Sentí cómo su calor descendía lentamente desde la garganta hasta el estómago. Luego aquel calor se propagó del estómago a cada rincón de mi cuerpo. Tomé otro trago, tapé la petaca y la devolví a la mochila.
La luz de la luna parecía temblar al compás de la música.
Treinta minutos después, Naoko y Reiko volvieron del baño.
—Me he asustado al ver la luz apagada y la casa a oscuras —dijo Reiko—.
Temía que hubieras recogido tus cosas y hubieras vuelto a Tokio.
—Hacía mucho tiempo que no veía una luna tan clara y he apagado la luz.
—Es precioso… —intervino Naoko—. Reiko, ¿quedan velas de las que usamos en el apagón del otro día?
—Creo que hay alguna en el cajón de la cocina.
Naoko fue a la cocina, abrió el cajón y trajo una vela grande y blanca. Yo la encendí, dejé caer la cera en un plato y la planté allí. Reiko encendió un cigarrillo con la llama de la vela. Como de costumbre, reinaba un profundo silencio;
inmersos en aquella quietud y reunidos alrededor de la vela, parecíamos tres náufragos perdidos en los confines del mundo. Las sombras mudas de la luna y las sombras danzantes de la vela se superponían, entretejiéndose unas con otras sobre la blanca pared. Naoko y yo nos sentamos en el sofá, y Reiko, en la mecedora de enfrente.
—¿Te apetece una copa de vino? —me preguntó Reiko.
—¿Se puede beber alcohol aquí? —exclamé con cierta sorpresa.
—En realidad no. —Reiko se rascó el lóbulo de la oreja con embarazo—.
Pero suelen hacer la vista gorda. Siempre que se trate de vino o cerveza y se beba en poca cantidad. De vez en cuando le pido a un conocido de la plantilla que me compre un poco.
—A veces nos corremos una juerga las dos… —explicó Naoko con aire travieso.
—¡Qué bien! —dije.
Reiko fue a buscar una botella de vino blanco de la nevera, la abrió con el sacacorchos y trajo tres copas. Era un vino tan ligero y delicioso que parecía de cosecha propia. Cuando el disco acabó, Reiko sacó un estuche de guitarra de debajo de la cama y, tras afinar el instrumento con mimo, empezó a tocar lentamente una Fuga de Bach. Se equivocó varias veces en el punteado, pero aquél fue un Bach interpretado con sentimiento. Cálido, íntimo; se notaba que disfrutaba tocando.
—Empecé a tocar la guitarra al llegar aquí porque en la habitación no hay piano. No soy muy buena. Aprendí sola, y mis dedos no están hechos para tocar la guitarra. Pero me gusta mucho. Es pequeña, manejable… Como una habitación bien caldeada.
Tocó otra pieza breve de Bach, un pasaje de una Suite. A la luz de la vela, bebiendo vino y escuchando la interpretación que hacía Reiko de Bach, mi espíritu fue sosegándose sin darme cuenta. Cuando terminó con Bach, Naoko le pidió que tocara algo de los Beatles.
—Ahora las peticiones. —Reiko me guiñó un ojo—. Desde que llegó Naoko, me paso el día tocando canciones de los Beatles. Soy su esclava musical.
A pesar de sus quejas, tocó Michelle, y muy bien, por cierto.
—Me encanta esta melodía. —Reiko bebió un sorbo de vino y fumó un cigarrillo—. Me hace pensar en la lluvia cayendo suavemente sobre el prado.
Luego tocó Nowhere Man y Julia. Mientras tocaba, de vez en cuando cerraba los ojos y sacudía la cabeza. Bebió otro sorbo de vino y fumó otro cigarrillo.
—Toca Norwegian Wood —dijo Naoko.
Reiko trajo de la cocina una hucha con forma de maneki-neko[21] y Naoko metió dentro una moneda de cien yenes.
—¿Qué hacéis? —pregunté.
—Cada vez que le pido que toque Norwegian Wood tengo que meter cien yenes —explicó Naoko—. Es mi canción preferida, así que le damos un trato especial. Ésta la pido de todo corazón.
—Y éste es mi dinero para comprar tabaco.
Reiko, tras desentumecerse los dedos, empezó a tocar Norwegian Wood. Su interpretación estaba llena de sentimiento, sin caer en el sentimentalismo. Yo también introduje cien yenes de mi bolsillo en la hucha.
—Gracias —dijo Reiko sonriendo.
—Cuando escucho esta canción a veces me pongo triste —comentó Naoko—.
No sé por qué, pero me siento como si me encontrara perdida en un espeso bosque. Hace frío, está muy oscuro y nadie viene a ayudarme. Por eso, si no se la pido, ella no la toca nunca.
—¡Igual que en Casablanca! —Reiko se rió.
Luego interpretó varias piezas de bossa nova. Mientras, yo contemplaba a Naoko. Tal como ella misma me había escrito en su carta, tenía un aspecto más saludable, estaba muy bronceada y, gracias al ejercicio y al trabajo físico, se la veía más fuerte. Lo único que no había cambiado eran aquellas pupilas claras como un lago y aquellos delgados labios que temblaban con timidez. Sin embargo, en conjunto, su belleza había evolucionado hacia la plenitud. Esa especie de filo cortante que antes se ocultaba tras su belleza —cortante como el filo de un delgado cuchillo que, de pronto, te helara la sangre en las venas— se había mitigado, y, a cambio, ahora la envolvía un dulce sosiego. Su belleza me emocionó. Me sorprendió que una mujer pudiera cambiar tanto en medio año.
La nueva belleza de Naoko me seducía tanto, o más, que la anterior, pero, con todo, no pude reprimir un sentimiento de nostalgia al pensar en la que había perdido. En aquella belleza ensimismada propia de la adolescencia que había seguido su propio camino y jamás volvería.
Naoko me dijo que quería saber cosas de mi vida. Le hablé de la huelga de la universidad y de Nagasawa. Era la primera vez que le hablaba de él. Explicar su extraña personalidad, su particular filosofía de vida y su dudosa moralidad no era nada fácil, pero Naoko pareció entender lo que trataba de contarle. No le mencioné que salía con él a ligar, pero sí le dije que mi único amigo de la residencia era un chico especial. Mientras tanto, con la guitarra entre los brazos, Reiko volvía a tocar la Fuga de antes. Y seguía haciendo pausas para beber unos sorbos de vino o fumar un cigarrillo.
—Parece un chico muy extraño —dijo Naoko.
—Lo es.
—¿Pero a ti te gusta?
—No estoy seguro —reconocí—. Creo que sí. Es una persona que puede o no gustarte, pero no pretende agradar a nadie. En este sentido es una persona muy honesta, sin dobleces. Un estoico.
—Es raro que lo llames estoico, habiéndose acostado con tantas chicas. — Naoko empezó a reírse—. ¿Con cuántas dice que se ha acostado?
—Con unas ochenta —concreté—. Pero, en su caso, cuanto mayor es el número de mujeres, menor es el sentido que tiene cada acto individual. Y creo que eso es, justamente, lo que él anda buscando.
—¿Esto es el estoicismo? —preguntó Naoko.
—Para él, sí.
Naoko se tomó un momento para reflexionar sobre esto último.
—Creo que ese chico está peor que yo —argumentó.
—Tienes razón. Pero él racionaliza sistemáticamente todas las deformaciones que hay en su interior. Es una persona muy inteligente. Si lo trajeran aquí, saldría a los dos días. Diría: « Esto ya lo sé» , « Aquello también» , « Sí, ya entiendo lo que estáis haciendo» . Él es así. Y la gente lo respeta tal como es.
—Yo debo de ser tonta —comentó Naoko—. Aún no entiendo qué hace esta gente aquí. Ni siquiera me entiendo a mí misma.
—No eres tonta, eres normal. A mí también me ocurre. Hay un montón de cosas de mí mismo que no entiendo. Esto nos sucede a las personas corrientes.
Naoko puso las dos piernas sobre el respaldo del sofá, las flexionó y apoyó la barbilla en las rodillas.
—Quiero saber más cosas de ti —me pidió.
—Soy una persona corriente. Nací en una familia corriente, recibí una educación corriente, tengo unas facciones corrientes, saco unas notas corrientes, pienso en las cosas corrientes —dije.
—¿No era tu admirado Scott Fitzgerald quien decía que uno no puede fiarse de las personas que se tienen por personas corrientes? Tú me dejaste el libro — soltó Naoko sonriendo con malicia.
—Es verdad —admití—. Pero lo mío no es una pose. Estoy convencido de ello. Soy una persona corriente. ¿Tú ves algo en mí que no sea corriente?
—¡Por supuesto! —exclamó Naoko atónita—. ¿Por qué crees que me acosté contigo? ¿Pensabas que estaba borracha y que me fui a la cama contigo como podía haberlo hecho con cualquiera?
—No —dije.
Naoko enmudeció y clavó la vista en la punta de sus pies. Yo, sin saber qué decir, tomé un sorbo de vino.
—Watanabe, ¿con cuántas chicas te has acostado? —me susurró como si se le ocurriera de repente.
—Con ocho o nueve —le respondí honestamente.
De pronto, Reiko interrumpió su música y dejó caer la guitarra sobre su regazo.
—Pero si aún no has cumplido veinte años. ¿Qué clase de vida llevas? — intervino.
Naoko me clavaba sus ojos sin decir palabra. Le expliqué a Reiko que me había acostado con aquella primera chica, de quien me había separado a la mañana siguiente. Le conté que no la amaba. También le dije que después empecé a acostarme con desconocidas, a instancias de Nagasawa.
—No es que quiera excusarme, pero sufría —le reconocí a Naoko—. Verte todas las semanas y hablar contigo, sabiendo que Kizuki era el único que ocupaba tu corazón, me hacía sufrir. Quizá por eso me he acostado con desconocidas.
Naoko, tras sacudir la cabeza varias veces, alzó la cabeza y me miró fijamente.
—Recuerdo que me preguntaste por qué no me había acostado con Kizuki.
¿Aún quieres saberlo?
—Tal vez sea algo que deba saber —concedí.
—Estoy de acuerdo —dijo Naoko—. Los muertos están muertos, pero nosotros seguimos viviendo.
Asentí.
Reiko repetía una y otra vez un pasaje difícil.
—A mí no me importaba acostarme con él. —Naoko se soltó el pelo y empezó a juguetear con el pasador con forma de mariposa—. Y él quería acostarse conmigo, claro. Así que lo intentamos muchas veces. Pero fue inútil.
No pude hacerlo. Yo no comprendía por qué. Todavía no lo entiendo. Amaba a Kizuki, no me importaba perder la virginidad. Hubiera hecho cualquier cosa que a él le apeteciera. Pero no pude.
Naoko volvió a recogerse el pelo con el pasador.
—No lograba estar húmeda —dijo Naoko en voz baja—. No me abría. Y el dolor era tremendo. Estaba seca, me dolía mucho. Probamos de todo. Pero nada funcionó. Aunque intentara humedecerme con algo, me dolía. Por eso, siempre se lo hice con los dedos, o con los labios, ¿comprendes?
Asentí en silencio.
Naoko contempló la luna al otro lado de la ventana. Era más grande y brillante que antes.
—He procurado siempre no hablar de eso, he intentado mantenerlo guardado en mi corazón. Pero no me queda otro remedio. No puedo seguir callando. Aún no he podido entenderlo. Porque cuando me acosté contigo estaba muy húmeda.
—Sí —afirmé.
—El día en que cumplí veinte años, ya antes de que tú llegaras estaba húmeda. Y deseé todo el tiempo que me abrazaras, que me tomaras entre tus brazos, que me desnudaras, me acariciaras, me penetraras. Era la primera vez que sentía algo así. ¿Por qué? ¿Por qué ocurrió entonces? Yo a Kizuki lo amaba con toda mi alma.
—Y, en cambio, a mí no. ¿Es eso lo que quieres decir?
—Perdóname —dijo Naoko—. No quiero herirte, pero debes entenderlo. La relación entre Kizuki y yo era algo muy especial. Nos conocíamos desde los tres años. Crecimos comprendiéndonos el uno al otro. Nos besamos por primera vez en sexto de primaria. Fue maravilloso. Cuando tuve la menstruación, corrí a los brazos de Kizuki y lloré desconsolada. Eso es lo que éramos el uno para el otro.
Al morirse, ya no supe cómo relacionarme con la gente. Dejé de comprender qué significaba querer a alguien.
Naoko hizo ademán de tomar la copa de vino de la mesa, pero ésta le resbaló de las manos y rodó por el suelo. El vino se vertió sobre la alfombra. Me agaché, recogí la copa y la devolví a la mesa. Le pregunté si le apetecía otra copa de vino. Ella permaneció unos instantes en silencio y luego rompió a llorar con el cuerpo sacudido por espasmos. Se dobló en dos, sepultó la cabeza entre las manos y lloró con desgarro, como en el pasado, con la respiración entrecortada. Reiko dejó la guitarra, se acercó a ella y le acarició la espalda. En cuanto la mujer le rodeó los hombros con un brazo, Naoko hundió la cara contra su pecho como si fuera un bebé.
—Me sabe mal, Watanabe —intervino Reiko—, pero ¿te importaría salir unos veinte minutos y dar un paseo? Todo se arreglará.
Asentí, me incorporé y me puse un jersey sobre la camisa.
—Lo siento —le susurré a Reiko.
—No te preocupes, no es culpa tuya. Cuando vuelvas, ya se habrá calmado.
—Me guiñó un ojo.
Caminé por un sendero bañado por la luz irreal de la luna, entré en el bosque, vagué por él sin rumbo. Bajo la luz de la luna, todos los sonidos tenían una extraña reverberación. El ruido amortiguado de mis pasos parecía llegar de lejos, cual si estuviera andando por el fondo del mar. A veces oía un ligero crujido a mis espaldas. En el bosque flotaba una tensión palpable, como si los animales nocturnos aguardaran, inmóviles, conteniendo la respiración, a que me alejara.
Salí del bosque, me senté en la suave pendiente de la colina y, desde allí, miré hacia el bloque donde vivía Naoko. Era fácil localizar su ventana. Bastaba con buscar la única ventana oscura con una pequeña luz temblando en el fondo de la habitación. Contemplé esa luz. Me recordaba el último hálito de vida de un cuerpo antes de abrasarse en las llamas. Quise taparla con mis manos y protegerla. Estuve mucho tiempo con la vista clavada en esa luz temblorosa, al igual que Jay Gatsby observó, noche tras noche, la pequeña luz en la orilla opuesta del lago.
Cuando, treinta minutos después, me acerqué a la entrada del bloque, oí que Reiko estaba tocando la guitarra. Subí la escalera, llamé a la puerta. En la habitación no había rastro de Naoko; Reiko estaba sola, sentada sobre la alfombra, tocando la guitarra. Me señaló la puerta del dormitorio. Con ese gesto, me indicaba que Naoko se encontraba allí. Luego depositó la guitarra en el suelo, se sentó en el sofá, me pidió que tomara asiento a su lado. Distribuyó entre las dos copas el vino que quedaba en la botella.
—Ella está bien —dijo dándome unos golpecitos en la rodilla—. Si está sola un rato, acostada, se tranquilizará. No te preocupes. Se ha emocionado. Mientras tanto, ¿qué te parece si damos un paseo?
—Me parece bien —dije.
Reiko y yo caminamos despacio por un sendero iluminado por la luz de las farolas hasta llegar al lugar donde estaban la pista de tenis y la cancha de baloncesto, y allí nos sentamos en un banco. Ella sacó una pelota de baloncesto de color naranja de debajo del banco y la hizo girar unos instantes sobre la palma de su mano. Me preguntó si sabía jugar al tenis. Le respondí que no se me daba bien, pero que había jugado varias veces.
—¿Y al baloncesto?
—No soy muy bueno que digamos.
—¿Y tú en qué eres bueno, aparte de ir acostándote con mujeres? —Cuando Reiko se rió se le dibujaron unas arrugas en el rabillo del ojo.
—Tampoco puede decirse que en eso sea bueno —repuse molesto.
—No te enfades. Bromeaba. Dime, ¿en qué eres bueno?
—No soy bueno en nada. Pero sí hay cosas que me gusta hacer.
—¿Cuáles?
—Ir de excursión, nadar, leer.
—Veo que te gusta la soledad.
—Supongo que sí —reconocí—. Nunca me han atraído los juegos de equipo.
No les encuentro la gracia. Enseguida pierdo el interés.
—Entonces ven aquí en invierno. Hacemos esquí de fondo. Seguro que te gustaría ir todo el día de aquí para allá, por la nieve, sudando a mares. —Reiko observó su mano derecha igual que si estuviera ante un instrumento musical antiguo.
—¿Naoko se pone así a menudo? —pregunté.
—De vez en cuando. —Ahora Reiko se estudiaba la mano izquierda—. Se excita, llora. Pero no pasa nada. Es sólo eso. Está exteriorizando sus emociones.
Lo preocupante es cuando no logra sacarlas fuera. Se acumulan en su interior y se enquistan. Las emociones van petrificándose y muriendo dentro de uno. Eso sí es terrible.
—¿He dicho algo inoportuno?
—No. Tranquilo. No has cometido ningún error, así que no te preocupes. Di lo que sea con franqueza. Es lo mejor. Aunque os hiráis el uno al otro, o aunque, como ha sucedido antes, uno acabe alterando los nervios del otro. Viendo las cosas con perspectiva, es lo mejor que podéis hacer. Si deseas que Naoko se recupere, hazlo. Tal como te he dicho al principio, se trata no tanto de querer ayudarla como de desear curarte a ti mismo mientras la ayudas a curarse. Así es como funcionan aquí las cosas. En resumen, tienes que ser sincero. En el mundo exterior la gente no suele hablar con franqueza, ¿no es cierto?
—Sí —dije.
—Hace siete años que estoy aquí y he visto entrar y salir a mucha gente — siguió Reiko—. Quizás a demasiada. Por eso, viendo a alguien, sé instintivamente si se curará. En el caso de Naoko, no estoy segura. No puedo imaginarme qué será de ella. Tanto puede recuperarse el mes que viene como tardar muchos años. Así que, en cuanto a ella, no puedo darte ningún consejo. Sé sincero y ayudaos el uno al otro.
—¿Por qué su caso es una excepción y no sabes lo que sucederá?
—Porque le tengo afecto. Por eso no puedo juzgarla, porque entran en juego mis sentimientos. Además, y éste es otro asunto, en su caso hay muchos problemas que se entrelazan, como en un enrevesado amasijo de hilos, e ir soltando cada uno de estos hilos es un trabajo ímprobo. Desenredar todo esto puede llevarle muchos años, aunque también es posible que todos los hilos se desaten de golpe. Yo no puedo hacer nada. —Volvió a coger la pelota y, tras hacerla girar sobre la palma de su mano, la hizo botar—. Lo fundamental es no impacientarse. Éste es otro consejo que te doy. No te precipites. Aunque las cosas estén tan intrincadas que no sepas cómo salir del paso, no debes desesperarte, no debes perder la paciencia y tirar de un hilo antes de la cuenta. Hay que desenredarlos uno a uno, hay que tomarse todo el tiempo necesario.
—Eso haré.
—Pero quizá tarde mucho tiempo y es posible que no se recupere del todo.
¿Eres consciente de eso?
Asentí.
—Esperar es duro. —Reiko siguió botando la pelota—. Especialmente para una persona de tu edad. Esperar días y días a que ella se cure sin poder hacer nada… En esto no hay plazos ni garantías. ¿Crees que podrás hacerlo? ¿Tanto quieres a Naoko?
—No lo sé —reconocí honestamente—. La verdad es que no sé muy bien qué significa amar a alguien. Y mucho menos a Naoko. Pero quiero hacer todo lo que esté en mi mano. Si no, no sabré cómo vivir sin ella. Como has dicho hace un rato, Naoko y yo debemos ayudarnos, éste es el único camino para salvarnos.
—¿Y vas a seguir acostándote con otras mujeres?
—No sé qué tengo que hacer respecto a eso —añadí—. ¿Debo esperarla todo este tiempo masturbándome? No tengo ese control sobre mi cuerpo.
Reiko dejó la pelota en el suelo y me dio unos golpecitos en las rodillas.
—No te estoy diciendo que sea malo que te acuestes con mujeres. Si a ti te va bien así, adelante. Es tu vida. Eres tú quien debe decidirlo. Lo único que quería advertirte es que no te consumas de forma antinatural. ¿Me comprendes? Sería una lástima. Los diecinueve y veinte años son un periodo fundamental en la vida y, si adquieres deformaciones estúpidas, con el paso de los años lo pasarás mal.
Hazme caso. Piensa bien en esto: si quieres cuidar de Naoko, cuídate antes a ti mismo.
Le contesté que lo pensaría.
—Yo también he tenido veinte años —dijo Reiko—. Pero hace mucho tiempo de eso. ¿Puedes creerlo?
—Por supuesto.
—¿Con el corazón?
—Lo creo con el corazón —afirmé sonriendo.
—Y yo en mi época también era guapa, no tanto como Naoko, pero lo era.
Entonces no tenía tantas arrugas como ahora.
Le comenté que me encantaban sus arrugas. Ella agradeció el cumplido.
—Pero, en el futuro, no les digas a las chicas que sus arrugas son bonitas.
Aunque a mí me gusta que me lo digan.
—Iré con cuidado —dije.
Ella se sacó un monedero del bolsillo del pantalón, extrajo una fotografía que guardaba en el portarretratos y me la enseñó. Era una foto en color de una niña preciosa de unos diez años. La niña, enfundada en un llamativo mono de esquí y con los esquíes puestos, sonreía sobre la nieve.
—¿Qué te parece? Una niña muy guapa, ¿eh? Es mi hija. Me envió esta foto a principios de año. Ahora está en cuarto de primaria.
—Tiene tu misma sonrisa. —Le devolví la fotografía. Ella volvió a meterse el monedero en el bolsillo, sorbió por la nariz, se puso un cigarrillo entre los labios.
—De joven, yo quería ser concertista de piano. Tenía talento y la gente lo reconocía. Crecí muy mimada. Había ganado algunos concursos, sacaba las mejores notas del conservatorio, y todo el mundo daba por hecho que iría a estudiar a Alemania en cuanto terminara la escuela. Viví una adolescencia sin una sola nube que la empañara. Todo me iba bien, y la gente que me rodeaba hacía que así fuera. Pero un día me sucedió algo extraño y todo se fue al traste.
Fue en el cuarto año de conservatorio. Se acercaba un concurso importante y yo estaba ensayando noche y día para presentarme. De pronto, dejé de poder mover el dedo meñique de la mano izquierda. Se me quedó completamente tieso.
Probé con masajes, baños de agua caliente, estuve dos o tres días sin tocar, pero no resultó. Aterrada, fui al hospital. Me hicieron varias pruebas, pero los médicos no lograron descubrir qué me ocurría. El dedo no presentaba ninguna anomalía, el nervio estaba bien, no había ninguna razón para que no pudiera moverse. Todo apuntaba a causas psicológicas. Y fui al psiquiatra.
» Tampoco él me aclaró gran cosa. Me dijo únicamente que debía de ser a causa del estrés de antes del concurso. Me aconsejó que dejara de tocar el piano durante un tiempo. —Reiko aspiró una bocanada de humo y lo expulsó. Flexionó varias veces el cuello—. Decidí ir a recuperarme a casa de mi abuela, en Izu.
Desistí de presentarme al concurso y fui allí a descansar, a pasar dos semanas haciendo lo que me apeteciera. Pero no pude dejar de pensar en el piano. No me pasaba otra cosa por la cabeza. ¿Y si no recuperaba la movilidad del dedo meñique? ¿Cómo podría vivir? Estos pensamientos no me abandonaban nunca.
No era de extrañar. Toda mi vida había girado en torno al piano. Había empezado a tocar a los cuatro años y, desde entonces, había pensado únicamente en él.
Jamás había hecho ninguna tarea doméstica por temor a que se me estropearan las manos, todo el mundo me respetaba porque tenía talento tocando el piano. Si a una chica que ha crecido así le quitas el piano… ¿Qué le queda entonces?
» Me rompí por dentro. ¡Crac! Se me aflojó un tornillo en la cabeza. Mi mente se hundió en el caos, todo se tiñó de negro. —Reiko tiró la colilla al suelo, la apagó de un pisotón, volvió a flexionar el cuello varias veces—. Fue el fin de mi sueño de ser concertista de piano. Poco después de ingresar en el hospital psiquiátrico, recuperé la movilidad del dedo meñique, así que pude volver al conservatorio y terminar los estudios de música. Pero había perdido algo. Algo, una especie de masa de energía había desaparecido de mi interior. Los médicos me dijeron que tenía los nervios demasiado frágiles para convertirme en una concertista y que abandonara esa idea. Así pues, al terminar el colegio, empecé a dar clases en casa. ¡Pero era tan amargo! Tenía la sensación de que mi vida acababa ahí. Mi vida había terminado poco después de cumplir veinte años.
Demasiado cruel, ¿no crees? Había tenido todas las posibilidades al alcance de mi mano y, en un abrir y cerrar de ojos, me había quedado sin nada. Ya nadie me aplaudía, nadie me mimaba, nadie me alababa. Sólo me quedaba permanecer en casa, día tras día, y enseñar a tocar a los niños del barrio ejercicios de Beyer y Sonatinas. Sufría, no paraba de llorar. Me sentía mortificada. Al oír que otras personas que tenían mucho menos talento que yo habían quedado segundas en un concurso o que daban un recital en una u otra sala de conciertos, rodaban por mis mejillas lágrimas de despecho.
» Mis padres me trataban con mucho tiento, pero yo sabía que se sentían decepcionados. Poco tiempo antes se enorgullecían de su hija, y ahora ésta acababa de salir de un hospital psiquiátrico. Así las cosas, ¿podrían casarla siquiera? Viviendo bajo el mismo techo, estos sentimientos se transmiten. Lo odiaba. Me daba miedo salir porque me parecía que los vecinos hablaban de mí.
Y, de nuevo, ¡crac! Se me aflojó un tornillo, la madeja se enredó, mi mente se hundió en las tinieblas. Entonces tenía veinticuatro años. En aquella ocasión permanecí siete meses ingresada en un sanatorio. No aquí. En uno normal, rodeado por un alto muro y con las puertas cerradas. Sucio, sin piano… No sabía qué hacer. Pero me propuse salir lo antes posible, luché con todas mis fuerzas y logré curarme. Siete meses es mucho tiempo.
» Y así fue como el rostro se me llenó de arrugas. —Reiko sonrió tensando los labios—. Después de salir del hospital, conocí a mi marido y nos casamos. Era uno de mis alumnos de piano, un año menor que yo, que trabajaba como ingeniero en una empresa de construcción aeronáutica. Una buena persona.
Callado, pero honesto y cariñoso. Después de tomar clases conmigo medio año, me pidió que me casara con él. Así, de repente, un día mientras estábamos tomando una taza de té después de la clase. ¿Te imaginas? Jamás habíamos salido juntos, ni siquiera nos habíamos tomado de la mano. Me quedé atónita. Y le dije que no podía casarme. Que pensaba que era una buena persona y sentía simpatía hacia él, pero, dadas las circunstancias, no podía ser su esposa. Él quiso saber cuáles eran esas circunstancias, así que se lo conté todo: que me había trastocado y que había estado hospitalizada dos veces. Se lo conté todo con pelos y señales.
Cuál era la causa, en qué estado me encontraba, que había posibilidades de que se repitiera en el futuro. Él me pidió un poco de tiempo para reflexionar, y yo le respondí que se tomara todo el que necesitase. No tenía prisa. Una semana después vino y me repitió que quería casarse conmigo. Le pedí que nos diéramos tres meses para conocernos. Si entonces aún deseaba casarse conmigo, volveríamos a hablar del asunto.
» Durante esos tres meses salimos juntos una vez por semana. Fuimos a muchos sitios, hablamos de muchas cosas. Y empezó a gustarme. A su lado, tenía la sensación de que finalmente la vida volvía a pertenecerme. Cuando estaba con él, me tranquilizaba y olvidaba muchas angustias. Por ejemplo, que jamás podría ser concertista, que había estado ingresada en un hospital psiquiátrico… ¿Acaso iba a terminar mi vida por esto? La vida me reservaba un montón de cosas maravillosas que yo desconocía. Y sólo por hacerme sentir de esta manera, le estaba agradecida de todo corazón. A los tres meses volvió a pedirme que me casara con él. Le dije: “Si quieres acostarte conmigo, a mí no me importa. Jamás me he acostado con nadie, pero me gustas mucho, así que, si quieres hacer el amor conmigo, me parece bien. Pero casarnos es algo muy distinto. Eso sería más duro de lo que supones. ¿Lo entiendes?”.
» Él dijo que no le importaba. No buscaba acostarse conmigo. Quería casarse y compartir nuestras vidas. Y lo deseaba de todo corazón. Era de esas personas que dicen lo que piensan y que llevan a la práctica lo que dicen. “Casémonos”, accedí. ¡Qué otra cosa podía decirle! Por este motivo, él discutió con sus padres y dejaron de verse. Su familia procedía de la zona rural de Shikoku. Sus padres me investigaron a fondo, se enteraron de que había estado hospitalizada dos veces. Así que se opusieron a la boda y se pelearon. No les faltaban razones para oponerse. Por eso no hicimos celebración de boda. Sólo fuimos al ayuntamiento, nos inscribimos en el Registro Civil y nos marchamos dos días a Hakone. Pero fui muy feliz. Después de todo, llegué virgen al matrimonio. Me casé a los veinticinco años. —Reiko suspiró y volvió a tomar la pelota de baloncesto—.
Creía que, mientras estuviese a su lado, no tendría problemas. Mientras estuviese a su lado, nada malo podría sucederme. En enfermedades como la mía es fundamental confiar en alguien. Pensaba que podía dejarlo todo en sus manos.
Que si mi estado empeoraba, es decir, si los tornillos empezaban a aflojarse, él se daría cuenta enseguida y, con todo su cariño y toda su paciencia, apretaría los tornillos, desenredaría la madeja. Y con esta confianza no tenía por qué recaer.
Aquel ¡crac! no tenía por qué producirse. ¡Estaba tan contenta! La vida me parecía maravillosa. Me sentía como si hubiese sido rescatada de un mar de aguas frías y agitadas y me hubiesen acostado en un lecho, cálidamente arropada entre mantas.
» Dos años después nació mi hija y, a partir de entonces, el cuidado del bebé ocupó todo mi tiempo. Conseguí olvidar mi enfermedad casi por completo. Me levantaba por las mañanas, hacía las tareas domésticas, cuidaba de la niña y, cuando él regresaba a casa, le servía la comida…, día tras día. Quizá fue la época más feliz de mi vida. ¿Cuántos años duró? Hasta los treinta y un años. Otra vez ¡crac!, y me derrumbé.
Reiko encendió un cigarrillo. El viento había cesado. El humo ascendía en línea recta, desvaneciéndose entre las tinieblas. Me fijé en que el cielo estaba surcado de incontables estrellas.
—¿Te ocurrió algo? —le pregunté.
—Sí —dijo Reiko—. Sucedió una cosa muy extraña. Sentí como si alguien me hubiera tendido una trampa y estuviera aguardando a que cayera en ella. Incluso ahora me dan escalofríos cuando lo pienso. —Se tocó la sien con la mano con la que no sostenía el cigarrillo—. Lo siento. Estoy hablando yo todo el rato. Y tú has venido a visitar a Naoko.
—Me gusta escucharte —dije—. ¿Te importaría seguir con la historia?
—Cuando mi hija entró en el jardín de infancia, volví a tocar el piano — continuó Reiko—. No tocaba para nadie, sólo para mí. Empecé con pequeñas piezas de Bach, Mozart, Scarlatti. Como había estado mucho tiempo sin tocar, mi sensibilidad musical se había resentido. Tampoco podía mover los dedos como antes. Pero estaba contenta. ¡Podía tocar el piano otra vez! Fue tocándolo como comprendí cuánto amaba aquel instrumento y cuánto lo había añorado. En fin, era maravilloso poder interpretar música para mí misma.
» Tal como te he dicho antes, tocaba el piano desde los cuatro años, pero jamás por placer. Siempre lo hacía para pasar un examen, porque era una asignatura, para impresionar a los demás. Eso es importante, claro que sí, para llegar a dominar un instrumento musical. Pero cuando una llega a cierta edad, tiene que interpretar la música para sí misma. Ése es el poder de la música. Y yo por fin lo comprendía después de salir del circuito de élite, a punto de cumplir treinta y dos años. Llevaba a mi hija al jardín de infancia, realizaba las tareas de la casa en un santiamén y después me pasaba una o dos horas interpretando mis melodías favoritas. Hasta aquí no hay problema, ¿verdad?
Asentí.
—Sin embargo, un día una vecina a quien conocía de vista, de saludarnos por la calle, vino a visitarme y me dijo que su hija quería que le diese clases de piano. Aunque la llame vecina, su casa estaba, en realidad, bastante lejos de la mía, y yo no conocía a su hija. Pero, según decía la señora, la niña solía pasar por delante de casa y, al oírme tocar el piano, se emocionaba. También me había visto, y al parecer sentía una gran admiración hacia mí. Estaba en segundo de secundaria y había recibido clases, pero por entonces no tenía profesor.
» Rehusé. Le dije que había estado muchos años sin tocar y que, si fuera una principiante, todavía, pero enseñar a una chica que ya había recibido clases durante varios años me era imposible. Ante todo, yo estaba ocupada cuidando de mi hija y, además, aunque eso no se lo comenté a la madre, por supuesto, una chica que cambiaba constantemente de profesor no podría llegar lejos. Entonces la madre me pidió que al menos le hiciera el favor de conocer a su hija. ¡En fin!
Era una mujer muy testaruda y no me hubiera resultado fácil negarme, así que acepté insistiendo en que sólo conocería a la niña. Al cabo de tres días la hija se presentó en casa, sola. Era hermosa como un ángel. Tenía una belleza angelical.
Fue la primera y última vez en mi vida que vi una chica tan hermosa. Tenía el pelo largo y negro como la tinta china, los brazos y las piernas largos y gráciles, los ojos brillantes, los labios delgados y suaves como acabados de hacer. Al verla, me quedé sin habla. Cuando se sentó en el sofá de la sala de estar, la estancia parecía haberse transformado en otra mucho más lujosa. Si la mirabas de frente, quedabas deslumbrado. Tenías que entornar los ojos.
» Así era ella. Aún hoy me parece verla. —Reiko entornó los ojos como si tratara de imaginársela—. Estuvimos hablando alrededor de una hora mientras tomábamos una taza de café. Charlamos de música, de la escuela… Parecía inteligente. Sus opiniones eran claras, agudas, tenía el talento innato de quienes saben atraer el interés de su interlocutor. Casi me daba miedo. ¿Por qué la temía?
Entonces no lo sabía. Sólo se me pasó por la cabeza que probablemente fuera su inteligencia aguda lo que temía. Cuando hablaba con ella iba perdiendo la capacidad de juzgar.
» En resumen, era demasiado joven y hermosa, y eso me aplastó, acabé viéndome a mí misma como un ser muy inferior. Si abrigaba algún pensamiento negativo respecto a ella, me daba la impresión de que ésta era una idea retorcida.
—Negó con la cabeza varias veces—. Si yo fuera tan hermosa e inteligente como ella, sería una persona mucho más normal. ¿Qué más se puede pedir?
Adorándola como la adoraba todo el mundo, ¿por qué atormentaba a los seres inferiores, más débiles que ella, y los presionaba? ¿Qué razones podía tener para hacer eso?
—¿Te hizo algo terrible?
—Vayamos por partes. Aquella chica era una mentirosa patológica. Una enferma. Se lo inventaba todo. Y acababa creyéndose lo que decía. Con tal de cuadrar las historias, iba cambiando esto y aquello a su antojo. Sin embargo, en cuanto yo pensaba « ¡Qué extraño! No puede ser» , ella tenía una inteligencia tan rápida que me tomaba la delantera, amañaba las cosas sin que me diera cuenta.
No podía creer que todo fuera mentira. Nadie hubiera podido imaginar que una chica tan guapa mintiera sobre cosas tan insignificantes. Al menos yo no pude.
Escuché sus mentiras durante un año y medio sin sospechar nada. Sin saber que se lo había inventado todo de cabo a rabo. Increíble.
—¿Qué clase de mentiras decía?
—De todo tipo. —Reiko sonrió con sarcasmo—. Cuando alguien miente una vez, luego tiene que seguir mintiendo para encubrir esa primera mentira. A eso lo llaman mitomanía. Pero, en el caso de los mitómanos, las mentiras que cuentan son inofensivas, y la mayoría de la gente que los rodea se da cuenta. Pero esta chica era diferente. Mentía para protegerse a sí misma y, para ello, hacía daño a los demás sin pestañear. Además, utilizaba a cualquiera que estuviera a su alcance. Mentía según quién fuera su interlocutor. A las personas que pudieran descubrirla fácilmente, como su madre o sus amigas, no les mentía, y cuando no le quedaba más remedio que hacerlo, tomaba infinitas precauciones. Nunca les decía ninguna mentira susceptible de ser descubierta. Si la descubrían, se inventaba una excusa o pedía perdón con voz suplicante y las lágrimas saltándole de sus bonitos ojos. Nadie podía enfadarse con ella.
» Sigo sin entender por qué me eligió a mí. ¿Me eligió como una víctima más o, más bien, para que la ayudara? Hoy todavía no lo sé. Tanto da. Ya todo ha terminado y así es como han ido las cosas.
Hubo un breve silencio.
—Ella me repitió lo que había dicho su madre. Me dijo que, al pasar por delante de casa, me había oído tocar el piano y que se había emocionado, que me había visto por la calle y que me admiraba. Me sonrojé. ¿Aquella chica, hermosa como una muñeca, me admiraba? Pero eso no creo que fuera mentira.
Yo pasaba de los treinta y no era tan bonita e inteligente como ella, ni tampoco poseía un talento especial. Pero había algo en mi interior que la atraía. Tal vez algo que a ella le faltaba. Por eso había despertado su interés. Ésta es la conclusión a la que he llegado. Y, oye, no estoy presumiendo.
—Ya me lo imagino —dije.
—Trajo unas partituras y me preguntó si podía tocarlas. Le respondí que sí. Y tocó una Invención de Bach. ¡Qué interpretación tan interesante! ¿O debería decir extraña? En todo caso, no era normal. No era una interpretación correcta.
La chica jamás había estudiado en una academia, había tomado clases en días alternos, así que tocaba muy a su aire. El sonido no era pulido. En los exámenes de ingreso en el conservatorio la hubieran suspendido inmediatamente. Pero se hacía escuchar. Los pasajes más importantes se hacían escuchar. ¡Una Invención de Bach, nada menos! Eso hizo que empezara a sentir interés hacia ella. « ¿Quién será esa chica?» , me decía.
» Con todo, el mundo está lleno de chicas que tocan a Bach muchísimo mejor que ella. Las hay que lo tocan veinte veces mejor. Pero sus interpretaciones raramente tienen contenido. Son vacías. En su caso, en cambio, la técnica era mala, pero tenía algo que atraía. Al menos a mí. Pensé que valía la pena darle clases. Por supuesto, ya era tarde para corregir todos sus errores y hacer de ella una profesional. Pero tal vez sería posible convertirla en una pianista que fuera capaz de disfrutar tocando el piano, como yo en aquella época, y ahora, claro.
Éste fue, al fin y al cabo, un deseo vano. Porque no era de esas personas que hacen algo en silencio, para sí mismas. Se trataba de una chica que, para provocar la admiración en los demás, utilizaba cualquier medio a su alcance y lo calculaba todo minuciosamente. Sabía qué tenía que hacer exactamente para que los demás la admiraran o la alabaran. Y también sabía cómo tenía que tocar para llamar mi atención. Todo estaba calculado al detalle. Había practicado la Invención una y otra vez. Saltaba a la vista. Con todo, incluso ahora, que soy consciente de esto, sigo pensando que su interpretación era maravillosa, y que, si pudiera volver a escucharla, me daría un vuelco el corazón. A pesar de todas sus astucias, mentiras y defectos. ¿No te parece? En la vida ocurren estas cosas.
Tras soltar una tos seca, Reiko interrumpió su relato y enmudeció un momento.
—¿Y la aceptaste como alumna? —pregunté.
—Sí. Venía una vez por semana, toda la mañana del sábado. En su escuela hacían fiesta los sábados. No faltó nunca, jamás llegó tarde, era una alumna ideal. Estudiaba. Y, al terminar la clase, comíamos pastel y hablábamos. —En este punto Reiko miró su reloj—. Deberíamos volver a casa. Me preocupa Naoko.
¿No me digas que te habías olvidado de ella?
—¡No! —dije riendo—. Pero la historia me ha atrapado.
—Si quieres saber cómo continúa, te lo cuento mañana. Es una historia un poco larga. No puede contarse toda de golpe.
—Pareces Scherezade.
—Sí, y tú ya no podrás volver a Tokio. —Reiko también se rió.
Cruzamos el bosque de vuelta y regresamos a casa. La vela se había consumido y la luz de la sala estaba apagada. La puerta del dormitorio permanecía abierta, la lámpara de encima de la mesilla de noche, encendida, y su tenue luz llegaba hasta la sala. Encontramos a Naoko en el sofá de la sala, en la penumbra. Se había puesto una bata cerrada hasta el cuello y estaba sentada con las piernas dobladas encima del sofá. Reiko se acercó a ella y le acarició la cabeza.
—¿Estás bien?
—Sí, ya estoy bien. Lo siento —susurró Naoko. Luego se volvió hacia mí y se disculpó avergonzada—: ¿Te has asustado?
—Un poco. —Esbocé una sonrisa.
—Ven aquí —me dijo Naoko.
Después de sentarme a su lado, Naoko acercó la cara a mi oído como si quisiera contarme un secreto y me besó detrás de la oreja.
—Lo siento —repitió dirigiéndose a mi oreja. Acto seguido, se apartó—. A veces ni yo misma sé lo que me está pasando.
—Eso también suele ocurrirme a mí.
Naoko sonrió y me miró.
—Si no te importa, me gustaría que me contaras más cosas de ti —le pedí—.
Sobre la vida que llevas aquí. En qué empleas los días, qué clase de gente conoces… Naoko me habló de su vida cotidiana con frases entrecortadas, pero claras. Se levantaban a las seis de la mañana, desayunaban en casa y, después de limpiar el gallinero, normalmente trabajaban en el campo. Cultivaban verduras. Antes o después del almuerzo, durante una hora, tenían visita con el médico o sesión de grupo. Por la tarde seguían un plan libre de actividades, tomaban clases de algo que les gustara, hacían actividades al aire libre o deporte. Ella estaba aprendiendo varias cosas: francés, punto, piano e historia antigua.
—Reiko me da clases de piano —continuó Naoko—. También da clases de guitarra. Aquí todos somos profesores y alumnos al mismo tiempo. Quien sabe francés enseña francés; el que es profesor de sociología imparte clases de historia; quien es bueno tejiendo enseña a hacer punto, etcétera. Esto parece una pequeña escuela. Por desgracia, no hay nada que yo pueda enseñar.
—Yo tampoco —reconocí.
—En fin. Estudio con muchas más ganas que cuando iba a la universidad.
Además, me divierte.
—¿Qué haces después de cenar?
—Hablo con Reiko, leo, escucho música, voy a las habitaciones de los demás y jugamos a algo… —Y yo toco la guitarra y escribo mis memorias —terció Reiko.
—¿Tus memorias?
—Es broma. —Reiko soltó una carcajada—. Nos acostamos a las diez. ¿Qué te parece? Una vida sana. Dormimos a pierna suelta.
Miré el reloj. Faltaban pocos minutos para las nueve.
—Entonces tendremos que acostarnos pronto.
—Hoy podemos retrasarnos —comentó Naoko—. Hacía tiempo que no te veía y quiero hablar contigo. Cuéntame algo.
—Hace un rato, cuando estaba solo, he recordado imágenes del pasado — dije—. ¿Te acuerdas de la vez en que Kizuki y yo fuimos a visitarte cuando estabas enferma en ese hospital cerca de la playa? Fue el verano de segundo de instituto, ¿no?
—Sí, cuando me operaron del pecho. —Naoko sonrió—. Me acuerdo perfectamente. Tú y Kizuki vinisteis en moto y me trajisteis unos bombones medio deshechos. ¡Me costó comerlos! Parece que han pasado siglos.
—¡Ni que lo digas! Entonces estabas escribiendo una poesía muy larga.
—Todas las chicas escriben poesías a esa edad. —Soltó una risita—. ¿Por qué te has acordado de esto ahora?
—No lo sé. Me he acordado así, por las buenas. De repente me han venido a la memoria el olor de la brisa marina y el laurel rosa. ¿Kizuki iba a visitarte a menudo?
—¿A visitarme? ¿Kizuki? Qué va. Incluso llegamos a pelearnos por esto. La primera vez vino solo, luego vino contigo, y eso fue todo. Y la primera vez que vino estaba muy inquieto y se fue a los diez minutos. Me trajo naranjas. Gruñó algo, me peló una naranja, me la dio, volvió a gruñir y se fue. Farfulló algo del estilo que no soportaba los hospitales. —Naoko se reía—. En eso era como un niño. ¿Conoces a alguien a quien le gusten los hospitales? Por eso uno acude a esos sitios. Para consolar a la gente. Para decirles: « ¡Ánimo!» . Él no acababa de entenderlo.
—Pero cuando fui con él se comportó como siempre.
—Porque estabas tú —explicó Naoko—. Delante de ti, siempre actuaba de la misma forma. Hacía lo imposible por ocultar sus debilidades. Él te quería mucho, estoy segura. De ahí que se esforzara en mostrarte su lado bueno. Pero conmigo era otra historia. Se relajaba. En realidad, tenía un humor variable. Por ejemplo, tan pronto hablaba por los codos como estaba deprimido. Le ocurría con frecuencia. Fue así desde niño. Siempre intentando cambiar, siempre intentando superarse a sí mismo.
Naoko descruzó y cruzó las piernas en el sofá.
—Siempre intentaba cambiar, ser mejor persona, y cuando no lo conseguía se irritaba, se entristecía. Pese a tener muchas virtudes, nunca confió en sí mismo y pensaba continuamente: « Debo hacer esto» , « Tengo que cambiar aquello» .
¡Pobre Kizuki!
—Si, como dices, él se esforzaba en mostrarme su lado bueno, se salió con la suya. Yo jamás le vi otra cosa.
Naoko sonrió.
—Si te oyera se alegraría. Tú eras su único amigo.
—Y él, el mío —dije—. Ni antes ni después ha habido alguien a quien yo pudiera llamar amigo.
—Por eso me gustaba tanto estar con vosotros. En esos momentos también para Kizuki y para mí sólo existía su lado bueno. Me sentía muy cómoda. Podía estar tranquila. Por eso me gustaba tanto estar los tres juntos. Me pregunto qué debías de pensar.
—A mí me preocupaba lo que debías de estar pensando tú. —Sacudí la cabeza.
—El problema era que nuestro pequeño círculo no podía durar eternamente.
Y eso lo sabía Kizuki, lo sabía yo y lo sabías tú.
Asentí.
—Si te digo la verdad —siguió Naoko—, yo adoraba los defectos de Kizuki.
Me gustaban tanto como sus virtudes. Él no tenía ni un ápice de astucia o de mala intención. Era débil, sólo eso. Nunca quiso creerme cuando se lo decía. Siempre replicaba lo mismo: « Naoko, esto es porque estamos juntos desde los tres años y me conoces demasiado. Tú no puedes distinguir entre los defectos y las virtudes, confundes las cosas» . Siempre me hablaba así. Con todo, Kizuki me gustaba y, aparte de él, no me gustaba nadie más.
Naoko se volvió hacia mí y me sonrió con tristeza.
—La nuestra no era la típica relación de pareja. Parecía como si nuestros cuerpos estuviesen pegados. Si nos separábamos, una peculiar fuerza de atracción volvía a unirnos. Kizuki y yo nos hicimos novios de la forma más natural del mundo. Era algo que estaba fuera de duda, no había alternativa posible. A los doce años ya nos besábamos, y a los trece nos acariciábamos. Yo iba a su habitación, o él venía a la mía, y se lo hacía con las manos. No se me pasaba por la cabeza que fuésemos precoces. Si él quería acariciar mis pechos, o mi sexo, yo no tenía nada que objetarle, y si él quería eyacular no me importaba ayudarlo. Por eso, si alguien nos hubiera criticado por ello, creo que yo me hubiera sorprendido, o enfadado. ¡Vamos! Nosotros hacíamos lo que se suponía que debíamos hacer. Nos habíamos mostrado cada rincón de nuestros cuerpos, casi teníamos la sensación de compartir el cuerpo del otro. Sin embargo, decidimos no dar un paso más. Temíamos un embarazo y, en aquella época, no sabíamos cómo prevenirlo. En fin, maduramos así, formando una unidad, tomados de la mano. Y apenas experimentamos las urgencias del sexo o las angustias del ego sobredimensionado que acompañan la pubertad. Nosotros, como te he dicho antes, estábamos muy abiertos respecto al sexo y, en cuanto al ego, como cada uno absorbía y compartía el del otro, no teníamos una conciencia muy fuerte de nosotros mismos. ¿Entiendes lo que estoy tratando de expresar?
—Creo que sí.
—No podíamos estar separados. Si Kizuki viviera, seguiríamos juntos, amándonos y siendo cada vez más infelices.
—¿Y eso por qué?
Naoko se pasó varias veces los dedos por el cabello a modo de peine. Puesto que se había quitado el pasador, cuando se inclinaba hacia delante el pelo le caía sobre la cara, ocultándola.
—Porque tendríamos que pagar nuestra deuda al mundo. —Naoko alzó la cara—. El sufrimiento de madurar, por ejemplo. No abonamos el importe en su momento y fue más adelante cuando nos pasó factura. Por eso Kizuki acabó como acabó y yo estoy ahora aquí. Fuimos igual que dos niños que viven desnudos en una isla desierta. Si tienen hambre comen un plátano, si se sienten solos duermen abrazados. Pero esto no puede durar eternamente. Crecimos deprisa y tuvimos que entrar en la sociedad. Tú eras el lazo que nos unía con el mundo exterior. A través de ti, nos esforzamos por adaptarnos al mundo. Aunque, a fin de cuentas, no resultó.
Asentí.
—No pienses que te utilizamos. Kizuki te quería de todo corazón, pero fuiste la primera persona ajena que entró en nuestro círculo. Y sigue siendo así. Kizuki ha muerto y ya no está aquí, pero tú continúas siendo el único vínculo que tengo con el mundo exterior. Incluso ahora. Y, de la misma manera que te amaba Kizuki, te amo yo. Jamás tuvimos la intención de herirte, pero quizá lo hicimos. Nunca se nos pasó por la cabeza que eso pudiera suceder.
Naoko bajó la cabeza y enmudeció.
—¿Os apetece una taza de cacao? —intervino Reiko.
—¡Oh, sí! —dijo Naoko.
—Yo beberé un poco de brandy que he traído, ¿os importa? —pregunté.
—¡Adelante! —exclamó Reiko—. ¿Me ofreces una copa?
—Claro. —Me reí.
Reiko trajo un par de copas y brindamos. Luego fue a la cocina a preparar el cacao.
—Hablemos de algo más alegre —comentó Naoko.
Pero a mí no se me ocurría nada divertido que contarles. « ¡Ojalá estuviera aquí Tropa-de-Asalto!» , me dije. Con él, las anécdotas surgían una tras otra y, al contarlas, todo el mundo se ponía contento. ¡Qué remedio! Inicié una larga descripción de las lamentables condiciones higiénicas en las que vivíamos en la residencia. Era tan repugnante que, sólo de contarlo, me daban arcadas, pero ellas lo encontraron de lo más chocante y se retorcieron de risa. Después Reiko imitó a varios enfermos mentales. Eso también fue divertido. Cuando, a las once, Naoko puso cara de sueño, Reiko bajó el respaldo del sofá, lo convirtió en cama y me entregó las sábanas, las mantas y una almohada.
—Una violación a medianoche no estaría mal, pero no te equivoques de mujer —bromeó Reiko—. El cuerpo sin arrugas que duerme en la cama de la izquierda es el de Naoko.
—¡Mentira! ¡Duermo en la de la derecha! —dijo Naoko.
—Por cierto, he conseguido que mañana por la tarde podamos saltarnos las actividades. Haremos una excursión. Por aquí cerca hay lugares preciosos — añadió Reiko.
—¡Estupendo! —exclamé.
Ellas entraron por turnos en el baño para lavarse los dientes y se retiraron a su dormitorio. Una vez solo, bebí un poco más de brandy, me tendí en el sofá y fui rememorando, uno a uno, los acontecimientos del día, de la mañana a la noche.
Me parecía haber vivido un día muy largo. La habitación seguía iluminada por la blanca luz de la luna. El dormitorio de Naoko y Reiko estaba silencioso; no se oía el menor ruido. De vez en cuando crujía una cama. Al cerrar los ojos, vi unas diminutas figuras temblorosas danzando en la oscuridad, mientras, en el fondo de mis oídos, resonaba el eco de la guitarra de Reiko. No duró mucho rato. De pronto el sueño me arrastró hacia un lodazal. Y soñé con sauces. A ambos lados de un sendero montañoso se alineaban los sauces. Muchos, muchísimos sauces.
Soplaba un viento muy fuerte, pero las ramas de los árboles no se movían un ápice. « ¿Por qué?» , me pregunté con extrañeza. En ese instante descubrí que había unos pájaros asidos a las ramas. Su peso impedía que éstas se balanceasen.
Agarré una estaca y golpeé la rama que tenía más cerca. Pretendía ahuyentar a los pájaros para dejar que las ramas se mecieran libremente. Pero éstos no levantaron el vuelo. En lugar de eso, se convirtieron en pájaros de metal y fueron cayendo al suelo con estrépito.
Cuando me desperté tuve la sensación de seguir soñando. El interior de la habitación brillaba tenuemente a la blanca luz de la luna. En un acto reflejo, miré hacia el suelo buscando los pájaros de metal esparcidos. Por supuesto, no había ninguno. Sólo estaba Naoko, sentada a los pies del sofá, con la vista clavada al otro lado de la ventana. Tenía las rodillas dobladas y el mentón apoyado en ellas como un huérfano hambriento. Dirigí la mirada hacia el reloj que había a la cabecera, el cual no se encontraba donde lo había visto antes. Deduje, por la luz de la luna, que debían de ser las dos o las tres de la madrugada. Aunque estaba sediento, opté por permanecer inmóvil observando a Naoko. Llevaba la misma bata azul que antes y la mitad de su cabellera estaba sujeta por el pasador con forma de mariposa. Su bonita frente resplandecía a la luz de la luna. « ¡Qué extraño!» , pensé. « Antes de acostarse se había quitado el pasador» .
Naoko permanecía inmóvil. Parecía un pequeño animal nocturno hechizado por la luz de la luna. El ángulo de la luz exageraba la sombra de sus labios.
Aquella sombra vibraba con pequeñas pulsaciones al compás de los latidos de su corazón, o acaso de sus pensamientos. Tal vez susurraba palabras mudas a la noche.
Tragué saliva para calmar la sed y aquel sonido resonó, atronador, en el silencio de la noche. Entonces Naoko, como si ese sonido hubiese sido una señal, se levantó de un salto y, con un tenue frufrú de telas, se arrodilló junto a mi almohada y clavó sus ojos en los míos. La miré, pero sus ojos no decían nada.
Las pupilas tenían una transparencia inusitada; eran tan claras que parecía que, a través de ellas, podría verse el más allá. Por más que miré, no logré ver nada en sus profundidades. El rostro de Naoko quedaba a treinta centímetros del mío, aunque yo lo sentía a muchos años luz de distancia.
Alargué el brazo e intenté tocarla, pero ella se echó hacia atrás. Los labios le temblaban. A continuación, alzó las dos manos y empezó a desabrocharse la bata.
Tenía siete botones. Contemplé, cual si fuera una prolongación del sueño, cómo sus hermosos y delgados dedos iban desabrochándolos, uno tras otro. Una vez hubo soltado los siete pequeños botones blancos, Naoko, como una serpiente que se desprende de su piel, dejó que la bata se deslizara desde los hombros hasta la cadera y quedó completamente desnuda, pues no llevaba nada debajo. Lo único que tenía puesto era el pasador con forma de mariposa. Naoko, todavía arrodillada en el suelo, se quedó mirándome. Bañado por la suave luz de la luna, su cuerpo tenía el lustre de la carne recién nacida, y casi despertaba compasión.
Al moverse —en un movimiento apenas perceptible—, las partes bañadas por la luz de la luna se desplazaron levemente, las sombras que teñían su cuerpo cambiaron de forma. Los pechos redondos y llenos, los pequeños pezones, la cavidad del ombligo, las caderas, el vello púbico, todas las texturas de aquella sombra cambiaron de forma, igual que las ondas sobre la superficie de un lago.
« ¡Qué cuerpo tan perfecto!» , pensé. ¿Cuándo había adquirido Naoko unas formas tan perfectas? ¿Dónde estaba el cuerpo que yo había abrazado aquella noche de primavera? Aquella noche, cuando desnudé despacio, con dulzura, a una Naoko que lloraba a mares, su cuerpo me pareció imperfecto. Los pechos eran duros; los pezones, protuberantes en exceso; las caderas, extrañamente rígidas. Sin duda, Naoko era una muchacha hermosa, y su cuerpo, atractivo. Me excitaba sexualmente, tenía un enorme poder de atracción sobre mí. Pero, con todo, mientras abrazaba, acariciaba y besaba su cuerpo desnudo, me poseyó una extraña emoción ante la torpeza de aquel cuerpo. Hubiese querido explicárselo.
Pensé: « Ahora estoy haciendo el amor contigo. Estoy dentro de ti. Pero, en realidad, no tiene ninguna importancia. Tanto da. No deja de ser un coito. Al poner en contacto nuestros cuerpos imperfectos, no hacemos más que contarnos lo que no podríamos contarnos de otro modo. Y así adquirimos conciencia de nuestras respectivas imperfecciones» . Por supuesto, éstas no son cosas que puedan expresarse fácilmente. Y me limité a abrazar en silencio el cuerpo de Naoko. Mientras, podía sentir el tacto áspero de un cuerpo extraño que permanecía dentro de ella. Y este tacto excitó mis sentidos, confiriendo a mi erección una gran dureza.
El cuerpo que tenía ahora delante era muy distinto al de entonces. Me dije:
« Su carne, tras experimentar diversas transformaciones, ha llegado a la perfección y renace bajo la luz de la luna» . Primero, tras la muerte de Kizuki, había desaparecido el rollizo cuerpo de adolescente y, más adelante, había sido reemplazado por la carne de una mujer adulta. El cuerpo de Naoko era tan perfecto que no logró excitarme. Me limité a contemplar, atónito, la preciosa curva de la cintura, los pechos redondos y lustrosos, el vientre esbelto que vibraba en silencio con su respiración y, debajo, la sombra de su vello púbico, negro y suave.
Expuso su cuerpo desnudo ante mis ojos durante… ¿cuánto? ¿Cinco, seis minutos? Poco después volvió a ponerse la bata y empezó a abrocharse los botones por orden, empezando por el de arriba. Se levantó de repente, abrió la puerta sin hacer ruido y desapareció en el interior de su dormitorio.
Permanecí largo tiempo tendido en la cama, inmóvil. Pero cambié de idea, me levanté, recogí el reloj que estaba en el suelo y lo encaré a la luz de la luna.
Eran las 3:40. Bebí varios vasos de agua en la cocina, volví a tenderme en la cama. El sueño no me alcanzó hasta el amanecer, cuando la luz del sol barrió los restos de la pálida luz de la luna, hasta en el último rincón de la estancia. Sumido todavía en un estado de duermevela, Reiko se acercó a mí y me dio unos golpecitos en las mejillas diciendo:
—¡Ya es de día! ¡Ya es de día!
Mientras Reiko recogía la cama, Naoko, de pie en la cocina, preparaba el desayuno. Se volvió hacia mí, me dirigió una sonrisa y me dijo:
—¡Buenos días!
Le devolví los buenos días. Me planté a su lado y estuve observándola cómo ponía el agua a hervir y cortaba el pan sin dejar de canturrear, pero no pude descubrir signo alguno de complicidad por lo sucedido esa noche.
—¡Tienes los ojos muy rojos! —terció Naoko sirviéndome el café.
—Me he despertado a medianoche y no he podido conciliar el sueño.
—Espero que no estuviéramos roncando —comentó Reiko.
—¡Oh, no! —exclamé.
—Menos mal —añadió Naoko.
—Está siendo educado. —Reiko bostezó.
Al principio supuse que Naoko estaba disimulando delante de Reiko, o que tal vez se avergonzaba, pero, cuando Reiko se ausentó unos instantes de la habitación, Naoko no cambió de actitud y sus ojos parecían tan transparentes como siempre.
—¿Has dormido bien? —le pregunté a Naoko.
—Como un lirón —contestó como si tal cosa. Llevaba el pelo sujeto por un pasador sencillo, sin ningún adorno.
Mis dudas me desconcertaron durante todo el desayuno. Mientras untaba el pan con mantequilla o pelaba un huevo duro, iba lanzando miradas furtivas a Naoko, sentada frente a mí, esperando una señal.
—Watanabe, ¿por qué no me quitas los ojos de encima esta mañana? — bromeó Naoko como si le chocara.
—Eso es porque está enamorado de alguien —dijo Reiko.
—¿Ah, sí? ¿Estás enamorado de alguien? —añadió Naoko.
Respondí que « tal vez» y sonreí. Tras dejarme tomar el pelo, renuncié a seguir pensando en los acontecimientos de la noche anterior, comí el pan y bebí una taza de café.
Después del desayuno, las dos dijeron que iban a dar de comer a las aves del gallinero y decidí acompañarlas. Se pusieron unos vaqueros y una camisa de trabajo, se calzaron unas botas altas de goma de color blanco. El gallinero se hallaba dentro de un pequeño parque, detrás de las pistas de tenis, y allí se agrupaban diversas especies, desde gallinas y palomas hasta pavos reales y loros.
Estaba rodeado de parterres de flores, arbustos y bancos. Dos hombres, a todas luces pacientes del sanatorio, barrían las hojas caídas en el camino. Ambos debían de rondar la cuarentena. Reiko y Naoko se acercaron a ellos, les dieron los buenos días, Reiko bromeó sobre algo y los hizo reír. En el parterre florecían las plantas y los arbustos estaban recortados con esmero. Al ver a Reiko, las aves empezaron a revolotear, entre cacareos y graznidos, por el interior del gallinero.
Entraron en un pequeño cobertizo que había al lado del gallinero para volver con un saco de grano y una manguera de goma. Naoko aplicó la manguera a la boca del grifo e hizo girar la llave del agua. Entró en el gallinero vigilando que las aves no se escaparan y arrancó la porquería con el chorro del agua; Reiko rascaba el suelo con el cepillo. El chorro del agua lanzaba destellos a la luz del sol, y los pavos reales, huyendo de las salpicaduras, corrieron a refugiarse al fondo del gallinero. Un pavo real levantó la cabeza y se quedó mirándome con ojos de viejo cascarrabias, mientras un loro, posado en su percha, agitaba ruidosamente las alas con expresión de disgusto. Cuando Reiko se volvió hacia el pájaro imitando el maullido de un gato, el loro se refugió en un rincón y escondió la cabeza bajo el ala, pero unos instantes después chilló: « ¡Gracias! ¡Loco! ¡Vete a la mierda!» .
—¿Quién debe de haberle enseñado esas cosas al loro? —se sorprendió Naoko ahogando un suspiro.
—¡A mí no me mires! Yo nunca le enseñaría semejantes groserías —dijo Reiko, y volvió a maullar. El loro enmudeció.
—El pobre bicho tuvo una mala experiencia con un gato y ahora les tiene pánico —me explicó Reiko riéndose.
Cuando terminaron de limpiar, dejaron los utensilios de limpieza y fueron llenando todos los comederos. Los pavos reales se acercaron chapoteando por el agua encharcada, se inclinaron sobre los contenedores y, a pesar de que Naoko les golpeó el trasero, ellos siguieron comiendo, absortos, sin reparar en tales menudencias.
—¿Hacéis cada día lo mismo? —le pregunté a Naoko.
—Sí, las nuevas nos encargamos de esto porque es fácil. ¿Quieres ver los conejos?
Le respondí que sí. Detrás del gallinero estaban las jaulas de los conejos.
Había unos catorce conejos durmiendo sobre la paja. Tras reunir las cagarrutas con una escoba y llenar los comederos, Naoko levantó un conejo y se lo acercó a la mejilla.
—¿Verdad que es precioso? —dijo Naoko contenta. Luego lo posó en mis brazos. Aquella pequeña bolita cálida se quedó inmóvil mientras las orejas le temblaban medrosamente—. No te preocupes. No te hará daño —le advirtió al conejo acariciándole la cabeza con los dedos, y me sonrió.
Fue una sonrisa tan resplandeciente que no pude devolvérsela. ¿Dónde estaba la Naoko de la noche anterior? Sin duda, aquélla era la verdadera Naoko. No lo había soñado. Se había desnudado ante mí. Por fin sabía que no fue un sueño.
Mientras silbaba con gracia Proud Mary, Reiko metió toda la basura en una bolsa de plástico. Las ayudé a llevar los utensilios de limpieza y el pienso de los animales al cobertizo.
—La mañana es la parte del día que más me gusta —dijo Naoko—. Todo parece que acaba de empezar. Por eso, cuando llega el mediodía, me siento triste. El atardecer es la parte del día que más detesto. Todos los días pienso lo mismo.
—Y, mientras tanto, todos nos hacemos mayores. Pensando si llega el día o cae la noche —comentó Reiko con expresión risueña—. El tiempo vuela.
—A ti parece que te divierte hacerte mayor —dijo Naoko.
—No me divierte, pero no me gustaría volver a ser joven —añadió Reiko.
—¿Por qué? —le pregunté.
—Por pereza, claro —respondió Reiko. Y sin dejar de silbar Proud Mary, arrojó la escoba dentro del cobertizo y cerró la puerta.
Al llegar al dormitorio, se quitaron las botas de goma, se pusieron unas zapatillas de deporte y dijeron que se iban al campo. Reiko me advirtió que aquella labor no tenía mucho interés, y que, además, trabajaban en grupo, así que lo mejor sería que me quedara en la habitación leyendo.
—¡Ah! En el baño hay un cubo lleno de bragas sucias. ¿Te importaría lavarlas? —dijo Reiko.
—Supongo que es una broma… —Me quedé atónito.
—¿A ti qué te parece? —rió Reiko—. ¿Qué podría ser sino una broma? Es una monada. ¿No te lo parece, Naoko?
—Ya lo creo. —Naoko se rió con Reiko.
—Estudiaré alemán. —Suspiré.
—Buen chico. Volveremos antes del mediodía. Estudia mucho —dijo Reiko.
Salieron de la habitación entre risitas. Se oían los pasos y las voces de varias personas que pasaban por debajo de la ventana.
Fui al baño, volví a lavarme la cara, tomé prestado un cortaúñas, me corté las uñas. Teniendo en cuenta que se trataba del baño de una habitación donde vivían dos mujeres, estaba muy despejado. Había alineados varios tarros de leche limpiadora, de crema de contorno de ojos, de protección solar y de tónico.
Apenas se veía maquillaje. Después de cortarme las uñas, me hice café en la cocina, me senté a la mesa y, mientras lo tomaba, abrí el libro de texto de alemán. Estaba en aquella cocina caldeada por el sol, en camiseta, memorizando la gramática alemana, cuando me asaltó una extraña sensación: la tabla de verbos irregulares alemanes parecía separada de la mesa de la cocina por una distancia insalvable.
Regresaron del campo a las once y media, entraron en la ducha, una detrás de otra, y se pusieron ropa limpia. Después los tres fuimos al comedor, almorzamos y caminamos hasta el portal. Esta vez el guarda estaba en la garita de la entrada, sentado a la mesa y comiendo con apetito el almuerzo que, supuestamente, le habían traído del comedor. En la estantería, en el transistor sonaba una canción popular. Al vernos, el guarda levantó una mano y nos saludó.
Le devolvimos el saludo.
—Salimos a dar un paseo. Volveremos dentro de tres horas —informó Reiko.
—¡Qué gran idea! Hace un día espléndido, ¿verdad? En el camino del valle ha habido un desprendimiento a causa de las lluvias del otro día. Vayan con cuidado. Aparte de esto, no hay problema —dijo el guarda.
Reiko apuntó su nombre y el de Naoko, el día y la hora en un cuaderno, aparentemente un registro de salidas.
—¡Que lo pasen bien! ¡Hasta luego! —se despidió el guarda.
—¡Qué señor tan amable! —exclamé.
—Está mal de la azotea —comentó Reiko presionando la punta del dedo contra su sien.
Hacía un día tan espléndido como aseguraba el guarda. El cielo era de un penetrante azul y unas nubes blancas se difuminaban en lo alto del cielo como brochazos. Durante un rato seguimos el muro de la Residencia Ami, luego lo dejamos atrás y empezamos a subir en fila india una cuesta estrecha y escarpada. A la cabeza iba Reiko; en medio, Naoko, y, por último, yo. Reiko avanzaba con el paso seguro de quien conoce las montañas como la palma de su mano. Apenas hablábamos, concentrados como estábamos en la subida. Naoko vestía vaqueros, una camisa blanca, y en la mano llevaba una chaqueta. Yo caminaba mirando cómo su melena lisa oscilaba a derecha e izquierda barriéndole los hombros. De vez en cuando Naoko se volvía hacia atrás y, cuando sus ojos topaban con los míos, me sonreía. Aquella cuesta parecía interminable, pero Reiko no aflojaba el paso lo más mínimo, y Naoko la seguía intentando no quedarse atrás, enjugándose el sudor. Yo, que hacía tiempo que no subía una montaña, estaba sin aliento.
—¿Siempre andáis tanto? —le pregunté a Naoko.
—Una vez a la semana —respondió ella—. ¿Es duro?
—Un poco —dije.
—Pronto llegaremos. —Ahora hablaba Reiko—. Ya hemos recorrido dos tercios del camino. Eres un hombre. ¡Ten un poco más de brío!
—No hago ejercicio.
—Claro, como está todo el día divirtiéndose con mujeres… —susurró Naoko para sí.
Pensé en replicarle pero, estando como estaba sin resuello, no pude decir palabra. De vez en cuando, pasaron sobre nosotros unos pájaros rojos con un penacho extraño en la cabeza. La silueta de los pájaros volando se recortaba, nítida, en el azul del cielo. Entre la hierba florecían incontables flores blancas, azules y amarillas, y por todas partes se oía el zumbido de las abejas.
Diez minutos después llegamos a una meseta. Descansamos un momento, nos enjugamos el sudor, acompasamos la respiración, bebimos agua de la cantimplora. Reiko tomó una hoja del suelo, hizo un silbato con ella y silbó.
El camino descendía en una suave pendiente salpicada de espigas de susuki.
Tras andar unos quince minutos, pasamos por una aldea. No se veía un alma y las doce o trece casas que la formaban estaban en ruinas. La hierba crecía por todas partes, alta hasta la cintura, y en los agujeros de las paredes había adheridos los excrementos blancos y secos de las palomas. Algunas casas estaban completamente derruidas; de ellas sólo quedaban en pie los pilares. Otras casas, en cambio, invitaban a abrir las puertas del porche y a ser habitadas de inmediato. Avanzamos por un camino que discurría entre casas silenciosas, sin rastro de vida.
—Hasta hace siete u ocho años aquí vivía gente —me contó Reiko—. Están rodeadas de campos. Pero todo el mundo se marchó. La vida aquí es muy dura.
En invierno todo está cubierto de nieve y no puedes moverte. Y la tierra no es muy fértil que digamos. Se gana más yendo a trabajar a la ciudad.
—¡Es una pena! Hay casas que aún podrían habitarse —dije.
—Una vez vinieron unos hippies a vivir aquí, pero se fueron al llegar el invierno.
Poco después de cruzar la aldea, encontramos un amplio pasto rodeado por una empalizada. A lo lejos se veían varios caballos pastando en un prado.
Caminamos a lo largo de la empalizada y un perro se nos acercó agitando el rabo.
Apoyó las patas sobre los hombros de Reiko y le olisqueó la cabeza. Luego se abalanzó, juguetón, sobre Naoko. Al silbar, se acercó a mí y me lamió la mano con su larga lengua.
—Es el perro de los pastos. —Naoko le acarició la cabeza—. Tiene casi veinte años y, como tiene los dientes débiles, no puede comer cosas duras. Siempre está durmiendo enfrente de la cafetería y cuando oye pasos viene corriendo a jugar.
Reiko sacó una loncha de queso de la mochila, el perro la olió, dio un salto y la agarró entre los dientes, contento.
—No lo veremos mucho más tiempo. —Reiko le acarició la cabeza—. A mediados de octubre lo meten en un camión, con los caballos y las vacas, y se lo llevan de vuelta a la granja. En verano traen a pastar el ganado y abren una pequeña cafetería para los turistas. En fin, lo que se dice turistas…, no sé, vendrán unos veinte excursionistas al día, supongo. ¿Queréis tomar algo?
—Sí —dije.
El perro guió la comitiva hasta la cafetería. Era un pequeño edificio con un porche pintado de blanco; un letrero descolorido en forma de taza de café colgaba del alero, en la fachada principal. El perro entró el primero en el porche, se tendió en el suelo, entornó los ojos. En cuanto nos sentamos a una mesa del porche, salió una chica, peinada con coleta y vestida con una sudadera y unos vaqueros blancos que saludó calurosamente a mis acompañantes.
—Este chico es un amigo de Naoko. —Reiko hizo las presentaciones.
—Hola —me saludó la chica.
—Hola.
Mientras las tres mujeres charlaban, estuve acariciando la cabeza del perro, tendido bajo la mesa. Tenía, efectivamente, el cuello corto y musculoso de un perro viejo. Cuando le rascaba los lugares endurecidos, el perro cerraba los ojos y jadeaba, complacido.
—¿Cómo se llama? —le pregunté a la chica de la tienda.
—Pepe.
—¡Pepe! —Lo llamé, pero no se movió.
—Es sordo. Si no le hablas más alto, no te oye —explicó la chica.
—¡¡Pepe!! —le grité, y entonces el perro abrió los ojos, se incorporó y ladró.
—¡Guapo! ¡Ya está! Duerme tranquilo y vive muchos años —exclamó la chica, y Pepe volvió a tenderse a mis pies.
Naoko y Reiko pidieron un granizado de leche; yo, una cerveza. Reiko le dijo a la camarera que pusiera la radio, y ella enchufó el amplificador y sintonizó una emisora de FM. Sonaron los Blood, Sweat and Tears cantando Spinning Wheel.
—La verdad es que quería venir para escuchar la radio —comentó Reiko satisfecha—. En casa no se sintoniza, y, si no te pasas por aquí de vez en cuando, ya no sabes qué música suena en el mundo.
—¿Duermes aquí todo el año? —le pregunté a la camarera.
—¡Qué dices! —respondió ella riéndose—. Esto por la noche es tan solitario que me moriría. Al anochecer los hombres de los pastos me llevan a la ciudad. Y por las mañanas vuelvo.
Señaló a lo lejos hacia un todoterreno aparcado delante de la oficina de los pastos.
—Pronto terminarán el trabajo, ¿no? —dijo Reiko.
—Dentro de poco —contestó la chica. Reiko le ofreció un cigarrillo y las dos fumaron.
—Te echaremos de menos —afirmó Reiko.
—Volveré en mayo del año que viene. —La chica volvió a reírse.
Sonó White Room, de Cream, luego hubo anuncios y a continuación le tocó el turno a Scarborough Fair, de Simon and Garfunkel. Reiko dijo que le gustaba aquella canción.
—He visto la película —dije.
—¿Y quién sale?
—Dustin Hoffman.
—No lo conozco. —Reiko movió la cabeza compungida—. El mundo cambia tan deprisa…, antes de que uno se dé cuenta.
Reiko le pidió la guitarra a la chica. « Ahora mismo» , dijo ella, apagó la radio y sacó una vieja guitarra del fondo del local. El perro levantó la cabeza, olisqueó la guitarra.
—Esto no se come —le advirtió Reiko al perro, como si estuviera convenciéndolo de algo.
El viento olía a hierba. Ante nuestros ojos, la hilera de montañas se recortaba nítidamente en el cielo.
—Parece una escena de Sonrisas y lágrimas —le comenté a Reiko, que estaba afinando la guitarra.
—¿Y eso qué es?
Tocó los primeros acordes de Scarborough Fair. Al parecer, era la primera vez que la tocaba, y de oído, así que al principio dudó hasta dar con los acordes correctos. A base de equivocarse y volver a intentarlo, logró tocar la melodía completa. A la tercera vez, empezó a añadir adornos aquí y allá y la interpretó sin dificultad alguna.
—Qué intuición tengo. —Reiko me guiñó un ojo y señaló su cabeza—. Si escucho tres veces una melodía, puedo tocarla sin partitura.
Tocó Scarborough Fair hasta el final al tiempo que tarareaba la melodía. Los tres aplaudimos, y ella, ceremoniosa, inclinó la cabeza.
—Hace tiempo, cuando tocaba los conciertos de Mozart, me aplaudían mucho más.
La chica de la cafetería le dijo que si tocaba Here Comes the Sun, de los Beatles, la tienda la invitaba al granizado. Reiko levantó el pulgar e hizo el signo de okey. La cantó acompañándose de la guitarra. Tenía una voz ronca, posiblemente a causa de fumar demasiado, pero cantaba con personalidad.
Mientras escuchaba la canción, contemplando las montañas y bebiendo cerveza, tuve la sensación de que el sol iba a salir de un momento a otro. Fue una sensación muy dulce y cálida.
Cuando terminó de cantar Here Comes the Sun, Reiko le devolvió la guitarra a la chica y le pidió que sintonizara de nuevo la radio. A Naoko y a mí nos dijo que diéramos un paseo.
—Yo me quedaré aquí escuchando la radio y charlando con ella. Conque volváis dentro de una hora, antes de las tres, ya está bien.
—¿No está prohibido que estemos solos? —pregunté.
—Lo está, pero hagamos la vista gorda. No me gusta hacer de carabina y me apetece descansar un rato. Yo solita. Además, has venido hasta aquí desde muy lejos, tendrás un montón de cosas que contarle. —Reiko se llevó otro cigarrillo a los labios.
—Vámonos —me susurró Naoko levantándose.
Me puse en pie y la seguí. El perro se desperezó y fue tras nosotros, pero pronto desistió y volvió al porche. Andamos por un camino llano que corría a lo largo de la empalizada. De vez en cuando, Naoko me tomaba de la mano o entrelazaba su brazo con el mío.
—Igual que en el pasado —comentó.
—Que en el pasado no. Fue en la primavera de este mismo año. —Me reí—.
Hacíamos esto hasta esta misma primavera. Si fuera el pasado, diez años atrás corresponderían a la historia antigua.
—Pues parece historia antigua. Perdona por lo de ayer. Me puse nerviosa, no sé por qué. Y tú que habías venido a verme… Me sabe mal.
—No importa. Tal vez deberíamos exteriorizar más nuestras emociones. Si quieres, puedes mostrármelas. Así nos conoceremos mejor.
—Si llegas a entenderme, ¿qué sucederá entonces?
—Eso no lo tienes muy claro, ¿verdad? No se trata de lo que pueda suceder.
En este mundo hay a quien le gusta saber los horarios de los medios de transporte y se pasa el día comprobándolos. También hay quien hace barcos de un metro de largo encolando palillos. Por lo tanto, no es tan raro que haya por lo menos una persona que quiera entenderte, ¿no te parece?
—¿Como una especie de pasatiempo? —dijo Naoko divertida.
—Si quieres, puedes llamarlo así. En general, las personas lo llaman simpatía o amor, pero si tú quieres llamarlo pasatiempo puedes hacerlo.
—¿A ti también te gustaba Kizuki?
—Por supuesto —respondí.
—¿Y Reiko?
—Me encanta. Es una buena persona.
—¿Por qué te gusta siempre este tipo de gente? —preguntó Naoko—. Todos somos personas que nos hemos doblado en algún punto, que nos hemos torcido, que no hemos podido mantenernos a flote y nos hemos hundido deprisa. Yo, Kizuki, Reiko. A todos nos ha ocurrido lo mismo. ¿Por qué no te gusta la gente corriente?
—A mí no me da esta impresión —respondí tras reflexionar unos instantes—.
No me parece que ni tú, ni Kizuki, ni Reiko estéis « torcidos» . La gente que a mí me parece « torcida» pasea por la calle tan campante.
—Pero nosotros estamos torcidos. Yo misma me doy cuenta —replicó Naoko.
Anduvimos un rato en silencio. El camino se separaba de la empalizada de los pastos y desembocaba en un prado con forma circular rodeado de árboles, parecido a un pequeño lago.
—A veces me despierto aterrada en medio de la noche. —Naoko pegó su cuerpo al mío—. Pienso que no me recuperaré, que pasarán los años y me pudriré aquí. Y, al imaginarlo, siento cómo se me hiela la sangre. Es una sensación amarga, fría.
Le rodeé los hombros con los brazos y la atraje hacia mí.
—Me da la impresión de que Kizuki me tiende la mano desde las tinieblas y reclama mi presencia. « ¡Eh, Naoko! No podemos estar separados» , me dice.
—¿Y qué haces en esos momentos?
—Por favor, Watanabe, no me malinterpretes.
—Tranquila.
—Le pido a Reiko que me abrace —me contó Naoko—. La despierto, me meto en su cama, le pido que me abrace. Y lloro. Ella me acaricia hasta que mi cuerpo recobra el calor. ¿Te parece extraño todo esto?
—No. Pero me gustaría ser yo quien te abrazara, en lugar de Reiko.
—Abrázame ahora, aquí —me rogó Naoko.
Nos sentamos sobre la hierba seca del prado y nos abrazamos. Al sentarnos, nuestros cuerpos quedaron ocultos entre la hierba y no podíamos ver más que el cielo y las nubes. La tumbé despacio sobre la hierba y la abracé. Su cuerpo era ágil y cálido, sus manos recorrieron el mío. Nos besamos cariñosamente.
—Oye, Watanabe… —me susurró al oído.
—Dime.
—¿Tienes ganas de acostarte conmigo?
—Claro —dije.
—¿Podrás esperar?
—Podré esperar.
—Antes de hacerlo quiero estar mejor. Encontrarme bien y convertirme en tu pasatiempo. ¿Podrás esperar hasta entonces?
—Claro.
—¿Se te ha puesto dura?
—¿La planta del pie?
—¡Tonto! —Naoko soltó una risita.
—Si te refieres a si tengo una erección, te diré que sí. Claro.
—¿Te importaría dejar de decir « claro» ?
—No lo diré más.
—¿No es penoso?
—¿El qué?
—Que se te ponga dura.
—¿« Penoso» ? —repetí.
—Es decir, doloroso.
—Según como lo mires.
—¿Te ayudo a correrte?
—¿Con la mano?
—Sí —afirmó Naoko—. Desde hace rato se me está clavando aquí y me hace daño.
Me aparté un poco.
—¿Está mejor así?
—Sí, gracias.
—Escucha, Naoko… —¿Qué?
—Me gustaría que lo hicieras.
—Bien. —Esbozó una sonrisa.
Me bajó la cremallera de los pantalones y asió mi pene erecto.
—Está caliente —dijo.
Se disponía a mover la mano cuando la detuve, le desabotoné la blusa, le rodeé la espalda con mis brazos, le desabroché el sujetador. Besé sus suaves pechos. Naoko cerró los ojos y empezó a mover los dedos despacio.
—Lo haces bastante bien.
—Sé buen chico y estate callado.
Después de eyacular la abracé y volví a besarla. Naoko se abrochó el sujetador y se abotonó la blusa, y yo me subí la cremallera de los pantalones.
—¿Ahora estarás más cómodo? —preguntó Naoko.
—Gracias a ti —respondí.
—Entonces, si te apetece, podemos pasear.
—Como quieras.
Cruzamos el prado, el bosque y el otro prado. Mientras andábamos, Naoko me habló de la muerte de su hermana mayor. No lo había comentado con nadie hasta ese día, pero que a mí debía contármelo.
—Nos llevábamos seis años y nuestro carácter era muy distinto, pero, a pesar de ello, nos queríamos con locura —explicó Naoko—. Jamás nos peleamos.
Quizás influía la diferencia de edad.
» Mi hermana era de esas personas que son siempre las mejores en todo. La mejor estudiante, la mejor en los deportes, tenía don de gentes, capacidad de liderazgo, era amable y honesta, lo que la hacía muy popular entre los chicos, y los profesores la mimaban. Todos le reían las gracias. En todas las escuelas públicas hay siempre una chica así. Pero, y no lo digo porque fuera mi hermana, no era una niña consentida, altiva y orgullosa, y no le gustaba atraer las miradas de la gente. Simplemente, hiciera lo que hiciese era siempre la mejor.
» Por eso mismo, desde niña decidí ser como ella. —Naoko hizo girar una espiga de susuki entre los dedos—. Que no te extrañe. Crecí oyéndole decir a todo el mundo lo inteligente que era mi hermana, lo buena deportista, lo popular.
Me hice a la idea de que jamás conseguiría superarla en nada. La verdad es que yo no era más guapa que ella, pero mis padres decidieron hacer de mí una niña mona. En primaria me apuntaron a aquella escuela, me compraron vestidos de terciopelo, blusas de volantes, zapatos de charol, fui a clases de piano y de ballet… Gracias a todo esto, mi hermana me mimó muchísimo. ¡Su preciosa hermanita! Me compraba golosinas, me llevaba a todas partes, me ayudaba con los deberes. Incluso me llevaba con ella a las citas con su novio. Era una hermana maravillosa.
» Nadie supo las razones que la llevaron al suicidio. Igual que Kizuki. También ella tenía diecisiete años, y nada permitía suponer que fuera a suicidarse;
tampoco ella dejó una nota. Igual que Kizuki.
—Eso parece —dije.
—Todos los que la conocieron coinciden en que era demasiado inteligente, que leía demasiados libros. Era cierto. Leía mucho. Después de que mi hermana muriera, leí muchos de los libros que ella había dejado, pero era muy triste.
Encontraba notas suyas escritas en los márgenes, flores secas entre las páginas, cartas de su novio entre las hojas de los libros. Lloré infinidad de veces al verlas.
—Naoko volvió a enmudecer unos instantes mientras hacía girar la espiga de susuki—. Era una persona a la que le gustaba solucionar las cosas por sí misma.
Nunca pedía consejo ni ayuda a nadie. No era orgullosa. Siempre actuó de la misma forma. Mis padres se habían acostumbrado y pensaban que no pasaba nada si la dejaban en paz. Yo solía preguntarle cosas, y mi hermana me aconsejaba, pero ella jamás le consultaba nada a nadie. Todo lo solucionaba sola.
Jamás se enfadaba, ni se ponía de malhumor. Ésta es la verdad. No exagero. Las mujeres, cuando tenemos la regla, estamos más irritables y a veces chocamos con los demás. Pues eso jamás le ocurría. Ella, en vez de ponerse de malhumor, se deprimía. Le sucedía una vez cada dos o tres meses. Se quedaba encerrada en su habitación, acostada, sin ir a clase, sin apenas probar bocado. Dejaba la habitación a oscuras, se quedaba tumbada sin hacer nada. Pero no estaba de malhumor.
» Cuando yo volvía de la escuela, me llamaba a su habitación, me pedía que me sentara a su lado, me preguntaba lo que había hecho durante todo el día.
Nada importante. A qué había jugado con mis amigos, qué me había dicho el profesor, qué notas había sacado en los exámenes, este tipo de cosas. Me escuchaba con gran atención y me aconsejaba. Pero, en cuanto me marchaba (a jugar con mis amigos o a clase de ballet, por ejemplo), ella volvía a quedarse sola y se deprimía. Al cabo de dos días, automáticamente, se le pasaba todo e iba a la escuela contenta y feliz. Eso duró unos cuatro años. Al principio, mis padres, preocupados, consultaron a un médico, pero como se le pasaba a los dos días, decidieron que lo mejor sería dejarla tranquila, pensando que aquello se solucionaría por sí mismo. Siendo ella una chica tan inteligente y tan fuerte… » Después de que mi hermana muriera, una vez escuché una conversación entre mis padres. Hablaban de un hermano de mi padre que había muerto tiempo atrás. Por lo visto, era muy inteligente, pero se encerró en casa durante cuatro años, de los diecisiete a los veintiún años, hasta que un día salió y se tiró a la vía del tren. Y mi padre añadió: “Debe de ser algo hereditario, por parte mía”.
Mientras hablaba, sin darse cuenta, Naoko desmochó con la punta de los dedos la espiga de susuki, que se dispersó en el viento. Se enrolló el tallo alrededor de un dedo como si fuera una cuerda.
—Fui yo quien encontró a mi hermana muerta —prosiguió Naoko—. Ocurrió en el otoño de mi sexto año de primaria. En noviembre. Llovía, era un día sombrío. Ella estaba en tercero de bachillerato. Cuando volví de clase de piano, a las seis y media, mi madre estaba cocinando y me dijo que la cena ya estaba lista, que avisara a mi hermana. Subí a la planta superior, llamé a la puerta de su habitación y grité: « ¡A cenar!» . Pero no hubo respuesta; la habitación estaba en silencio. Volví a llamar a la puerta, extrañada, y la abrí. Pensaba que estaría dormida. Pero mi hermana no dormía. La encontré de pie al lado de la ventana, con el cuello doblado, ligeramente inclinado hacia un lado, y la vista clavada en el exterior. Como si estuviera reflexionando. La habitación estaba a oscuras, la luz, apagada, y todo se veía borroso. La llamé: « ¿Qué haces? ¡La cena está lista!» . Al decir estas palabras, me di cuenta de que ella era más alta de lo normal. ¿Qué le ocurría? ¿Llevaba zapatos de tacón? ¿Se había subido a una plataforma? Me acerqué y, cuando me disponía a llamarla de nuevo, lo entendí todo. Había una cuerda sobre su cabeza. La cuerda colgaba de una viga en línea recta…, tan recta que parecía que hubiera trazado una línea con una regla. Mi hermana llevaba una blusa blanca…, sí, una blusa sencilla, como la que llevo puesta ahora…, llevaba una falda gris, y las puntas de los pies apuntaban hacia abajo, igual que en ballet te pones de puntillas. Entre las puntas de los dedos de los pies y el suelo había un espacio de unos veinte centímetros.
» Lo vi todo, hasta el último detalle. Y también le vi la cara. No pude evitarlo.
Pensé que tenía que bajar, decírselo enseguida a mi madre, pensé que tenía que gritar. Pero el cuerpo no me respondía. Había cobrado una identidad propia, separada de mi conciencia. Me decía que tenía que bajar al instante, pero mi cuerpo se movió a su antojo y se dispuso a separar a mi hermana de la cuerda.
» Por supuesto, aquello no era algo que pudiera hacer una niña, y me limité a quedarme allí cinco o seis minutos de pie, atónita, con la mente en blanco. Sin comprender nada. Algo murió en mi interior. Hasta que mi madre vino a ver qué sucedía, yo permanecí allí, junto a mi hermana. En la habitación a oscuras. — Naoko sacudió la cabeza—. Durante tres días no dije una palabra. Estuve tendida en la cama, como muerta, con los ojos abiertos y la mirada fija. Sin entender nada. —Naoko se arrimó a mi brazo—. Ya te decía en la carta que soy un ser mucho más imperfecto de lo que puedas imaginarte. Estoy mucho más enferma de lo que crees, las raíces son mucho más profundas. Por eso quiero que, si puedes, sigas con tu vida. No me esperes. Si te apetece acostarte con otras chicas, hazlo. No te reprimas por mi causa. Haz todo lo que quieras. Si no, podría acabar convirtiéndote en mi compañero de viaje, y eso es algo que no quiero que suceda jamás. Me niego a interferir en tu vida, ni en la vida de nadie. Tal como te he dicho antes, ven a visitarme de vez en cuando y acuérdate siempre de mí. Eso es lo único que deseo.
—Pero eso no es lo que deseo yo —intervine.
—A mi lado, estás desperdiciando tu vida.
—No estoy desperdiciando nada.
—Es posible que nunca me recupere. ¿Me esperarías a pesar de todo?
¿Podrías esperarme diez, veinte años?
—Tienes demasiados miedos —dije—. A la oscuridad, a las pesadillas, al poder de los muertos. Lo que tú debes hacer es olvidarte de ellos. Si los olvidas, seguro que te recuperarás.
—¡Si fuera capaz! —Naoko sacudió la cabeza.
—Si pudieras salir de aquí, ¿te gustaría vivir conmigo? —le pregunté—. Yo podría protegerte de la oscuridad, de los sueños y, aunque no estuviera Reiko, podría abrazarte.
Naoko se arrimó aún más a mi brazo.
—¡Sería maravilloso! —exclamó.
Volvimos a la cafetería un poco antes de las tres. Reiko estaba leyendo un libro mientras escuchaba el Segundo concierto para piano de Brahms. Era una gozada oír la música de Brahms sonando en aquel prado sin un alma, hasta donde alcanzaba la vista. Reiko acompañó silbando el pasaje de violonchelo que abre el tercer movimiento.
—Backhaus y Böhm —dijo Reiko—. Durante un tiempo escuché tanto este disco que lo gasté. Lo escuché de principio a fin.
Naoko y yo pedimos una taza de café.
—¿Habéis podido hablar? —le soltó Reiko a Naoko.
—Sí, mucho —respondió ella.
—Después ya me contarás los detalles. Cómo ha estado él y todo eso.
—Si no hemos hecho nada. —Naoko se sonrojó.
—¿De verdad? —me preguntó Reiko.
—No, no hemos hecho nada.
—¡Qué aburrimiento! —Reiko puso cara de hastío.
—Pues sí. —Y tomé un sorbo de café.
Durante la cena el comedor ofrecía un panorama muy parecido al del día anterior. La atmósfera, el tono de las voces, las caras de la gente, todo era idéntico, sólo difería el menú. El hombre de la bata blanca a quien tanto interesaba la secreción de los jugos gástricos en estado de ingravidez se sentó con nosotros y estuvo hablando de la correlación entre el tamaño del cerebro y la inteligencia. Mientras comíamos nuestra hamburguesa de soja, escuchamos sus explicaciones sobre la capacidad cerebral de Bismarck y de Napoleón. Dejó su plato a un lado y, con un bolígrafo, dibujó un cerebro en un bloc de notas. Luego se afanó en corregirlo exclamando:
—¡No, no es exacto!
Una vez lo dio por bueno, se guardó con extremo cuidado el bloc en el bolsillo de la bata blanca e insertó el bolígrafo en el mismo bolsillo. De él asomaban tres bolígrafos, un lápiz y una regla. Después de comer pronunció las mismas palabras que el día anterior: « Aquí el invierno está muy bien. Vuelva usted en invierno» . Acto seguido se fue.
—¿Este hombre es un médico o un paciente? —le pregunté a Reiko.
—¿A ti qué te parece?
—No tengo ni idea. Pero no me parece muy cuerdo.
—Es un médico. El doctor Miyata —explicó Naoko.
—Es el que está más loco. Puedes apostar por ello —dijo Reiko.
—Quizá, pero el señor Ômura, el guardia de la entrada, también está muy mal de la cabeza —añadió Naoko.
—Cierto. Ése está chiflado —asintió Reiko clavándole el tenedor al brócoli de su plato—. Ése hace gimnasia todas las mañanas dando alaridos. Pero no es el único. Antes de que llegara Naoko, en contabilidad había una tal señorita Kinoshita, que estaba neurótica e intentó suicidarse, y también rondaba por aquí un enfermero, el señor Tokushima, que era alcohólico. El año pasado empeoró hasta el punto de que lo cesaron.
—Es como si el personal de la plantilla y los pacientes pudieran intercambiarse los papeles —dije asombrado.
—¡Exacto! —exclamó Reiko blandiendo el tenedor en el aire—. Veo que vas entendiendo cómo funciona el mundo.
—Eso parece.
—Lo que nos hace personas normales es saber que no somos normales — reflexionó Reiko.
De vuelta en la habitación, Naoko y yo jugamos a las cartas, mientras Reiko tomó la guitarra para interpretar a Bach.
—¿A qué hora tienes que irte mañana? —me preguntó Reiko en un descanso al tiempo que encendía un cigarrillo.
—Después de desayunar. El autobús sale a las nueve, así llegaré a tiempo para ir a trabajar por la noche.
—¡Qué lástima! Ojalá pudieras quedarte un poco más.
—Si estuviera aquí más tiempo, quizá querría quedarme para siempre —dije riéndome.
—Tal vez. —Reiko asintió y luego se dirigió a Naoko—: Tengo que ir a casa de los Oka a buscar las uvas. Lo había olvidado.
—¿Quieres que te acompañe? —preguntó Naoko.
—¿Me prestas un rato a Watanabe? —sugirió Reiko.
—Por supuesto.
—Así los dos volveremos a dar un paseo nocturno. —Reiko me tomó de la mano—. Ayer casi se lo conté todo. Esta noche llegaré hasta el final.
—Como quieras. —Naoko ahogó una risita.
Fuera soplaba un viento gélido. Reiko se puso una chaqueta azul encima de la camisa y hundió las manos en los bolsillos de los pantalones. Mientras andaba, alzó la vista hacia el cielo, husmeó el aire como un perro.
—Huele a lluvia —comentó.
Yo también aspiré el aire, como ella, pero no percibí olor alguno. La luna se escondía tras las nubes que surcaban el cielo.
—Cuando llevas aquí una temporada, aprendes a predecir el tiempo por el olor del aire —dijo.
Al entrar en el bosque donde se hallaban las viviendas de los empleados de la plantilla, Reiko me rogó que la esperara un momento, se dirigió hacia una casa y llamó al timbre. Salió una mujer, al parecer la señora de la casa, que intercambió unas palabras con Reiko, soltó una risita, entró en la casa y volvió a salir con una gran bolsa de plástico. Reiko le dio las gracias, le deseó buenas noches y volvió a donde yo me encontraba.
—Me ha dado uvas. —Reiko me mostró el interior de la bolsa. Dentro había un montón de racimos de uva—. ¿Te gustan las uvas?
—Sí, me gustan.
—Puedes comértelas, están lavadas. —Me ofreció el racimo de encima.
Mientras andaba, comí los granos y escupí al suelo los hollejos y las semillas.
La uva estaba muy sabrosa. Reiko también comió.
—Doy clases de piano al niño de la casa —me explicó—. Y ellos, en vez de pagarme, me dan muchas cosas. El vino del otro día, sin ir más lejos. También les pido que me compren alguna cosilla en la ciudad.
—Me gustaría saber cómo continúa la historia de ayer —dije.
—Si cada noche volvemos tarde a casa, Naoko empezará a sospechar de nosotros.
—Aun así, me gustaría escuchar tu historia.
—¡Entendido! Hablemos a cubierto. Hoy hace frío.
Torcimos a la izquierda antes de llegar a las pistas de tenis, bajamos una escalera estrecha y llegamos a un lugar donde se alineaban unos pequeños almacenes en forma de casas. Abrió la puerta del primer cobertizo, entró y encendió la luz.
—Adelante. Está casi vacío —dijo Reiko.
Dentro del almacén había esquíes para carreras de fondo, palos de esquí y botas, alineados en fila, y en el suelo vi amontonados varios utensilios para quitar la nieve y unos sacos de productos químicos para deshacerla.
—Hace tiempo solía venir aquí cuando quería estar sola y tocar la guitarra.
Es un sitio agradable, ¿no crees?
Reiko se sentó encima de un saco de productos químicos y me dijo que tomara asiento a su lado. Así lo hice.
—Esto se llenará de humo. ¿Te molesta que fume?
—No.
—No puedo dejarlo. Otras cosas sí, pero esto… —Reiko hizo una mueca.
Fumó con fruición. He visto a poca gente que fume con tanto gusto como Reiko. Yo, mientras tanto, comía uvas pelando un grano tras otro, y tiré los hollejos y las semillas dentro de un tetrabrik que usamos a modo de cubo de la basura.
—¿Hasta dónde te conté ayer? —preguntó Reiko.
—Hasta cuando, una noche de tormenta, tuviste que escalar un abrupto precipicio para buscar un nido de golondrinas escondido entre las rocas —le recordé.
—¡Es curioso! Siempre que bromeas pones una cara muy seria —dijo Reiko pasmada—. A ver, déjame pensar. Creo que te conté hasta cuando empecé a darle clases de piano a aquella chica los sábados por la mañana.
—Sí.
—Si clasificaras a la gente de este mundo entre los que son buenos enseñando cosas a los demás y los que no lo son, creo que yo pertenecería al primer grupo —añadió—. Aunque de joven no lo creía así. Puede que no quisiera creerlo. Con el paso de los años, he comprendido que soy muy buena enseñando a los demás.
—Eso creo —asentí.
—Soy mucho más paciente con los demás que conmigo misma, y sé sacar el lado bueno de las personas. En resumen, soy como el rascador de una caja de cerillas. Pero está bien así. ¡Qué más da! No me parece malo ser de esta manera. Prefiero ser una caja de cerillas de primera categoría que una cerilla de segunda. Y eso lo comprendí cuando empecé a darle clases a aquella chica. De joven, me había dedicado a la enseñanza a tiempo parcial, pero jamás se me había ocurrido pensarlo. Lo comprendí gracias a ella. « ¡Vaya! ¿Tan buena soy enseñando a los demás?» , me decía. Porque las clases iban tan bien… » Tal como te conté ayer, la niña no tenía una buena técnica, y, puesto que no se trataba de convertirla en una pianista profesional, pude tomarme el trabajo con calma. Además, iba a una escuela de niñas donde, sacando unas notas decentes, las alumnas accedían directamente a la universidad y, por lo tanto, no tenían necesidad de quemarse las cejas estudiando; la madre de la chica me insistía en que me tomara las clases con tranquilidad. Así que no la forzaba a que hiciera esto o lo otro. Porque desde la primera vez que la vi me di cuenta de que odiaba que la presionaran. Asentía con amabilidad a lo que le proponía, pero hacía exclusivamente su santa voluntad. La dejaba tocar como quisiera. Luego yo interpretaba la misma melodía de diferentes formas. Y discutíamos qué interpretación era más correcta. Después le decía que volviera a tocarla. Su interpretación mejoraba bastante respecto a la anterior. La niña intuía las mejoras y se corregía.
Reiko se detuvo un instante y se quedó observando la punta encendida de su cigarrillo. Yo seguía comiendo uvas en silencio.
—Tengo un buen sentido musical, pero aquella chica me superaba. Pensaba:
« ¡Qué lástima! Si desde pequeña hubiera practicado regularmente con un buen profesor, hubiese podido llegar muy lejos» . Pero me equivocaba. Aquella chica no era capaz de disciplinarse. En este mundo hay gente que, a pesar de estar dotadas de un talento excepcional, son incapaces de realizar el esfuerzo necesario para sistematizarlo, y su talento se acaba malogrando. He visto a varias personas a quienes les sucedió esto. Al principio, una piensa que son unos genios. Los hay, por ejemplo, que tocan de corrido una melodía complicadísima sólo con echarle una ojeada a la partitura. Y lo hacen bien.
» Una se siente abrumada: piensa que no les llegas a la suela del zapato. Pero eso es todo. No son capaces de ir un paso más allá. ¿Por qué? Porque no se esfuerzan. Porque jamás les han inculcado el sentido de la disciplina. Porque los han estropeado. Desde niños, han tenido tanto talento que han conseguido hacer las cosas sin esforzarse, y la gente los ha alabado por ello, diciéndoles lo extraordinarios que son. Y acaban concibiendo el tesón como una estupidez. Las melodías que los niños aprenden en tres semanas, ellos las tocan en la mitad de tiempo, y el profesor, convencido de que el niño tiene talento, deja que aprenda la siguiente. Y ésta también la memoriza en la mitad de tiempo y pasa a la siguiente. Ningún profesor los ha enseñado a disciplinarse y, en consecuencia, pierden un elemento necesario en la formación del ser humano. Es una tragedia.
En fin, yo también tenía todos los puntos para acabar así, pero, afortunadamente, mi profesor era muy severo e impidió la catástrofe.
» Con todo, enseñar a aquella chica era divertido, como correr por la autopista montada en un coche deportivo de lujo. Un coche que respondía de inmediato a cualquier estímulo. A veces incluso demasiado. El truco para lograr enseñar a estos niños estriba en no alabarlos en exceso. Están acostumbrados a recibir elogios desde pequeños y no los aprecian. Basta con una alabanza justa en el momento preciso. Y en no presionarlos. Dejarlos elegir y hacer que se detengan en un punto y reflexionen. No dejarlos pasar enseguida al estadio siguiente. Eso es todo lo que hay que hacer. Y si se hace funciona. —Reiko tiró la colilla al suelo y la apagó de un pisotón. Después respiró hondo como si quisiera calmar sus emociones—. Al acabar la clase, tomábamos algo y charlábamos. En ocasiones le tocaba algo de jazz. Así toca Bud Powell, así Thelonious Monk… Aunque, normalmente, hablaba ella. También conversando era buena. Captaba mi atención de inmediato.
» Tal como te conté ayer, creo que la mayoría de las cosas que decía eran embustes, pero tenían interés. Era una chica muy observadora, se expresaba con corrección, poseía cierta malicia y sentido del humor, despertaba las emociones de la gente. Ante todo, era buena desatando las emociones de la gente, conmoviendo a los demás. Y ella era consciente de esta capacidad y la utilizaba de la manera más hábil y efectiva posible. Sabía cómo dar rienda suelta a las emociones de la gente y provocar el enfado, la tristeza, la compasión, el desaliento, la alegría. Y, midiendo sus fuerzas, manipulaba los sentimientos ajenos.
» Por supuesto, también esto lo comprendí más tarde. Entonces no lo sabía. — Reiko sacudió la cabeza y comió varios granos de uva—. La chica estaba enferma —añadió—. Tenía una de esas enfermedades que recuerdan el efecto de una manzana podrida que va estropeando las manzanas que tiene a su alrededor. Una enfermedad que nadie puede curar. Podía llegar a dar lástima. A mí también me la daría si no me hubiera convertido en su víctima. Ella misma era una víctima. —Reiko se entretuvo comiendo uvas. Parecía estar pensando en cómo debía proseguir—. Durante medio año me divertí mucho dándole clases.
De vez en cuando algo me sorprendía o me chocaba, sin saber muy bien por qué.
A veces me horrorizaba al darme cuenta, mientras la escuchaba, de lo irracional y absurdo que era el odio que sentía hacia alguien. Otras, pensaba que aquella chica era demasiado lista. Quién sabe en qué estaba pensando. Pero todos tenemos defectos, ¿no es así? Y yo era una profesora de piano; no me competía decir qué era lo correcto en cuestiones de humanidad o carácter. Con tal de que ella progresara, debía darme por satisfecha. Además, ella a mí me gustaba mucho, la verdad.
» Sin embargo, opté por no hablarle de cuestiones personales. Porque, instintivamente, me había dado cuenta de que era mejor no hacerlo. De modo que, aunque ella me preguntaba esto y lo otro (parecía querer saberlo todo sobre mí), yo no le contaba más que nimiedades: qué clase de educación había recibido de niña, a qué escuela había ido, cosas por el estilo. “Quiero conocerla mejor”, me decía. “No hay mucho que contar”, le respondía. “Mi vida no es muy interesante. Tengo un marido y una hija. Me agobian las tareas domésticas”. “Usted me gusta mucho”, me soltaba clavándome la mirada. Como si me implorara. Cuando me miraba así, me daba un vuelco el corazón. Y no porque me molestara. Con todo, no le explicaba más que lo necesario.
» Un día, creo que era en mayo, la chica me espetó a media clase que se encontraba mal. Al observarla, vi que estaba muy pálida, sudorosa. “¿Quieres irte a casa?”, le pregunté. Me respondió que no, que si se tendía un rato se le pasaría. Le sugerí que se acostara en mi cama y la llevé, casi en brazos, a mi dormitorio. El sofá de mi casa era muy pequeño y no tuve más remedio que tenderla en mi cama. Ella rogó que la perdonara por ocasionarme tantas molestias; yo repuse que no tenía ninguna importancia. Le pregunté si le apetecía tomar un vaso de agua. “No, no. Quédese a mi lado un rato”, dijo. “Me quedaré todo el tiempo que quieras”, la tranquilicé.
» Unos instantes después me preguntó con voz quejumbrosa si podía pasarle la mano por la espalda. Vi que estaba sudando a mares, así que le froté la espalda con todas mis fuerzas. Y ella continuó: “Perdón, ¿podría quitarme el sujetador?
Me estoy ahogando”. ¿Qué podía hacer yo? Se lo desabroché. Llevaba una camisa ajustada, de modo que se la desabotoné. Para tener trece años, tenía mucho pecho. Casi el doble que yo. ¡Y el sujetador! No llevaba uno de jovencita, sino de mujer adulta. Y bastante caro, además. ¡En fin! ¿Qué más daba? Yo seguía frotándole la espalda como una imbécil. Ella seguía disculpándose con voz plañidera, fingiendo que lo sentía mucho. A cada paso le repetía que no se preocupara, que no pasaba nada.
Reiko sacudió la ceniza de su cigarrillo, dejándola caer a sus pies. Yo dejé de comer uvas y me quedé esperando, expectante.
—La chica empezó a llorar en silencio.
» “¿Qué te pasa?”, le dije.
» “Nada”.
» “Algo debe de sucederte. Cuéntamelo con franqueza”, repuse.
» “Eso me ocurre a menudo. No sé qué hacer. Me siento sola y triste. No tengo a nadie en quien confiar, no le importo a nadie. Me desespero y entonces me pongo así. Por las noches no puedo dormir. Apenas tengo apetito. Asistir a su clase es lo único en el mundo que me gusta hacer”.
» “¿Por qué te ocurre esto? Dímelo. Te escucho”.
» Me contó que en su familia las cosas no iban bien. Ella reconoció que no amaba a sus padres, y sus padres tampoco la querían a ella. Su padre tenía una amante y apenas aparecía por la casa; su madre estaba medio loca por lo de su padre y lo pagaba con su hija. Me dijo que le pegaba todos los días. Y que le resultaba muy duro volver a su casa. Lloraba desconsoladamente. Con las lágrimas asomando a sus hermosos ojos, al verla, Dios se hubiera enternecido.
Yo le dije que, si tan duro le resultaba regresar con sus padres, podía quedarse en mi casa siempre que quisiera. Ella me abrazó berreando: “¡Perdón, perdón! No sé qué haría sin usted. ¡No me deje! Si usted me dejara, no tendría adónde ir”.
» Presioné su cabeza contra mi pecho, se la acaricié. “¡Tranquila!
¡Tranquila!”, la consolaba. De pronto me rodeó con un brazo y empezó a acariciarme la espalda. Me asaltó una sensación extraña. El cuerpo me estaba ardiendo. Me encontraba en la cama, abrazada a una chica hermosa como salida de una postal, que me acariciaba la espalda. ¡Y las suyas eran unas caricias tan sensuales! Ni las de mi propio marido podían compararse. Cada vez que me pasaba la mano por la espalda, sentía cómo mi cuerpo iba aflojándose. De tan fantástico que era. Antes de que me diera cuenta, ya me había quitado la blusa y el sujetador y estaba acariciándome los pechos. Por fin lo comprendí. Aquella chica era una lesbiana de los pies a la cabeza. Ya me había ocurrido una vez en el instituto con una chica de un curso superior. Entonces le dije que se detuviera.
» “¡Por favor. Sólo un poco. Estoy muy sola. No le miento. Estoy tan sola… Únicamente la tengo a usted. No me deje!”. Y me tomó la mano y la presionó contra su pecho. Tenía una forma perfecta, y al tocarlo sentí una suerte de descarga eléctrica. Yo, que soy una mujer, no sabía qué hacer. Me limitaba a repetir como una idiota: “No, no puede ser”. Tenía el cuerpo paralizado. En el instituto pude solventar el asunto sin problemas, pero aquel día me sentí impotente. El cuerpo no me respondía. Ella agarraba mi mano con su mano izquierda, apretándomela contra su pecho, mientras me presionaba los pezones con los labios, los lamía y, con la mano derecha, me acariciaba la espalda, el costado, las nalgas. Hoy todavía no puedo creer que estuviera en mi dormitorio con las cortinas corridas en compañía de una niña de trece años que pretendía desnudarme. Antes de tener tiempo de comprender lo que estaba sucediendo, me había ido desnudando.
» Y yo me retorcía de placer con sus caricias. Hay que ser imbécil, ¿verdad?
Pero yo en aquel momento parecía embrujada. La chica seguía lamiéndome los pezones diciendo: “Estoy sola. Sólo la tengo a usted. No me deje. Estoy tan sola…”. Mientras, yo iba murmurando: “No, no puede ser”. —Reiko enmudeció, se fumó un cigarrillo—. Es la primera vez que le cuento esto a un hombre. — Reiko se quedó mirándome—. Te lo confieso porque creo que me hará bien, pero me da mucha vergüenza.
—Lo siento. —No se me ocurría otra cosa que decir.
—Su mano derecha fue descendiendo. Y empezó a acariciar mi sexo por encima de las bragas. Por entonces, yo ya estaba muy húmeda. Es penoso reconocerlo, pero jamás, ni antes ni después, he estado tan excitada. Hasta aquel día yo pensaba que era una frígida. Por eso me quedé atónita. Después ella introdujo sus dedos finos y suaves dentro de mis bragas, y… ¿Me entiendes, verdad? Más o menos. No me siento capaz de decirlo en palabras. Aquello era completamente diferente a cuando me lo hacían los dedos, poco delicados, de un hombre. ¡Era maravilloso! Igual que si a una le hicieran cosquillas con una pluma. Pronto se me fue la cabeza. Pero, dentro de mi aturdimiento, pensaba que no podía hacerlo. Si sucedía una sola vez, luego se repetiría y, escondiendo ese secreto, mi cabeza volvería a enredarse, sin duda. Pensé en mi hija. ¿Y si me encontraba en aquella situación? Los sábados se quedaba hasta las tres en casa de mis padres, pero si por casualidad volvía antes… Eso pensé. Haciendo acopio de todas mis fuerzas, me incorporé y grité: « ¡Basta ya! ¡Por favor!» .
» Pero no se detuvo. Me acababa de quitar las bragas y empezó a hacerme un cunnilingus. Una niña de trece años me estaba lamiendo el sexo, a mí, a quien eso me daba tanta vergüenza que rara vez se lo dejaba hacer a mi marido. No sabía cómo reaccionar. Quería gritar. Aquello era el paraíso.
» “¡Basta!”, grité de nuevo, y le di una bofetada en la mejilla. Al fin se detuvo. Incorporó la parte superior de su cuerpo y me clavó la mirada. Las dos estábamos desnudas, incorporadas sobre la cama, mirándonos la una a la otra de hito en hito. Aquella niña tenía trece años, y yo, treinta y uno…, pero, mirando su cuerpo, me sentí abrumada. Aún hoy lo recuerdo. No podía creer que aquel cuerpo perteneciera a una niña de trece años. Incluso ahora me parece increíble.
Frente al suyo, el mío daban ganas de echarse a llorar.
Yo no podía decir nada, así que preferí guardar silencio.
—La chica me preguntó por qué le pedía que se detuviera. Me dijo: « A usted le gusta esto, ¿no? Lo he sabido desde el primer día. Yo esas cosas las noto. Es mucho mejor que hacerlo con un hombre, ¿verdad? Mire lo mojada que está. Yo puedo hacérselo mucho, muchísimo mejor. Puedo hacerle sentir que el cuerpo se le derrite. ¿Qué le parece?» . Tenía razón. Era exactamente como ella decía. Me había excitado mucho más que mi marido y hubiera querido que siguiera. Pero no podía ser. « Hagámoslo una vez por semana. Nadie lo sabrá. Será un secreto entre usted y yo» , añadió.
» Me levanté, me eché el albornoz por encima de los hombros, le dije que se fuera, que no volviera nunca más. Ella mantenía la mirada fija en mí. Sus ojos se habían transformado. Se habían vuelto tan inexpresivos que parecían pintados sobre un cartón. Carecían de profundidad. Tras mantener la mirada fija en mí durante unos instantes, recogió su ropa en silencio y fue poniéndose una prenda tras otra, muy despacio, como si hiciera una exhibición, luego volvió a la sala donde estaba el piano, sacó un peine del bolso, se peinó, al fin se secó la sangre de los labios con un pañuelo, después se calzó los zapatos y se marchó. Al irse me dijo lo siguiente: “Eres lesbiana. Por más que intentes ocultarlo, lo serás hasta que te mueras”.
—¿Y tenía razón? —pregunté.
Reiko reflexionó unos instantes curvando los labios.
—No lo tengo claro. Sentí muchas más cosas con aquella chica que cuando lo hacía con mi marido. Esto es un hecho. Y la verdad es que durante un tiempo me atormenté preguntándome si era lesbiana. Tal vez no me había dado cuenta hasta entonces. Pero ya no lo pienso. Por supuesto, no descarto que no haya esta tendencia en mí. Pero, en el sentido estricto de la palabra, no soy lesbiana.
Porque cuando veo a una mujer no siento deseo sexual. ¿Me entiendes?
Asentí.
—Pero sí noto cuándo una chica se siente atraída hacia mí. Pero exclusivamente en estos casos. Por ejemplo, si abrazo a Naoko no siento nada especial. Cuando hace calor, vamos casi desnudas por la habitación, vamos juntas al baño, alguna vez hemos dormido en el mismo futón. Pero nada. No siento nada. Creo que tiene un cuerpo precioso. Una vez Naoko y yo jugamos a ser lesbianas. ¿Quieres que te lo cuente?
—Sí, cuéntamelo.
—Cuando le expliqué esta historia a Naoko, porque nos lo contamos todo, ella quiso probar y me acarició por todo el cuerpo. Nos desnudamos. Pero no resultó.
Sentía cosquillas por aquí, cosquillas por allá. Creí que me moría. Aún ahora, sólo de acordarme me pica todo. Lo hacía fatal. ¿Te has quitado un peso de encima?
—Sí —reconocí.
—Sigo contando mi historia. —Reiko se rascó cerca de la ceja con la punta del dedo meñique—. Cuando aquella chica se marchó, me quedé sentada un rato en una silla, aturdida. No sabía qué hacer. Los latidos del corazón me retumbaban muy adentro con un sonido sordo, sentía los brazos y las piernas extrañamente pesados y tenía la boca seca, como si hubiera comido polillas o algo parecido.
Pero, pensando que pronto volvería mi hija, decidí tomar un baño para quitarme el rastro de sus besos y sus caricias. Por más que me froté con jabón, aquella especie de limo no desaparecía. Posiblemente fueran figuraciones mías, pero no podía evitarlo. Aquella noche le pedí a mi marido que hiciéramos el amor. Para limpiar aquella impureza. Por supuesto, a él no le conté nada. No hubiera podido.
Sólo le dije que me tomara entre sus brazos y que hiciéramos el amor. Y que lo hiciera más despacio que de costumbre, que se tomara su tiempo. Me hizo el amor con ternura, tomándose todo el tiempo del mundo. Tuve un orgasmo memorable. Desde que me casé, jamás había sentido algo parecido. ¿Por qué crees que fue? Porque el tacto de los dedos de aquella chica aún permanecía en mi cuerpo. Ésa era la única razón. ¡Qué vergüenza hablar de esto! Estoy sudando. —Reiko volvió a curvar los labios esbozando una sonrisa—. Pero eso tampoco me sirvió. Dos o tres días después aún permanecía el tacto de aquella chica. Y sus últimas palabras resonaban dentro de mi cabeza, como un eco.
» El sábado siguiente no acudió a clase. Estuve esperándola en casa, temblando, preguntándome qué debía hacer si venía. Pero no vino. Era lógico.
Era una chica orgullosa y, teniendo en cuenta cómo habían ido las cosas… No se presentó a la semana siguiente. Pasó un mes. Yo pensaba que lo olvidaría todo con el paso del tiempo, pero no pude. Cuando estaba sola en casa, me sentía inquieta, notaba su presencia. No podía tocar el piano, no podía pensar. Era incapaz de concentrarme en nada. Un día, de pronto, me di cuenta de que en la calle sucedía algo extraño. Los vecinos me miraban con intención. En sus ojos notaba cierta frialdad. Me saludaban, pero algo había cambiado en su tono de voz y en el trato que me dispensaban. Incluso mi vecina, que venía a veces de visita a casa, parecía evitarme. Intenté no hacer demasiado caso. Empezar a preocuparse por cosas así era el primer síntoma de enfermedad.
» Un día vino a verme una mujer que yo conocía muy bien. Tenía la misma edad que yo, era hija de una conocida de mi madre y nuestros hijos iban al mismo jardín de infancia. Teníamos bastante confianza. La mujer me preguntó a bote pronto si sabía que circulaban unos rumores persistentes sobre mí. Le respondí que no.
» “¿Qué dicen?”.
» “Me resulta difícil hablarte de ello”.
» “Aunque te cueste, cuéntamelo”.
» Ella era muy reticente a hablar, pero me lo contó todo. De hecho, por eso había venido a visitarme. Según ella, en el barrio se decía que yo era lesbiana, que había estado ingresada muchas veces en el psiquiátrico, que había desnudado a una alumna mía de piano, había intentado abusar de ella y, al resistirse la niña, la había golpeado dejándole la cara llena de moratones. Me aterrorizó la manera como habían transformado la historia, pero lo más sorprendente era que supieran que había estado ingresada en un hospital psiquiátrico.
» “Te conozco desde hace tiempo, les he dicho que tú nunca harías una cosa así”, me dijo la mujer. “Pero, al parecer, los padres de la niña están convencidos de ello y van contándolo. Según dicen, a raíz de tu intento de abuso, te han hecho investigar y han descubierto que has estado ingresada en un hospital psiquiátrico”.
» Una amiga me contó que el día del incidente la chica volvió de clase de piano con la cara bañada por las lágrimas y su madre le preguntó qué había sucedido. Tenía la cara hinchada, del labio partido manaba sangre, llevaba los botones de la blusa arrancados y la ropa interior desgarrada. ¿Puedes creerlo, Watanabe? Para que su historia fuera creíble, ella misma se lo había hecho todo.
Se manchó la blusa de sangre, se arrancó los botones, se rasgó el encaje del sujetador, se enrojeció los ojos llorando a lágrima viva, se despeinó y, por fin, volvió a casa y soltó esa sarta de mentiras. Lo peor era que podía imaginármela.
Pero no pude reprocharles a todos que le creyeran. Supongo que, de haberme encontrado en su situación, yo también le hubiera creído. Si aquella chica, hermosa como una muñeca y embustera como un demonio, se me hubiera sincerado entre sollozos diciendo: “¡Oh, no! No quiero hablar. ¡Me da tanta vergüenza!”, le hubiera creído a pie juntillas. Además, para empeorar las cosas todavía más, ¿acaso no era cierto que yo tenía un historial clínico en un hospital psiquiátrico? ¿No era cierto que la había abofeteado con todas mis fuerzas?
¿Quién iba a creerme? Sólo mi marido.
» Tras unos días de vacilación, me decidí a contárselo a mi marido, y él me creyó, por supuesto. Le expliqué lo que había sucedido: ella me había querido seducir y yo la había abofeteado. Omití, por supuesto, lo que yo había sentido.
Esto no podía explicárselo. “No puede decirlo en serio. Iré a su casa y hablaré con los padres cara a cara”, dijo él enfurecido. “Tú estás casada conmigo.
Tienes una hija. ¿A qué viene llamarte lesbiana? ¡Vaya estupidez!”.
» Pero logré detenerle. Le supliqué que no fuera. Sólo conseguiría hacer más honda nuestra herida. Yo sabía que la niña estaba mal de la cabeza. En mi vida había visto a mucha gente enferma. Aquella chica estaba podrida por dentro. Si levantabas una capa de aquella hermosa piel, debajo no había más que podredumbre. Tal vez sea cruel decirlo, pero era cierto. Sin embargo, la gente no lo sabía y yo no tenía posibilidad alguna de vencer. Aquella niña llevaba largo tiempo manipulando a los adultos, y nosotros no teníamos nada a nuestro favor.
¿Quién podía creer que una niña de trece años había intentado inducir al lesbianismo a una mujer de treinta y uno? Por más que nos desgañitáramos, la gente siempre cree lo que le conviene. Cuanto más removiera las cosas, en peor situación me hallaría.
» Le propuse que nos mudáramos. “Es lo único que podemos hacer”, dije. “Si permanezco aquí más tiempo, la tensión será cada vez mayor y se me volverá a aflojar un tornillo de la cabeza. Estoy en una situación crítica. Vayámonos lejos, a un sitio donde no nos conozca nadie”. Pero mi marido no quiso marcharse. Él aún no comprendía la gravedad del asunto. Su trabajo era interesante; aquél era un mal momento para dejarlo todo. Por fin había podido comprar una casa — aunque fuera una pequeña vivienda prefabricada—, y nuestra hija se había adaptado al jardín de infancia. Me respondió: “¡Espera un momento! No podemos cambiar de casa así como así. Yo no puedo encontrar un trabajo de un día para otro, tendremos que vender la casa, buscar otra guardería para la niña.
Por deprisa que vayamos, tardaremos como mínimo un par de meses”.
» “No puede ser. Si me quedo, me humillarán de tal forma que jamás podré volver a levantarme”, añadí. “No es una amenaza. Es la pura verdad. Lo noto”.
» Ya empezaban a zumbarme los oídos, tenía alucinaciones auditivas y padecía insomnio. Entonces él dijo que me fuera yo primero, que él se reuniría conmigo cuando lo hubiera arreglado todo.
» “¡No!”, le grité. “No me iré sola a ninguna parte. Si ahora me separo de ti, me romperé en pedazos. Te necesito. No me dejes sola”.
» Él me abrazó. Me dijo que resistiera. “Aguanta un poco más. En este tiempo lo solucionaré todo. Dejaré mi trabajo, venderé la casa, arreglaré lo de la guardería de la niña. Encontraré otro trabajo. Con un poco de suerte, podremos irnos a Australia. Espera un mes. Y después todo irá bien”. No pude objetar nada.
Cuanto más hablaba, más sola me sentía. —Reiko suspiró, alzó la vista hacia la lámpara del techo—. No pude esperar un mes. Un día se me aflojó un tornillo.
¡Crac! Esta vez fue terrible. Tomé somníferos, abrí la llave del gas. Pero no logré matarme. Al abrir los ojos, me encontré en la cama de un hospital. Y éste fue el final. Unos meses después, cuando me hube calmado un poco y empecé a pensar con claridad, le pedí el divorcio a mi marido. “Es lo mejor para ti y para la niña”, le dije. Él me respondió que no tenía ninguna intención de divorciarse de mí.
» “Te pondrás bien. Empezaremos una nueva vida los tres juntos”.
» “Ya es tarde”, respondí. “Todo se terminó cuando me pediste que esperara un mes. Si realmente querías volver a empezar, no tenías que habérmelo pedido.
Vayamos adónde vayamos, por más lejos que nos mudemos, volverá a sucederme lo mismo. Volveré a pedirte lo mismo y volveré a hacerte sufrir. No quiero que esto se repita nunca más”.
» Y nos divorciamos. Es decir, yo me divorcié de él a la fuerza. Él volvió a casarse hace dos años. Sigo pensando que fue lo mejor. En aquella época yo sabía que seguiría así de por vida y no quería encadenar a nadie a mi lado. No quería forzar a nadie a vivir temiendo que pudiera perder la razón en cualquier momento.
» Él había sido muy bueno conmigo. Era una persona honesta en quien podía confiar, fuerte y paciente. Fue el marido ideal. Hizo lo imposible por curarme, y yo, a mi vez, lo intenté por él y por la niña. Y creí que me había curado. Fui feliz durante los seis años que estuve casada. Él hizo que me sintiera bien en un noventa y nueve por ciento de mi ser. Pero el uno por ciento restante, este insignificante uno por ciento, enloqueció.
» Y, ¡crac!, todo lo que habíamos ido construyendo se derrumbó en un instante y quedó en nada. Por culpa de aquella chica. —Reiko reunió las colillas que había en el suelo con el pie y las metió dentro del tetrabrik—. Es una historia terrible. Luchamos tanto por ir construyendo tantas cosas… una tras otra… y todo se derrumbó en un santiamén. En un abrir y cerrar de ojos ya no quedaba nada. —Reiko se levantó y metió las manos en los bolsillos de los pantalones—.
Volvamos a la habitación. Ya es tarde.
El cielo encapotado ocultaba la luna. Ahora percibí el olor a lluvia, mezclado con el aroma de las deliciosas uvas que Reiko llevaba en una bolsa.
—Por eso no puedo salir de aquí —añadió—. Me aterra conocer a gente diferente, tener experiencias nuevas.
—Te entiendo muy bien —comenté—. Sin embargo, lograrías salir adelante.
Reiko me sonrió, pero no dijo nada.
Naoko estaba sentada en el sofá leyendo un libro. Tenía las piernas cruzadas y mientras leía se presionaba la sien con un dedo. Igual que si tratara de tocar y memorizar cada una de las palabras que se le iban metiendo en la cabeza. Fuera caían chuzos de punta, que flotaban vacilantes alrededor de la luz de las farolas, como si fuera polvo fino. Tras la charla con Reiko, al mirar a Naoko me pareció que era mucho más joven.
—Perdón por llegar tan tarde —le dijo Reiko, y le acarició la cabeza.
—¿Os habéis divertido? —Naoko levantó la vista del libro.
—Por supuesto —respondió Reiko.
—¿Y qué habéis estado haciendo? —me preguntó Naoko.
—Cosas que no pueden contarse —bromeé. Naoko soltó una risita y dejó el libro. Luego los tres comimos las uvas mientras escuchábamos caer la lluvia.
—Lloviendo de esta forma, tengo la sensación de que sólo estamos nosotros tres en el mundo —comentó Naoko—. ¡Ojalá continúe lloviendo eternamente y nos quedemos así para siempre!
—Mientras vosotros retozáis, yo os abanicaré con uno de esos abanicos con mango largo como si fuera una estúpida esclava negra y tocaré música ambiental con mi guitarra —terció—. ¡No, gracias!
—No, mujer. Te lo prestaré de vez en cuando. —Naoko se rió.
—¡Ah, bueno! Entonces no está tan mal. ¡Que llueva, que llueva!
Siguió lloviendo. Se oían los truenos. Cuando acabamos de comer las uvas, Reiko encendió un cigarrillo, sacó la guitarra de debajo de la cama y empezó a tocar. Interpretó varias canciones: Desafinado y Garota de Ipanema, algunas piezas de Burt Bacharach y otras de Lennon y McCartney. Reiko y yo tomamos una copa de vino y, cuando se terminó, nos repartimos el brandy que quedaba en mi petaca. En aquella atmósfera agradable, charlamos de muchas cosas.
También yo deseé que siguiera lloviendo eternamente.
—¿Volverás? —me preguntó Naoko mirándome fijamente a los ojos.
—Por supuesto que volveré —dije.
—¿Me escribirás?
—Todas las semanas.
—¿Y a mí? ¿También me escribirás alguna vez? —intervino Reiko.
—Con mucho gusto.
A las once Reiko bajó el respaldo del sofá, igual que hizo la noche anterior, y me montó la cama. Nos dimos las buenas noches, apagamos la luz y nos acostamos. Como no podía dormir, saqué de la mochila una lamparita de viaje y el ejemplar de La montaña mágica y me puse a leer. Poco antes de las dos, la puerta del dormitorio se abrió y apareció Naoko, que se deslizó entre mis sábanas. Esta vez se trataba de la Naoko de siempre. Sus ojos no tenían la mirada perdida, sus movimientos eran vivos. Acercó su boca a mi oído y me susurró:
—No puedo dormir.
Le dije que a mí me ocurría lo mismo. Dejé el libro, apagué la lamparita, atraje a Naoko hacia mí y la besé. La oscuridad y el ruido de la lluvia nos envolvían.
—¿Y Reiko? —pregunté.
—No te preocupes. Duerme a pierna suelta. Ésa, una vez se ha dormido, no hay quien la despierte. ¿Vendrás a verme otra vez?
—Vendré.
—¿Aunque no pueda hacerte nada?
Asentí en la penumbra. Notaba la forma de los senos de Naoko contra mi pecho. Recorrí la silueta de su cuerpo con la palma de la mano, por encima de la bata. Llevé la mano de los hombros a la espalda y luego hasta la cadera, lo hice muchas veces, despacio, como si quisiera grabar en mi memoria las curvas de su cuerpo, la suavidad de su piel. Tras permanecer un rato abrazados, Naoko me besó cariñosamente en la frente y se escurrió fuera de la cama. La bata azul de Naoko tembló en la oscuridad con la ligereza de un pez.
—Adiós —me susurró.
Escuchando el ruido de la lluvia, me sumí en un dulce sueño.
A la mañana siguiente seguía lloviendo. A diferencia de la lluvia de la noche anterior, ésta era una lluvia fina de otoño. Se veía que estaba lloviendo por los círculos concéntricos en los charcos y por el gorgoteo de la lluvia que caía de los aleros. Cuando me desperté, al otro lado de la ventana una niebla blanca como la leche lo envolvía todo, pero, conforme el sol fue subiendo en el horizonte, la niebla fue barrida por el viento y reaparecieron los bosques y las montañas.
Igual que la mañana del día anterior, desayunamos los tres juntos, luego fuimos a cuidar las aves. Naoko y Reiko llevaban un chubasquero amarillo con capucha. Yo me puse una chaqueta impermeable encima del jersey. El aire era húmedo y frío. Las aves se habían acurrucado en el fondo del gallinero, pegadas las unas a las otras y en silencio, como si huyeran de la lluvia.
—En cuanto llueve hace frío, ¿verdad? —le comenté a Reiko.
—Cada vez que llueve va refrescando. Hasta que un día en vez de agua caiga nieve —dijo ella—. Las nubes que vienen del Mar de Japón dejan aquí toda la nieve.
—¿Qué hacéis con las aves en invierno?
—¿Tú qué crees? Las metemos dentro. No vaya a ser que, al llegar la primavera, tengamos que correr a desenterrar de la nieve a las pobres aves congeladas y debamos reanimarlas: « ¡Pitas, pitas! ¡La comida!» .
Tras empujar la tela metálica con la punta del dedo, el loro hizo batir las alas y chilló: « ¡Vete a la mierda! ¡Gracias! ¡Loco!» .
—A ése no me importaría —dijo Naoko con expresión sombría—. Me volveré loca escuchando lo mismo todas las mañanas.
Cuando terminamos de limpiar el gallinero, volvimos a la habitación e hice mi equipaje. Ellas se prepararon para ir a trabajar al campo. Salimos juntos del bloque y nos despedimos un poco más allá de la pista de tenis. Ellas torcieron hacia la derecha, y yo seguí en línea recta. Nos dijimos adiós. Les prometí que iría a visitarlas pronto. Naoko esbozó una sonrisa y luego dobló una esquina y desapareció.
Antes de llegar al portal, me crucé con varias personas. Todas llevaban el mismo chubasquero amarillo que Naoko y Reiko, con la capucha bien calada en la cabeza. Gracias a la lluvia, todos los colores eran vivos y nítidos. La tierra era negrísima; las ramas de los pinos, de un verde brillante; las personas enfundadas en los impermeables amarillos parecían espíritus a quienes se les permitiera vagar por el mundo en las mañanas de lluvia. Se desplazaban por la faz de la Tierra en silencio cargando bolsas con aperos de labranza y canastos.
El guarda de la entrada se acordaba de cómo me llamaba, y al salir puso una señal junto a mi nombre en el registro de visitas.
—Veo que vive en Tokio —comentó el anciano al ver mi dirección—. He estado en Tokio una sola vez. Allí la carne de cerdo es muy buena.
—¿Ah, sí? —repuse sin saber muy bien qué responderle.
—La mayoría de cosas que comí en Tokio no valían gran cosa, pero el cerdo sí. El cerdo estaba delicioso. Deben de criarlos de una manera especial, ¿verdad?
Reconocí que no lo sabía. De hecho, era la primera vez en mi vida que oía decir que el cerdo de Tokio era delicioso.
—¿Cuándo fue usted a Tokio? —le pregunté.
—¿Cuándo debió de ser? —El hombre inclinó la cabeza en un gesto dubitativo —. Sería en la época en que se casó Su Alteza el Príncipe Heredero. Mi hijo se encontraba en la ciudad y me dijo que tenía que ir, aunque fuera una sola vez. Sí, fue entonces.
—¡Ah! Seguro que en aquella época la carne de cerdo era deliciosa — comenté.
—¿Y ahora no lo es?
Le respondí que no estaba seguro, que jamás había oído decir que la carne de cerdo de Tokio fuera especialmente buena. Al oírme, el anciano pareció decepcionado. Iba a añadir algo, pero corté la conversación aduciendo que tenía que tomar el autobús y eché a andar hacia el sendero. En el camino que bordeaba el río aún quedaban, a trechos, unos jirones de niebla, que, barridos por el viento, vagaban por la ladera de la montaña. Me detuve muchas veces y me volví, suspirando. Tenía la sensación de haber llegado a un planeta con una gravedad distinta. « ¡Ah, claro! Vuelvo a estar en el mundo exterior» , y me entristecí.
Llegué a la residencia a las cuatro y media, dejé el equipaje en mi habitación, me cambié de ropa y me dirigí a la tienda de discos de Shinjuku, donde trabajaba. Desde las seis hasta las diez y media, vigilé la tienda y vendí algunos discos. Mientras, estuve contemplando a la gente que pasaba por delante de la tienda: familias, parejas, borrachos, miembros de las bandas yakuza, jovencitas vestidas con minifalda, hombres barbudos al estilo hippy, chicas de alterne, individuos difíciles de catalogar… Todos iban desfilando, uno tras otro, por la calle. Cuando ponía un disco de rock duro, varios hippies se reunían en la puerta de la tienda y bailaban, inhalaban disolvente o se sentaban en la acera.
Cuando ponía un disco de Tony Bennett, desaparecían todos.
Al lado había una tienda donde unos hombres de mediana edad y ojos somnolientos vendían unos estrafalarios juguetes sexuales. No había, en aquella tienda, un solo trasto que yo pudiera imaginar para qué servía, pero el negocio parecía próspero. En el callejón de enfrente de la tienda, unos estudiantes que habían bebido demasiado estaban vomitando. En el casino, al otro lado, el cocinero de un restaurante del barrio mataba el tiempo jugándose el dinero al bingo. Un vagabundo con la cara sucia estaba acurrucado, completamente inmóvil, bajo el alero de una tienda cerrada. Una chica con los labios pintados de color rosa, que la miraras por donde la miraras no aparentaba más de trece años, entró en la tienda y me pidió que le pusiera Jumpin’ Jack Flash, de los Rolling Stones. Empezó a bailar meneando las caderas y marcando el ritmo con los chasquidos de los dedos. Luego me pidió un cigarrillo. Le di un Lark del paquete del encargado. Fumó con deleite y, cuando se acabó el disco, salió de la tienda sin darme siquiera las gracias. Cada quince minutos se oía la sirena de una ambulancia o de un coche patrulla. Tres oficinistas vestidos con traje y corbata, a cual más borracho, gritaban « ¡Chochete! ¡Chochete!» a una chica bonita de pelo largo que estaba llamando por teléfono en una cabina. Los tres se reían la gracia mutuamente.
Ante este panorama, empecé a sentirme cada vez más confuso y a no entender nada. ¿Qué diablos era aquello? ¿Qué sentido tenía?
Cuando el encargado volvió de almorzar, me dijo:
—Watanabe, anteanoche me tiré a la chica de la boutique.
Hacía tiempo que le había echado el ojo a una dependienta de una boutique de allí cerca y de vez en cuando le regalaba algún disco de la tienda. Cuando le respondí « ¡Qué bien!» , me lo contó con todo lujo de detalles.
—Si quieres acostarte con una mujer —me explicó con aires de suficiencia —, primero y principal, le regalas algo, segundo y principal, le haces beber una copa tras otra, o sea, la emborrachas. Una tras otra. Eso es lo principal, ¿entendido? Y entonces ya está lista. Fácil, ¿no?
Sujetándome la confusa cabeza entre mis manos, subí al tren y volví a la residencia. Cuando, tras correr las cortinas y apagar la luz, me tendí en la cama, me asaltó la sensación de que Naoko iba a deslizarse a mi lado de un momento a otro. Al cerrar los ojos, noté la suave turgencia de sus senos contra mi pecho, oí sus susurros, pude sentir en mis manos las formas de su cuerpo. Regresé en la penumbra al pequeño mundo de Naoko. Olí el prado, oí el ruido de la lluvia.
Pensé en el cuerpo desnudo de Naoko que había visto bañado por la luz de la luna y evoqué las escenas en que su suave y hermoso cuerpo enfundado en el chubasquero amarillo limpiaba el gallinero o hablaba del trabajo del campo.
Acaricié mi pene erecto y eyaculé pensando en ella. Después me pareció que la cabeza se me había despejado, pero, con todo, el sueño no se apoderaba de mí.
Estaba cansado, necesitaba dormir, pero no lograba conciliar el sueño.
Me levanté, me planté junto a la ventana y me quedé mirando, distraído, el podio donde izaban la bandera nacional. El poste blanco, sin la bandera, parecía un hueso gigantesco incrustado en la oscura noche. « ¿Qué debe de estar haciendo Naoko en estos momentos?» , me pregunté. Durmiendo, por supuesto.
Debía de estar profundamente dormida, arropada por las tinieblas de su pequeño y extraño mundo. Recé para que no tuviera sueños amargos.