Capítulo 03: Mansiones lúgubres

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«Hay cosas conocidas y cosas desconocidas, y en medio están las puertas de la percepción».

—Aldous Huxley.

El impacto no había sido tan doloroso, pero tampoco fue placentero sentir cómo el agua la golpeaba en una ola de corrientes heladas.

Eso sumado con el hecho de que el ambiente de por sí ya era frío, la hacían darse cuenta de la extremista decisión que había tomado.

Había salido desde hace rato del río cuando estuvo segura de que ellos ya no se encontraban cerca. Tragó demasiada agua y casi se ahoga, pero supo cómo manejar aquello.

Ahora caminaba sin rumbo, sin saber a dónde debía dirigirse.

No conocía nada de ese bosque, ni siquiera tenía idea de que tan profundo era. Estaba comenzando a meterse en las entrañas de este mientras temblaba de frío.

Los árboles de aquél bosque eran extremadamente altos, y cubrían con todas sus ramas y hojas el cielo.

El clima era lúgubre y oscuro. Pronto comenzaría a oscurecer.
Había neblina, y lo poco que podía notar del cielo es que se dibujaba de un gris el cual mostraba que una tormenta se avecinaba.

Necesitaba buscar un refugio antes de que esos locos la volvieran a encontrar.
No sabía quiénes eran, ni ellos, ni el vejestorio que los acompañaba.

Esa piedra que le había mostrado era majestuosa. Resplandecía de una forma inigualable, casi irreal. Pero cuando observó que su brillo iba en aumento, cerró los ojos.

Era tan extraño. No podía recordar nada. No sabía absolutamente nada de sí misma o de su pasado. Era cómo si sus recuerdos hubiesen sido borrados.

Además, todos mencionaban acerca de un entrenamiento. Aquél viejo le dijo que ella había pasado el entrenamiento que tanto comentaban y formaba aglomeración.

¿Qué clase de entrenamiento? ¿Huir de aquellos desquiciados?
De igual forma no importaba. Estaban dementes, eso era lo que tenía que temer.

Su nombre era Leilah, o eso decían. Si era verdad o no, adoptaría ese nombre, pues no tenía ningún otro más en mente.

Avanzó por el frío bosque sintiendo la brisa chocar contra su ser. El ambiente la congelaba, y el que su suéter blanco estuviese empapado junto con sus pantalones, no le era de mucha ayuda.

Pero de pronto, algo llamó su atención.

—Entonces ese chico casi cae pero yo logré salvarlo.— escuchó una voz impostada proveniente de un varón.

—Sólo fue suerte. No creo que tú seas capaz de poder salvar a alguien.— escuchó una respuesta.

Eran personas, se estaban acercando hacia dónde ella estaba.

Comenzó a caminar de forma inmediata en busca de los dueños de aquellas voces. Podrían ayudarla. Podrían llevarla lejos de aquél lugar y sus extraños habitantes.

Trotó hasta lograr ver a unas figuras de entre los árboles.

—¡Hey! ¡Hola!— les gritó y estos voltearon.

Eran dos chicos. Uno usaba un gorro negro que cubría su cabello café oscuro. Era largo y lacio, le llegaba hasta el cuello y parecía estar cortado en capas. Sus ojos eran grandes y cafés cómo su pelo, debajo de estos se posaban unas notorias ojeras.
Sus cejas eran negras y tupidas. Su mentón estaba marcado y su fina nariz se posicionaba simétricamente en su rostro.
Tenía un arete que sobresalía de su oreja. Era una cadena que caía hasta el mismo largo de su cabello. Al final de esa cadena, una cruz se postraba.

El Trono de la Oscuridad: Rosas en LlamasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora