Retorno al origen: Las cicatrices de un niño

532 49 5
                                    

Cada viaje en el tiempo era un salto al abismo para Takemichi, una caída libre en las fauces del pasado que nunca anunciaba su llegada ni pedía permiso. Había aprendido a esperar lo inesperado, a sentir cómo el tiempo se retorcía y se doblaba, arrastrándolo hacia atrás en su corriente implacable. Pero nunca como esto, nunca tan lejos. Esta vez, el tiempo lo había arrojado a un pasado que pensó que había logrado enterrar bajo capas de años y olvido.

Ahí estaba Takemichi, no como un fantasma de su pasado, sino como el niño que realmente fue, sintiendo el peso de una mirada que se clavaba en él con una familiaridad que dolía. La presencia de su madre llenaba la habitación, su voz era como el filo de una navaja, fría y precisa, que no necesitaba tocar la piel para dejar una herida abierta en su ser. Vivir de nuevo esos momentos, con la conciencia de su yo adulto, era enfrentar la crudeza de una realidad que había intentado dejar atrás, pero que ahora lo confrontaba con una claridad desgarradora.

La sorpresa de Takemichi no venía de la distancia en el tiempo que había viajado, sino de la intensidad brutal con la que los recuerdos lo asaltaban. Era una invasión a sus sentidos, un asedio a su alma, como si cada segundo vivido entonces se reprodujera con una fidelidad que no dejaba espacio para la duda o el alivio. Aunque había navegado por este río turbulento antes, este salto temporal era un desafío a su capacidad de enfrentar y aceptar las verdades que el tiempo, en su cruel sinceridad, se empeñaba en revelar.

Takemichi había olvidado, o más bien, había intentado olvidar cómo las paredes de su hogar, que alguna vez fueron refugio, se habían convertido en una prisión de palabras hirientes y silencios pesados. En su mente, la idea de ser un pandillero había brillado no por la violencia o el poder, sino como la promesa de un escape, un pasaje a un lugar donde las sombras de su hogar no pudieran alcanzarlo. Esos recuerdos, aquellos momentos de desesperación, se habían desvanecido como el humo de un fuego extinguido, perdidos en el tiempo hasta que el tiempo mismo los trajo de vuelta.

—¿Estás siquiera escuchando, Takemichi? —La voz de su madre rompió el silencio, un látigo que no solo azotaba sus oídos sino que también dejaba marcas invisibles en su alma. Era una voz que conocía demasiado bien, una voz que había resonado a través de los años y ahora lo encontraba en este bucle temporal.

—Lo siento, mamá —la respuesta de Takemichi fue automática, un murmullo que luchaba por hacerse oír sobre el estruendo de su propio corazón. En ese murmullo había años de sumisión y dolor, el eco de un niño que había crecido demasiado rápido en un mundo que le pedía ser fuerte cuando todo en él se sentía roto.

—¿Lo sientes? ¿Qué no puedes hacer nada bien? No entiendo por qué te tuve. Eres solo un estorbo para mí. Solo sirves para llorar y llorar —cada palabra era un dardo envenenado, y el rostro de su madre, una máscara de rabia y desprecio.

—Tienes razón, mamá —Takemichi asintió, su voz un hilo tenso de resignación. Se sentía inútil, incapaz de salvar a alguien, ni siquiera a sí mismo. Su mirada estaba perdida, sus ojos dos pozos vacíos reflejando la nada.

—Bueno, al menos sabes lo que eres. Ahora ve con Kai. Él te dará algo de dinero —la orden fue dada con un tono frío e imperativo.

El miedo se deslizó en los ojos de Takemichi, una chispa rápida que su madre no captó. Kai... ese nombre era un puñal helado en su memoria. Recordó las manos de Kai, cómo se deslizaban con propiedad sobre su piel, cómo lo marcaban con una propiedad que nadie debería tener sobre otro ser humano.

Recordar lo que Kai le hizo, recordar que su propia madre lo vendió por unos cuantos yenes, era un dolor que se retorcía en su pecho como una serpiente. No quería volver a sentir esas manos sobre él, no quería que ese viejo asqueroso volviera a tocarlo.

El Último ViajeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora