Domingo, 11:46 pm.
Era casi las doce de la noche. Regresaba de la casa de Katherine; la secretaria de planeación municipal, a quien después de una larga noche de trabajo dejaba dormida en el regazo de su cama. Quería llegar rápido a mi departamento y darme una ducha para intentar conciliar el sueño y ahogar el cansancio, pues más tarde tendría que estar radiante como nunca. Socializaría ante el gobernador del departamento y su gabinete, la propuesta que intentaría a través de un proyecto social de gestión, frenar los altos índices de accidentalidad en las principales vías de la ciudad. Por eso mi motocicleta viajaba a unos setenta kilómetros por hora al pasar por el bar, obviando cualquier rostro familiar entre los muchos que rodeaban la acera.
El color fluorescente de las letras indicaba en la distancia el lugar en el que se encontraba un puesto de control preventivo de la policía. Dejé de acelerar bajando la velocidad paulatinamente hasta que estuve tan cerca que pude ubicar a los agentes en la oscuridad. Frené el vehículo. Atendí la indicación de uno de los oficiales y me bajé de la motocicleta. Saqué de mi billetera los documentos legales que me acreditaban para conducir y los mostré al agente intentando adelantar el procedimiento, sin embargo, el sujeto no le prestó mayor atención a mi gesto y encendió una luz blanca que me asaltó de improvisto el rostro.
—¿Eres tú, Damián?
Asentí y levanté mis brazos hasta la cabeza para proteger mi cara de la luz que había confundido mis ojos. El policía apagó el artefacto, se apartó del medio y me invitó a seguir.
—Es mi vecino, no pasa nada. Déjenlo seguir —les dijo al resto de agentes mostrando el pulgar—. Tranquilo, muchacho, puedes continuar. —Me dijo después. Su rostro viejo y cansado dibujaba una sonrisa amable.
Guardé mis tarjetas y me senté sin perder tiempo. Presioné el interruptor de encendido automático y aceleré despacio, desgarrando un sonido hueco en el motor.
—¡Espera, amigo! —Una voz distinta con una marcada entonación autoritaria me impidió retomar la marcha. Volteé para ver qué sucedía y me encontré a otro policía con su maldita lámpara clavada de nuevo en mis ojos.
—Amigo —dijo sin apagar su estúpido juguete—. ¿Nos harías un favor?
Cerré los ojos y cubrí mi rostro con las manos para tratar de huir de la luz y asentí disgustado moviendo mi cabeza. Me bajé de la motocicleta y sin abrir los ojos aún, le pregunté qué sucedía. El agente apreció mi molestia y apagó la linterna.
—Es por seguridad, joven ¿Sabe?, no tenemos idea de quién anda por ahí en las noches. —dijo con firmeza, mientras viraba tenuemente la lámpara.
No le presté demasiado interés al comentario, los ojos me ardían todavía y con una señal en mi mano lo invité a que continuara.
—Bueno... vera, es que necesitamos algunas cosas y te agradecería mucho si nos ayudaras.
—Maldita sea —murmuré.
—¿Cómo?, ¿qué dices, muchacho? No te escuché bien.
—¡No!, nada... que lo que sea. Puedo ayudarlos con lo que sea.
—Solo necesitamos algunas cosas para pasar la noche, ¿usted sabes?, café y frituras para picar. ¿Podrías ir y comprar? No tenemos muchos hombres para darnos ese lujo. Ve y al volver te regresamos el dinero que gastes. —dijo el agente, dubitativo. Se quitó la gorra y después se rascó la cabeza—. Es un pequeño favor, hijo.
Levanté el dedo pulgar imitando la señal de mi vecino y empecé a caminar apretando los ojos con los dedos para aliviar el escozor causado por la endemoniada luz. Renegué de mi mala suerte con un par de maldiciones. Unos segundos más tarde, después de varios pasos, el sentido de la visión regresaba con lentitud. Pude distinguir lo suficiente para ubicar mi motocicleta. Me acomodé en ella y la volví a encender, giré a la derecha y tomé la avenida principal a una velocidad prudente que me permitiera ver a ambos lados de la calle, para intentar encontrar una cafetería abierta o algo por el estilo en donde comprar los víveres. A uno o a un kilómetro y medio de distancia, encontré una pizzería. Aparqué el vehículo unos metros antes del sitio, aseguré el interruptor y active la alarma, luego me encaminé al lugar silbando una canción de Los de adentro.
A pesar de la hora, la calle estaba invadida por personas ebrias que reían entre sí a carcajadas. Algunos se tambaleaban y hacían comentarios incoherentes, otros solo estaban ahí con la mirada extraviada. No reconocí a nadie, sin embargo, varios me saludaron de lejos; e incluso uno se acercó y me brindó un trago. Me preguntó sobre mi regreso a la ciudad mientras injería la copa y después se alejó para volver al círculo de amigos con los que departía. Seguí mi camino y justo al adelantar al último de los grupos, alguien empezó a hablar en voz alta. La petulancia de las palabras sobrepasaba el volumen de la música. Miré instintivamente y vislumbré a un hombre que insultaba a una mujer; la chica hacia movimientos torpes y desequilibrados, parecía estar en alto grado de embriaguez. Dejé de mirar a la pareja por un instante, pero el sonido seco que causa la mano al estrellarse con el rostro, me hizo voltear para observar de nuevo.
—Si quieres lárgate, perra —le dijo, después de haberla abofeteado.
La mujer cayó al piso por la fuerza del impacto. Quiso incorporarse de inmediato, pero falló en su intento. Optó por sentarse entonces y ocultar el rostro con sus manos apoyándolo sobre las piernas. Yo me había detenido para vigilar en detalle la escena sin ocultar mi desagrado. El tipo advirtió mi molestia y me gritó un par de estupideces; bien pude haberle partido la vida, pero no quería inmiscuirme en asuntos ajenos, así que ignoré sus insinuaciones y continúe mi camino sin dejar de mirarlo.
Entré a la pizzería, pedí un six pack de gaseosas, algunas bolsas de frituras y un par de cervezas para mí. Pagué con rapidez e inicié mi regreso al recibir el cambio. Al salir del local observé que la mujer aún estaba sentada en el piso. Hacía de vez en cuando un pujo para ponerse de pie, pero sus fuerzas, o lo que fuera que le pasaba, le impedían lograr levantarse. Deseé ayudarla, pero desistí al instante; preferí no participar y evitar cualquier problema. Pero el destino suele ser caprichoso y en su forma de actuar encuentra las maneras para subyugarnos a sus pretensiones.
Helena, Helena. Su cabello negro bajaba con sutileza sobre el rostro meciéndose en el viento de forma desordenada e indiferente. Los ojos grandes y expresivos color miel. Su nariz griega y quisquillosa, la que solía acariciar con la punta de los dedos mientras sonreía con picardía. Su boca, húmeda y sensual como la noche, dibujada por los labios rosados trastocados ahora por la mancha de un hilo delgado de sangre que corría hacia el mentón. Era ella, Helena, mi Helena, la que aparece en mis novelas y poemas. La que motivaba mis suspiros y se había robado la fe en el amor. La que me hizo nostálgico, bohemio y compositor. La que destrozó por completo mi vida. Por la que me tuve que marchar un día para no morirme de dolor. Helena, el más grande y mi único amor.
Quise huir del lugar y salir corriendo, desaparecerme del mundo o morirme por dos días. Deseé golpearla también y devolverla al piso con más rudeza. Estrujarle el cuello y después dejarla que me viera la cara en su agonía, pero el valor solo me alcanzó para destapar una cerveza y tomar un trago largo y amargo. La miré otra vez y sentí la nostalgia febril de los recuerdos. Millones de sensaciones me inundaron al caminar hacia ella sin ser consciente de mis movimientos. Me aproximé con lentitud y al estar cerca solté las bolsas. ¿Qué podía hacer ahora? ...sino ayudarla e intentar comprender.
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CARTAS PARA HELENA
RomansaDamián solo quería llegar a su casa para darse una ducha y descansar, sin embargo, jamás imaginó que el destino fraguaría la última oportunidad para que el amor se redimiera ante él. Una historia romántica y apasionada que revela las intimidades más...