11. TRAICIONES QUE MATAN

26 0 0
                                    

OMAR

En el desayuno no podía parar de pensar en Ana. No debe ser muy agradable que tu propio padre te haga sentir culpable de su muerte.

Aunque ese pensamiento no me duro demasiado porque quedé completamente atónito con la imagen que mis ojos estaban viendo: Aitor, uno de los más problemáticos de este lugar, estaba agarrando a Lidia bruscamente por el cuello de la camisa.

Oh, oh, eso me huele a uno de sus malditos brotes psicóticos. Eso no puede acabar bien. Nunca puede acabar bien, y menos sabiendo que además de sus brotes de esquizofrenia, es adicto al sexo.

Hacía bastante que no le daba uno de sus brotes, y cuando le daban la situación se salía completamente de control, de echo llegué a tener algunas movidas con él por uno de sus brotes.

—¡Suéltame! —suplicaba Lidia a gritos.

Inmediatamente se me vino a la mente mi hermana y aquellos abusones del centro de menores, no sé si era porque Lidia me recordaba demasiado a Aida o porque Aitor me recordaba demasiado a esos cabrones que abusaron de mi hermana.

Vale, sabía que tenía un problema, como todos los que estamos aquí, pero aún así no lo pude evitar, no podía quedarme así, de brazos cruzados ante esta situación. Por mucho que detestara a Lidia, no pude evitar salir corriendo a defenderla.

—¡Suéltala!, ¡joder! —me enfrenté a Aitor gritando con todas mis fuerzas y separando a Lidia de sus sucias garras.

La gente empezó a armar tremendo alboroto animando la pelea cuando le pegué un puñetazo en la cara y aumentó más aún cuando él me lo devolvió más fuerte, dejándome toda la boca sangrando.

Me dí cuenta de que Ana, que aún no la había visto hasta entonces, contempló toda la escena y me empezó a dar un bajón tremendo.

¡Mierda,Omar!

Sé que no es excusa, pero supongo que el hecho de saber que le podría haber hecho lo mismo que le hicieron a mi hermana aquellos cabrones me impulsó a saltar a la defensiva, aunque esa payasa no se merecía ni los buenos días

Ana puso la mayor cara de decepción que pude ver en su rostro durante el tiempo que lleva aquí, en este repugnante lugar.

Con las lágrimas a punto de salirse de sus cristalinos ojos se puso la mano en la boca.

Mientras yo me giraba con la boca sangrando y sentía cómo de repente toda esa adrenalina bajaba de la nada para recordarme lo imbécil que soy.

Se fue a su habitación, pero antes de que llegara traté de llamarla para poder contarle lo ocurrido:

—¡Ana!

Se hizo la loca, así que traté de salir corriendo con la mano en la boca porque aún me sangraba

—¡Ana espera!

De pronto, Olga se me agarró por atrás, lo que me impidió por completo alcanzar a Ana.

—¡Te prometo que todo tiene una explicación! —grité lo más alto posible para que me oyera desde el fondo del largo pasillo.

—Explicación la que vais a dar los dos ahora mismo. —impuso Olga.

Tras curarme la herida de la boca, nos llevo al despacho de Eva mientras otra enfermera se encargaba de vigilar las mesas.

—¿A qué narices vino la pelea de antes? ¿Es que no teníais suficiente con todas las peleas que tuvisteis anteriormente? —preguntó Olga.

—Pregúntale a este hijo de puta que me pegó un puñetazo en toda la cara. —contesté frustrado señalándolo.

—Omar, palabrotas no. —me recordó mi psiquiatra.

Hasta que las calorías nos separenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora