05 -E U R O P A

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 CAMINO   DE  ESTRELLAS

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 CAMINO   DE  ESTRELLAS


            𝓥isitar el campo de Tsukumo era agradable. Las luces de la ciudad llegaban hasta sus límites y, de ahí en más, lentamente se desvanecían hasta que todo se volvía oscuro. Hablar del centro era hacer referencia a un gran agujero negro sin su capacidad de destruir, pues ahí reinaba el silencio, las luciérnagas y jacintos. Muchos de ellos. Los contemplé a medida que avanzaba esquivando huecos, desniveles, lomadas de tierra que el licenciado no notaba por estar concentrado en mirar el cielo.

Los bulbosos jacintos se balanceaban por el viento. Hacía frío, y de mis labios salía una pequeña nube de vapor más tibia de lo que podía tener mi cuerpo. Más allá de tener guantes negros, por poco ya no sentía los dedos. A pesar de eso, siempre los moví, como si buscara despertarlos. A veces cosquilleaban. A veces simplemente dolían un poco.

El licenciado y yo no nos dirigíamos la palabra. No estábamos peleados. Él contemplaba las estrellas, y yo su cuerpo o las flores de campo. El viaje en su auto sí que había sido un poco más ruidoso. Él colocó música de su preferencia, y sonó un blues. Tenía la vista clavada en la carretera mientras apretaba el volante, pero eso no fue impedimento para mover su cabeza al ritmo de las canciones que sonaban desde la radio. Sonaban un poco tristes desde mi percepción. Canciones de ese tipo iban bien con hombres así. Muchos blues Iban bien de su mano, pero él había dicho que el blues no era música triste, solo era música para tristes.

Esa noche él me hizo reír. Averigüe que el licenciado batallaba para entrar en su coche al tener piernas tan largas, y sus rodillas quedaban apretujadas contra los bordes del volante, incluso si su asiento ya había retrocedido hasta el tope.

Una vez aparcamos en el estacionamiento de Tsukumo —una zona minúscula iluminada por dos faroles, donde había dos Datsun aparcados además del suyo—, estiró sus piernas y soltó un pequeño jadeo. Le pregunté si ocurría algo malo y, luego de mirarme con las cejas más arriba de lo usual, confesó que sus treinta y dos no lo estaban recibiendo de una buena manera. Reí por ello.

Nuestras conversaciones se basaron en todo menos la Astronomía. Yo tenía la boca entreabierta y él los labios apretados. Formaban una línea pequeña, pues aquel era su gesto de concentración, más allá de que se veía interesado en saber de mi pasado. ¿Quién era yo? Pensé que había surgido desde que lo conocí, precisamente desde que creyó que Elara era un buen nombre para una mujer a la que nunca le interesó convertirse en una luna solitaria, solo le gustaba mirarlas desde los telescopios, si es que era posible.

A veces tenía que recordarme que el nombre no era más que una etiqueta. Olvidé que, tiempo atrás, yo no era la Luna de nadie. Era simplemente yo, Umiko.

—Fabuloso. Olvidé que eras muy ingeniosa para preguntar sobre cualquier disparate —musitó. Hablaba en susurros. Se escuchaba el ruido de las ruedas en movimiento mientras esperaba el momento de estacionarse. Todo era muy diferente a estar en sus clases, donde muchos hablaban y yo hacía silencio. También lo era de estar en el tatami de su casa bebiendo sake, admirando figuras de plástico y sufriendo el efecto del alcohol en sangre.

𝐉𝐔𝐏𝐈𝐓𝐄𝐑 𝐃𝐄 𝐌𝐈𝐄𝐋 | 𝗮𝗸𝗶 𝗵𝗮𝘆𝗮𝗸𝗮𝘄𝗮Donde viven las historias. Descúbrelo ahora