Capítulo 3. No me dejes

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Tras la puesta del sol, vino tranquila la noche. De fondo los grillos coreaban el cambio de temperatura, con la serenidad de nuestras respiraciones no dejaba de aprestar su mano desde que salimos de su habitación y encontramos una banca húmeda, pensaba en dejarla seguir adelante en su propio camino mi apresurado corazón aún se resignaba a dejarla ir, estaba confundido y abrumado a medida que avanzaba la noche.

Era un adulto joven, de complexión recia, buena talla, ancho de espaldas, resuelto de ademanes, firme de andadura, basto de facciones, de mirar lila osado y vivo, ligero a pesar de mi musculatura, y (lo diré de una vez, aunque sea prematuro) excelente persona por doquiera que se mirara. Vestía un traje veraniego propio de señor acomodado; mientras que ella no era nada de lo que recordaba.

Salgo de mis pensamientos al darme cuenta de que se levanta de mi lado y me suelta.

-Aguarda, niña, no te vayas tan a prisa- dije y enseguida se detuvo, -déjame encender un cigarro-. 

Estaba tan serena la noche, que no necesite emplear las precauciones que generalmente adoptan contra el viento los fumadores. Enciendo el cigarrillo, me acerco a ella e intento que con el encendedor la ilumine.

Ahora con bondad trato decir, -a ver, enséñame tu cara-.

Miraba a la muchacha con asombro, sus ambarinos ojuelos brillaron con un punto rojizo, como chispa, en el breve instante que duró la luz del encendedor. Era como una niña, pues su estatura debía contarse entre las más pequeñas, correspondiendo a su talle delgadísimo y a su busto mezquinamente constituido. Era como una jovenzuela, pues sus ojos no tenían el mirar propio de la infancia, y su cara revelaba la madurez de un alma que ha entrado o debido entrar el juicio precozmente. A pesar de esta desconformidad, era admirablemente proporcionada, y su pequeña cabeza remataba con cierta gallardía el miserable cuerpecillo. Tenía la mirada vidriosa, era una niña a mis ojos con expresión de adolescente. No conociéndola, se dudaba si era un asombroso progreso de crecimiento o un lamentable atraso de este.

- ¿Qué edad tienes tú y cómo te llamas? -pregunte sacudiendo los dedos para arrojar el resto de la colilla del cigarro, que empezaba a quemarme. -Soy Ebere dicen que tengo diez y seis años -replicó la chiquilla, examinando a su vez a mi persona.

- ¡Diez y seis años! Por tu cuerpo pensaba que tenías doce.

- ¡Madre de Dios! Ahora entiendo cuando dicen que yo soy como un fenómeno -manifestó ella en tono de lástima de sí misma.

- ¿Un fenómeno? -repetí con confusión y poniendo mi mano sobre los cabellos de la chica-.         

-Podría ser. Vamos, sígueme-. Ebere comenzó a andar resueltamente sin atrasarse mucho, antes bien, cuidando de ir siempre a su lado, como si apreciara en todo su valor la seguridad que le brindaba su presencia. Iba descalza; sus pies, ágiles y pequeños denotaban familiaridad con el suelo, con las piedras, con los charcos, con los abrojos. Vestía una falda sencilla y no muy larga, denotando en su rudimentario atavío, así como en la libertad de sus cabellos sueltos y cortos, rizados con nativa elegancia, más propia del salvaje que del mendigo.

Sus palabras, al contrario, sorprendieron a Silas por lo recatadas y humildes, dando indicios de un carácter formal y reflexivo. Resonaba aun su voz con simpático acento de cortesía, sus miradas eran fugaces y momentáneas, he iban a cada rato dirigidas al suelo o al cielo.

-Dime -le pregunté, - ¿Acaso no me tienes miedo? ¿Sabes sí quiera que clase de ser soy?

-No le tengo miedo porque me rescato y si usted es el que me dará muerte lo prefiero a usted antes que a otra persona o ser.

- ¡Pero que te pasó para que hables de esa manera! –

- Ser huérfana, señor. Yo no sirvo para nada -replicó sin alzar del suelo los ojos y susurró lo último casi para su persona.

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⏰ Última actualización: Jul 25, 2023 ⏰

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