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-¿Quieres casarte conmigo, Alejandra?

Ella se volvió, atónita. De repente, no podía oír el murmullo de las conversaciones en el exclusivo restaurante. O quizá todo el mundo se hubiera callado, esperando su respuesta.

Ella no sabía mucho de diamantes, pero estaba segura de que el que Ana tenía en la mano costaba una fortuna. La piedra, en corte marquesa, debía de tener al menos dos quilates. Y brillaba tanto como sus ojos.

-Pues...

Aunque no lo habían ensayado, sabía lo que tenía que decir. Pero no era capaz de articular palabra.

Flores, velas, un violinista, la mejor mesa del restaurante frente al mar. Ana había planeado el momento romántico perfecto.
Y todo era falso. Tan falso como lo sería su matrimonio.

-Cariño, no me hagas sufrir. Tú sabes que tenemos que estar juntas.

Alejandra se llevó una mano al corazón. Aquello no estaba bien. Pero, ¿qué otra cosa podía hacer si quería descubrir la verdad?

-Sí -se oyó decir a sí misma-. Sí, me casaré contigo.

Ana sonrió mientras le ponía el anillo en el dedo. Y luego se inclinó para buscar sus labios. El beso había sido tan repentino que Alejandra no supo reaccionar. No había esperado que la besara en público y tampoco que sus labios fueran tan suaves. Ni tan cálidos. Ni tan persuasivos. Ni tan deliciosos.

-Échame los brazos al cuello -le dijo al oído.

Alejandra hizo lo que le pedía y Ana la envolvió en sus brazos. Estaba aplastada contra el cuerpo femenino y un escalofrío de deseo la recorrió entera. Nerviosa, bajó las manos y apartó la mirada, para encontrarse con la de Helene Ainsley unas mesas más allá.

«Son sólo apariencias», pensó.
Y no debía olvidarlo. Era una charada, una actuación. Una oportunidad para Ana de conseguir la presidencia de la Cámara de Comercio. Nada más.

Ana se llevó su mano a los labios antes de inclinar la cabeza para besarla tiernamente en el cuello, haciendo que se le pusiera la piel de gallina.

No podía ser. Ella no quería desearla.

-Muy convincente. Buen trabajo -le dijo al oído.

El camarero llegó inmediatamente con una botella de champán y presentó la etiqueta para la inspección.

Oh, sí, Ana definitivamente había planeado aquello, incluso la botella de Salon Blanc.

Alejandra sabía que era su favorito porque guardaba varias cajas en el club y, según los rumores, cuando pedía una botella era porque ya había elegido acompañante para la noche.

Ella no quería ser sólo otra mujer en su cama. Y no debía olvidar que las Ana Melgar de este mundo compraban todo lo que querían.

Ella podía haber comprado su participación en aquel matrimonio, pero no podía comprar su dignidad. Y para conservarla debía alejarse de su cama por mucho que despertara en ella deseos que había creído dormidos. Porque cuando la hedonista salía a jugar, su sentido común se iba por la ventana.

Y se negaba a ser el títere de otra mujer.
Alejandra se detuvo en medio de la pista.

-¿Qué es eso?

-Una Columbia 400, turbo -contestó Ana-. Mi avioneta.

Alejandra la miró, aterrada. Debería haber imaginado que algo así iba a pasar cuando vio que no tomaba la autopista que llevaba al aeropuerto de Miami.

-¿Por qué no podemos ir en un avión de línea regular? Ya sabes, un avión grande con un experto piloto, copilotos, azafatas...

-No, demasiado lento -contestó ella, colocándose las gafas de sol sobre la cabeza-. Soy pilota, Alejandra. Tengo licencia desde los dieciséis años. No va a pasar nada.

P L A Y G I R L ✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora