El guardia lobo

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Leo observó cómo la princesa Lila salía del castillo a lomos del caballo negro. La había reconocido por su voz y su figura, a pesar de la capa que la cubría. La había visto entrar en la biblioteca y salir por el pasadizo secreto. La había seguido hasta los establos y había presenciado cómo dormía al guardia con un polvo mágico.

Leo no podía creer lo que estaba viendo. La princesa Lila, la hija del rey, la prometida del príncipe Dorian, estaba escapando del castillo la noche antes de su boda. ¿Qué la impulsaba a hacer algo tan temerario? ¿Qué buscaba? ¿Qué esperaba encontrar?

Leo sintió una mezcla de curiosidad, admiración y preocupación por la princesa. Él era uno de los guardias del rey, pero también era un licántropo, un hombre lobo. Pertenecía a una manada que vivía en el bosque, lejos de los humanos. Su padre era el alfa de la manada y él era su heredero.

Leo había entrado al servicio del rey hacía unos meses, siguiendo las órdenes de su padre. Su misión era proteger al rey y a su familia, pero también vigilar sus movimientos y sus planes. Los licántropos no confiaban en los humanos, especialmente en los reyes. Sabían que los humanos los temían y los odiaban, que los cazaban y los mataban.

Leo había cumplido su misión con lealtad y discreción, sin llamar la atención ni revelar su verdadera naturaleza. Había visto a la princesa Lila varias veces, pero nunca había hablado con ella ni se había acercado a ella. La había admirado desde lejos, por su belleza y su gracia, pero también por su inteligencia y su valentía.

Leo sabía que la princesa Lila no era feliz en el castillo, que no quería casarse con el príncipe Dorian, que anhelaba otra vida. Él se sentía identificado con ella, pues él tampoco era feliz en el castillo, ni quería servir al rey, ni aceptaba su destino.

Por eso decidió seguirla. Por eso montó en su caballo gris y salió tras ella. Por eso se mantuvo a una distancia prudente, sin perderla de vista. Quería saber adónde iba, qué iba a hacer, cómo iba a sobrevivir. Quería ayudarla, protegerla, acompañarla. Quería conocerla, hablarle, tocarla. Pero también sabía que era peligroso, que podía ser descubierto, que podía ponerla en riesgo. Sabía que debía volver al castillo, avisar al rey, detenerla.

Estaba dividido entre su deber y su deseo, entre su razón y su corazón.

Lila cabalgó durante horas, sin detenerse ni mirar atrás. Quería alejarse lo más posible del castillo, del reino, de su pasado. Quería llegar a algún lugar donde nadie la conociera ni la buscara. Quería empezar de cero.

No tenía un plan concreto ni un destino fijo. Solo seguía su instinto y su intuición. Sabía que tenía que cruzar el bosque para llegar al mar, donde esperaba encontrar algún barco que la llevara a otro país.

El bosque era grande y espeso, lleno de árboles y sombras. Lila no tenía miedo de los animales ni de las criaturas que habitaban en él. Había crecido rodeada de naturaleza y le gustaba explorar y descubrir sus secretos.

Lo que sí temía era encontrarse con algún soldado o algún cazador que la reconociera o la capturara. Por eso evitaba los caminos principales y se adentraba por las sendas menos transitadas.

Lila no sabía que alguien la seguía. Que alguien la observaba desde lejos con ojos ambarinos y penetrantes. Que alguien se movía entre las sombras con agilidad y sigilo.

Leo seguía a Lila por el bosque, sin perderla de vista. Se mantenía a una distancia prudente, sin acercarse ni alejarse demasiado. Se ocultaba entre los árboles y los arbustos, sin hacer ruido ni dejar rastro.

Leo no quería asustarla ni molestarla. Solo quería verla, saber de ella, cuidar de ella. Solo quería estar cerca de ella, sentir su presencia, su aroma, su calor.

Pero también sabía que era arriesgado, que podía ser visto, que podía ponerla en peligro. Sabía que debía dejarla ir, olvidarla, regresar.

Estaba dividido entre su deber y su deseo, entre su razón y su corazón.

El secreto de la luna Donde viven las historias. Descúbrelo ahora