Capitulo 4

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Lila miró al hombre que le tendía la mano. Era un guardia del rey, pero no uno cualquiera. Era Leo, el guardia lobo, el licántropo.

Lila lo reconoció por sus ojos ambarinos y penetrantes, los mismos que había visto en el castillo. Los mismos que la habían cautivado y asustado a la vez.

Lila sabía que Leo era un licántropo, un hombre lobo. Lo había descubierto una noche, cuando lo había visto transformarse en el patio del castillo. Lo había visto correr hacia el bosque, con su pelo negro y su piel pálida. Lo había visto aullar a la luna, con su voz ronca y profunda.

Lila no le había dicho nada a nadie, ni siquiera a su padre. Había guardado el secreto de Leo, por respeto y por curiosidad. Había querido saber más de él, de su vida, de su raza.

Pero nunca había tenido la oportunidad de hablar con él ni de acercarse a él. Siempre lo había visto desde lejos, vigilante y silencioso. Siempre lo había sentido cerca, pero inalcanzable.

Hasta ahora. Ahora Leo estaba frente a ella, ofreciéndole su ayuda y su protección. Ahora Leo era su salvador y su compañero.

Lila no sabía qué hacer ni qué decir. Solo sabía que estaba en peligro, que esos hombres no la dejarían ir, que Leo era su única esperanza.

Así que tomó su mano y se levantó. Le sonrió con gratitud y confianza. Le siguió sin dudar.

Leo sintió el contacto de la mano de Lila y se estremeció. Era suave y cálida, delicada y firme. Era la mano de una princesa, pero también la de una guerrera.

Leo la miró a los ojos y le devolvió la sonrisa. Eran azules y brillantes, inocentes y valientes. Eran los ojos de una humana, pero también los de una maga.

Leo sabía que Lila era una maga, una mujer con poderes especiales. Lo había descubierto un día, cuando la había visto curar a un pájaro herido con sus manos. Lo había visto volar hacia el cielo, con sus plumas blancas y su canto dulce. Lo había visto agradecerle a Lila, con su mirada tierna y alegre.

Leo no le había dicho nada a nadie, ni siquiera a su padre. Había guardado el secreto de Lila, por respeto y por admiración. Había querido saber más de ella, de su magia, de su don.

Pero nunca había tenido la oportunidad de hablar con ella ni de acercarse a ella. Siempre la había visto desde lejos, hermosa y triste. Siempre la había sentido lejos, pero cercana.

Hasta ahora. Ahora Lila estaba junto a él, aceptando su ayuda y su protección. Ahora Lila era su protegida y su amiga.

Leo no sabía qué hacer ni qué decir. Solo sabía que estaban en peligro, que los cazadores los perseguirían, que Lila era su única razón.

Así que apretó su mano y la guió. Le habló con calma y seguridad. Le mostró el camino sin temor.

- Vamos -le dijo-. Te sacaré de aquí.

- ¿A dónde? -preguntó Lila.

- A un lugar seguro -respondió Leo-. A una cueva que conozco.

- ¿Una cueva? -repitió Lila.

- Sí, una cueva -confirmó Leo-. La cueva de los sueños.

Leo montó en su caballo gris y ayudó a Lila a subir detrás de él. Le pasó un brazo por la cintura y le acercó a su pecho. Le susurró al oído:

Agárrate fuerte.

- Está bien -dijo Lila.

Leo espoleó al caballo y salió al galope del claro. Se adentró en el bosque, siguiendo un sendero oculto. Se alejó de los cazadores, que se habían recuperado y los seguían a distancia.

Lila se aferró a Leo y se dejó llevar. Sintió su calor y su olor, su fuerza y su ritmo. Sintió su corazón y su aliento, su vida y su magia.

Lila cerró los ojos y soñó. Soñó con Leo, con la cueva, con el futuro. 

El secreto de la luna Donde viven las historias. Descúbrelo ahora