Malderam, Reino de Mal
Entre la densa y silenciosa oscuridad de un estudio en un castillo, estaba sentado en una silla de madera, con medio cuerpo tirado sobre la larga mesa de cobre y el rostro oculto entre los brazos, un hombre de alto rango descansaba de cosas importantes que a él no le importaban.
Podríamos decir que se trataba del príncipe del reino, pero a él no le gustaba que lo llamarán de esa manera, porque no era un príncipe. No hablaba como uno. Ni se vestía como uno. Mucho menos se comportaba como uno. Pero tenía las responsabilidades y los deberes de uno, aunque a veces prefería ignorarlas.
En esta ocasión, no era el caso. Una pila de papeles se alzaba a su costado, tenía que leerlos, firmarlos y responderlos de la manera más adecuada. Había estado trabajando duro durante semanas, sin embargo, no le veía un final, así que ahora se negaba a continuar.
—Esto es una mierda —repuso en un gruñido, girando el rostro para recostarlo sobre su mejilla izquierda.
Frente a él había una lámpara de queroseno, brillaba intensa y su mirada color escarlata se mantenía fija en la llama baja. Alargó una mano hacia la lámpara, rozándola suavemente con sus nudillos, podía sentir el calor quemarle la piel, pero el dolor era meramente relativo para él.
Parpadeó un par de veces y retomó su postura, devolvió la mirada a los papeles, tomando algunos de ellos entre sus manos. No eran más que la lista de los productos que entraron a mercado en meses pasados y ese mismo mes, si tan sólo hubiera llevado el orden la primera vez, no tendría que volver a revisarlos, pero durante casi todo el año sólo dejó que se acumularan en su escritorio acompañados de un «los revisaré más tarde» cada vez.
Los dejó nuevamente sobre la mesa; soltó un bostezo cansado, incorporándose y alargando los brazos al cielo, su espalda ya dolía de tanto tiempo que estuvo sentado, incluso la escuchó crujir, así que decidió tomarse un descanso. Caminó a paso lento hacia las ventanas entreabiertas a sus espaldas, apartando las transparentes cortinas grises que eran movidas por el viento y recostó sus brazos sobre el barandal plateado.
Logró sentir el frío aire nocturno golpear contra su rostro, revolverle los cabellos; por un momento cerró los ojos, llenándose de aire los pulmones. Podía sentir paz y el ligero olor a invierno.
Después de todo, estaba a la vuelta de la esquina.
Abrió los ojos, enfocándose en el paisaje que tenía de frente. El amplio cielo nocturno pintado en azul oscuro, adornado por grandes motas grises y estrellas. Secretamente amaba las estrellas, pensaba que eran una de las más magníficas creaciones, brillantes y hermosas, sin importar su tamaño alumbraban el cielo nocturno y les hacían compañía a las lunas. Una de ellas era grande, de un brillante color blanco, ubicada en lo más alto del cielo; la otra era más pequeña, de color amarillo, e iluminaba la parte baja. Con ellas, las noches nunca eran oscuras.
Aun así, grandes faroles se alzaban en cada esquina, iluminaban las calles del reino, que pasada la medianoche se encontraban casi vacías. Ese era el precio a pagar por vivir en el reino de Mal. Aunque a los más atrevidos no les molestaba jugarse la vida y muchas monedas en bares de mala fortuna.
Mismos bares que el hombre que veía a través de la ventana solía frecuentar cuando quería escapar de todo y, es que, el peso sobre sus hombros llegaba a agobiarlo. Porque a pesar que no era un príncipe, o un rey, tenía a cientos de personas que esperaban todo de él. Ser el Guardián del Mal no era tarea sencilla y más si todo lo que recibías eran constantes críticas hasta de cómo te comías una naranja.
Pero esas críticas eran tan naturales como que el césped crece, sobre todo, porque ser el Guardián del Mal era más que un simple título en su día a día, era su único propósito en su vida, su destino; mantener en balance el flujo maligno en cada ser vivo: animal, humano, mestizo, sombra, hada, duende, planta, lo que sea que tuviera vida; era lo único que importaba. Lo bueno era que hacía su trabajo muy bien.
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