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El niño se acercó a la casa por el camino de tierra y piedras sueltas, bajo un sol grande y cálido que aún tardaría un rato en alcanzar su cenit. Cuando estuvo lo bastante cerca distinguió que la figura que había sentada en el banco de madera, a la sombra del porche natural que formaban el entramado de ramas de una parra, se correspondía con una anciana. El pelo, blanco como la nieve, fue lo primero que atrajo su atención —lo llevaba recogido en un moño, en la parte posterior de la cabeza—, seguido del rostro surcado por un prieto laberinto de arrugas. Se cubría con una bata abotonada de varios tonos de gris que le llegaba hasta más abajo de las rodillas, y que le dejaba a la vista la cruz de la Virgen de las Virtudes que llevaba al cuello.

—Hola. Perdone, me he perdido. ¿Podría decirme dónde estoy? —le preguntó el niño.

La anciana sonrió. No era una sonrisa fea, pese a que le faltaban un montón de dientes. El niño, que hasta ese momento había estado un tanto asustado, se relajó y le devolvió la sonrisa.

—Así que tú eres el pequeño Carlos —dijo la anciana.

—Sí. Es mi nombre. ¿Cómo lo sabe? —preguntó Carlos.

—Porque he oído hablar mucho de ti —explicó la anciana.

—¿De verdad? ¿Cosas buenas? —se sorprendió Carlos.

—Así es —corroboró la anciana, asintiendo con la cabeza—. Cosas muy, muy buenas. ¿Quieres un vaso de limonada?

—Sí, gracias —contestó Carlos, consciente súbitamente de la sed que tenía.

—El viaje es un poco largo, ¿verdad? —comentó la anciana mientras le tendía un vaso con un líquido amarillento.

—Sí. Debería estar llegando al final. Es decir, si no me hubiera perdido —comentó Carlos.

Bebió un buen trago de limonada, que le resbaló por la garganta dejándole un rastro fresco y azucarado.

—Tranquilo, no te has perdido —aseguró la anciana, alzando el brazo y cogiendo una uva de la parra.

Se la puso entre los labios y la aplastó, haciendo que el jugo le explotara en la boca.

—Me encanta hacer esto —rio—. Podría pasarme la vida entera comiendo uvas así.

—¿Por qué vive aquí, tan lejos de cualquier parte? —preguntó el pequeño Carlos.

La anciana miró en derredor, como si fuera la primera vez que se percataba de que los campos se extendían hasta más allá de donde le alcanzaba la vista.

—Es un buen sitio, tranquilo, en el que a veces recibo visitas tan maravillosas como la tuya —contestó la anciana.

Carlos se ruborizó. Apuró su limonada para disimularlo.

—No te avergüences cuando lo que te dicen es la verdad —le aconsejó la anciana—. Es algo que debes tener presente siempre. Haz aquello en lo que crees sin preocuparte por lo que piensen los demás.

De pronto, por el rabillo del ojo, Carlos reparó en un destello en el cielo, y cuando se volvió descubrió que este ya no era del azul claro del mediodía sino de una tonalidad más oscura. Lo que había atraído su atención era la luna, redonda y de un luminiscente blanco sucio.

—Cuando aquí se hace de noche, allí es de día —explicó la anciana.

—¿Allí? —preguntó el pequeño.

—En el final de tu camino —repuso la anciana.

—¿El final de mi camino está por allí? —preguntó Carlos con un brillo de esperanza en los ojos.

—Claro. Allí mismo. Sólo tienes que caminar un poco más —contestó la anciana.

Carlos titubeó.

—Antes de irme, ¿podría beber otro poco de limonada?

—Por supuesto —rio la anciana, y se agachó para coger la jarra.

—No me ha dicho cuál es su nombre —recordó Carlos.

—¿Yo? Yo me llamo Gerarda —le desveló la anciana mientras le servía otro vaso.

—Me alegro mucho de haberla conocido, señora Gerarda —dijo el pequeño Carlos entre trago y trago.

—Y yo de conocerte a ti. —Esperó a que se terminara la limonada y añadió—: Es hora de que te vayas.

—¿Quiere venir conmigo? —le sugirió Carlos.

—Me encantaría. Pero no puede ser —se disculpó Gerarda.

—Entonces, volveré de visita —aseguró Carlos.

—Eso sería fabuloso, pequeñín —repuso la anciana—. ¿Me das un beso de despedida?

Carlos no dudó lo más mínimo. Se acercó a la anciana y la besó en la mejilla. Esta, por su parte, le envolvió el cuerpo con sus frágiles brazos y lo estrechó contra sí. Carlos notó los dedos torcidos de ella subiendo y bajando por su espalda, pero no hizo nada por zafarse. Le gustó la sensación que aquello le despertaba hasta el punto de que deseó que se prolongase un poco más cuando el abrazo tocó a su fin.

—Vamos, vete. Te esperan —lo azuzó.

Carlos comenzó a desandar el camino de acceso a la casa. Se volvió varias veces para decirle ‹‹adiós›› agitando la mano. La anciana se acercó al borde del porche y lo despidió mientras se metía uvas en la boca, que arrancaba de la parra con un suave tirón. Pero una vez hubo alcanzado la carretera de tierra, al mirar hacia atrás, descubrió que ya no estaba allí. Pensó que probablemente se había metido en la casa, pero todas las ventanas estaban a oscuras. Le pareció un poco raro. Pero estaba muy cerca del final del camino, y la excitación por llegar a su destino hizo que no le diera mayor importancia y echara a correr.

LAS UVASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora