Las Cosas Siempre Pueden Ir Peor

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Choi dio su clase, y se despellejó las manos de tanto rascárselas. Luego anunció qué la asignatura incluía un trabajo en grupo.

—¡Yo quiero hacerlo con ella! —exclamó Sana, y señaló a Mina, soñando tardes de charla más que de estudio.
Se arrepintió en seguida. Después de haber criticado a la profesora unos momentos atrás, pedirle algo equivalía a no obtenerlo.

Pero la profesora Buitre actuó como si hubiera olvidado lo que había oído. Asintió con desgana, y echó un vistazo a la lista de clase.

—Como dividí el material para sus trabajo, van a tener que formar grupos de tres—dijo, paseando sus ojos entre los alumnos—. Ustedes pueden trabajar sobre Ares, Artemisa, Atenea y Afrodita. Pero tienen que hacerlo con...
«Por favor... que sea con el Guapo de la Tercera Fila», pensó Sana, y cruzó los dedos.

—¡Hirai Momo, de la clase C!
Sana sintió un nudo en el estómago. ¡No les podía haber tocado una compañera más odiosa qué cara de mapache! No le hizo falta hablar con Mina para saber que pensaba su amiga. Ambas se miraron, contraídas. Después, le lanzaron una mirada furtiva a Momo, La expresión pétrea de su rostro indicaba qué se sentía de la misma forma ante la idea de trabajar con ellas.
Ni Sana ni Mina se atrevieron a protestar, y la profe siguió hablando y rascándose.

—¡Espera!—exclamó Mina al terminar la clase—. No podemos irnos a casa sin dirigirle la palabra.
Pero Sana salió del aula a una velocidad supersónica, fingiendo que no la oía.

Al llegar al patio, se detuvo a contemplar los nubarrones negros que cubrían el cielo. Durante las dos horas de clase, el tiempo había empeorado mucho, quizá por solidaridad con aquella tarde horrible.

—¡No quiero hacer el trabajo con ella! —se lamentó —. Es antipática, odiosa, creída, y encima  rompió tu bici. ¡Yo creo que lo hizo apropósito!

—Ya arregle el pedal. Y podemos darle las partes más aburridas del trabajo.

—Está bien, pero le hablas tú —Mina aceptó haciendo una mueca—. Yo no quiero tener ninguna interacción con ella.

Sana vio que Momo estaba en la entrada, mirándolas. Probablemente, también dudaba si acercarse a ellas o no. Tal vez un poco de suerte, acabará yéndose por iniciativa propia...
Pero Mina le hizo una seña, y Momo se acercó.
Al reunirse las tres,hubo un momento de silencio, gélido e incómodo.

—Ejem...
—Hum...
—Pues...
Sana ni soportaba ese tipo de situaciones. A pesar de lo que había dicho hacía unos segundos, fue ella quien rompió el hielo.

—Nos repartimos el trabajo, y un día lo juntamos todo. Después, se lo entregamos a la profe cuando nos lo pida.

—¿Y cómo lo repartimos? —preguntó Momo, con su voz ronca y seca —. ¿Cómo lo prestentamos? ¿Ya saben donde hay que buscar el material? ¿Cuántas páginas escribirá cada una?

Sana miró a mina: el tono era irritante, pero las preguntas eran sensatas.

—Podríamos quedar una tarde para decidir todo eso—propuso Mina, y, con los ojos, le imploró a Sana qué aceptara.

Su amiga captó el mensaje, y asintió, aunque sin entusiasmo.

—¿Dónde y cuando? —preguntó Momo.
—En mi casa no —suspiró Mina—. Estamos haciendo inventario, y mis papas nos pondrían a trabajar en cuanto nos vieran.

Sana consideró las alternativas: ir a casa de Momo significaría darle ventaja.

—Podemos ir a mi casa— sugirió —. Hay una buhardilla donde estaremos tranquilas. ¿Qué les parece pasado mañana a las cuatro?

—Mejor a las cinco— respondió Momo, secamente— Y antes tenemos que empezar a buscar información.

—¡Perfecto! — exclamó Mina—. Si les parece bien yo llevaré algo sobre Atenea.

—Y yo sobre Afrodita —propuso Sana en seguida, qué no quería ocuparse de las divinidades restantes. Y menos aún de Ares, qué le inspiraba antipatía.

De pronto, se oyó el frenazo de una moto, y el vehículo se detuvo en la calle, muy cerca de ellas.

—Hola, Tzuyu —saludó Momo, con una sonrisa.
—Sube. Llegaremos tarde a entrenar —dijo la chica, y le tendió un casco.

Sana se quedó estupefacta. Había creído que cara de mapache sólo era capaz de mirar a su alrededor con aire sombrío y desconfiado.

—Hasta pasado mañana— se despidió Momo, subiendo a la moto.

Tzuyu arrancó. En cuanto se alejaron, Sana sintió un gran alivio. De repente, una inesperada ventolera la hizo tambalearse.

—«¿Dónde y cuándo?» «Mejor a la cinco» —dijo, imitando el tono cortante y la voz ronca de Momo—. «Y antes tenemos que empezar a buscar información»: ni gracias, ni porfavor, ni les parece bien... ¿Te das cuenta? ¡Ella lo decidió todo! No la soporto. Me cae tan mal que casi no vi lo linda que era su amiga.

— Al menos no decidió cosas absurdas— opinó Mina, protegiéndose la cara del polvo qué había levantado el viento.

—No me refiero a lo que propuso, sino a cómo lo propuso. Emplea muy pocas palabra, ¡ni que tuviera que pagarlas!

Sana advirtió qué Mina estaba distraída, y que miraba a su alrededor, como si estuviera buscando algo.

—¿No oyes un Zumbido?
—Es el viento. ¿Lo oíste ahora? —contestó Sana, riendo.

—Es otra cosa. ¡Viene de tu bolsillo!

—Sólo llevo el celular —dijo Sana—, pero está apagado.

—Empiezo a pensar que el técnico de el tele tenía razón— concluyó Mina, y suspiró.

En ese momento, empezó a llover. Las chicas salieron a correr, pero, cuando llegaron a la parada del bus ya estaban empapadas.

Chicas del olimpo (misamo) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora