Brunela y Perus. Parte 2

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La infusión tocó apenas sus labios. Todavía estaba caliente. Perus se olvidó de aquel calor, del vapor blanquecino, y volvió a la página que llevaba por título "Prólogo" y leyó las primeras líneas. Una salutación del autor anónimo de aquel anal de guerra a los notables generales de Gorgo-Et y a las cuatro diosas que los protegían. A las medusas sagradas. A las asteroideas místicas que dejaban su huella sobre la arena antes de elevarse a los cielos. El viejo bibliotecario bebió estas palabras antes que la infusión y percibió de nuevo el asombro de aquellas personas que antes que él, lo habían visto todo, y lo habían escrito para que sobreviviera entre los muertos y la incierta memoria de la guerra.

Las estrellas sobresalieron entre las nubes bajas, los callejones de la ciudad de granito se iluminaron por el destello de una luna de invierno. Entonces el aire iluminado de la noche llegó al escritorio de Perus y la mirada profunda de la diosa Brunela lo alcanzó hasta ahí, llevada por la curiosidad.

"¿Quién es aquel hombre solitario que en vez de dormir y soñar con los graneros y los campos de arroz y de cebolla está despierto, ignorando mis secretos, los secretos del aire y de la ensoñación?" A diferencia de sus hermanas y de su madre, Brunela era generosa con los seres del mundo, se mezclaba con ellos, aparecía en sus pensamientos como una grieta por la que entraba la luz. Por eso era costumbre agradecerle a ella la aparición de una idea nueva, el éxito en un combate de argumentos o en un concurso de canciones con samis de cuatro cuerdas. A la amable Brunela se le dedicaba y se le agradecía la respiración, el vuelo de las abejas, el canto, la posibilidad del tacto, las ideas intangibles y el contenido de los sueños. A la terrible Brunela se le temía por los huracanes, las palabras hirientes, el espacio entre las páginas de un libro, las pesadillas.

Sin saber por qué y sin preguntárselo, atada como estaba al enigma y a la oscuridad de los orígenes, Brunela quiso contemplar más tiempo el rostro sereno de Perus, su barba negra y blanca, los cabellos rizados que le cubrían la frente, los ojos agonizantes que aún brillaban mientras recorrían los renglones de la página con la ansiedad de los condenados, los que saben que nunca podrán leer todos los libros que existen.


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