Prólogo

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Era sábado de noche.

Miguel suspiró y dio otra calada a su cigarrillo. Era de esos sábados en la que solo podía ver trabajadores acabados, de aquellos que nunca dejaban propina. No había ningún triste joven al que las copas lo habían dejado conociendo a San Pedro, no, solo oficinistas que solo dejarían este mundo después de pagar la hipoteca para que sus familias desestructuradas fueran felices. Miro su taxi con asco. Estaba recién sacado del lavadero, aun llegaba el olor de cera, el ambientador en forma de pino estándar bailaba con la brisa nocturna, desprendiendo un fuerte olor a bosque olvidado que sabía que a los dos días iba a desaparecer como el suelo por la comida chatarra de sus desagradables clientes. Odiaba ese coche con todas sus fuerzas, pero ya había llegado demasiado lejos como para dejarlo todo.

"Dis...discul...pa. ¡Disculpa!"

Un extraño señor lo sacó de sus pensamientos. Le dio una mirada rápida y le hizo una seña para que entrara. Solo dio un vistazo rápido, que le sirvió para reconocerlo como oficinista con ganas de morir estándar, pues a pesar de que no se quedara con su rostro, si podía distinguir las claras señales : barba de más de tres días, el pelo revuelto como unos huevos de restaurante de carretera, un traje que gritaba que necesitaba de una tintorería urgente y, sobre todo, lo que le encendía las alarmas era como sus zapatos eran dispares. ¿quién se ponía un clásico zapato picudo de cuero negro en el pie derecho, pero en izquierdo una bota de monte? Acompañando a ese pack, había una pequeña risa, pero evidentemente no era de ese señor. Entró en su taxi y le preguntó la dirección. Tardó un poco en decirlo y, por el balbuceo de gallina que le dio, no pudo entenderlo.

"Dígalo más claro, joder" espetó Miguel

No supo si fue por la tensión de tener que buscar una calle que no entendía, el ver como cada vez soportaba menos su propio trabajo o, si de verdad, ese señor tenía un problema, pero no llegaba nada más un silencio absurdo. Cansado, le iba a obligar a marcharse hasta que escuchó la puerta abrirse. Ese señor se había marchado de la misma forma que había llegado.

Miguel salió del coche para ver como ese señor se marchaba como gallina y se perdía en la oscuridad de la noche.

Volvió a escuchar una risa en la oscuridad. Era una risa infantil, suave, dulce... como una brisa de primavera. No tenía sentido. Suspiro. Seguro era su mente jugando una mala pasada una vez más. Sin mirar, de una forma automática, cerró la puerta que aquel extraño sujeto dejó abierta y entró en su coche. Encendió la radio y arrancó. Era una canción del Sol de México que evidentemente se sabía. La cantó con sentimiento mientras pasaba los semáforos en ámbar. Igualmente, seguía escuchando aquella risa. Su imaginación era bastante capulla. Decidió parar en la estación de autobuses a ver si tenía más suerte. Con Luis Miguel de fondo a todo volumen, vio que por fin había llegado un alma con un pequeño maletín con ruedines que suplicaban un poco de aceite. Salió a intentar ayudarla, pero le hizo un gesto seco con el que supo que no hacía falta siquiera salir del coche, volvió a sentarse y ajustó el retrovisor, viendo como mientras esa persona se sentaba, ya lo estaba una dulce niña de sonrojadas y pecosas mejillas. No estaba en la silla especial, y se reía con todo. Le parecía tierna como un bollito de fresa.

"Bonita hija" le escuchó decir a la pasajera "pero estaría mejor que se siente con usted"

"¿Perdone?" no comprendía Miguel "¿No es su hija?"


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