Beth había planeado la venganza de sus enemigos muchas veces. Su cabeza se llenaba de inimaginables torturas con las que hacer sufrir a esa gente que antaño destruyó parte de su alma. Había muchas cosas que le rondaban la cabeza, el "¿Por qué a ella?", ¿por qué la habían elegido como cabeza de turco? ¿Qué les había hecho? ¡Nada! Ese era el problema, ella habría sido una chica como las demás, pero el hecho de no querer hacer lo que los demás le decían, le había supuesto una marca en la espalda durante gran parte de su vida en libertad.
Su vida había degenerado bastante, ya no era esa muchacha risueña y extrovertida que se acercaba a todo el mundo. Ahora era una nueva versión más paranoica y cuidadosa, que mantenía cerrado su corazón. Si alguien se acercaba lo suficientemente a ella como para mantener una larga conversación, se daría cuenta de que por muy buenos temas de los que hablasen, ninguno tendría un atisbo de empatía y sentimentalismo propio. Seguía siendo una chica, sí, pero sin alma. El hecho de que le hubiesen extirpado el alma, no le impedía sonreír. Cuando salía a la calle, o se dirigía a clase, las sonrisas y las buenas palabras afloraban de su boca, pero a medida que el tiempo pasaba, esas acciones perdían cada vez más el sentido. Simplemente, se convirtieron en actos mecánicos para disimular ante el resto de gente que la rodeaba.
En una de tantas noches, la psicótica Beth decidió dar por fin el primer paso para poner fin a su plan. Estaba desesperada, el vacío y la ansiedad la apresaban y para poder controlar esos sentimientos, no podía hacer nada más que sonreír. Ese hecho contradictorio la dotaba de un aura tétrica y tenebrosa. La muchacha había dejado atrás su segunda versión, ahora era una persona doblemente paranoica y decidida a cobrar venganza. Con algo de esfuerzo, pudo levantarse de la cama arrastrando las sábanas y mantas para ir directamente a un corcho que tenía en la pared. Se parecía a esos de las películas con fotos, nombres, direcciones... pero el suyo era más rudimentario. No tenía hilos recorriéndolo y en vez de direcciones, había los nombres de usuario de las personas que había en él. Agarró la orla que había en el escritorio y fue hacia las últimas páginas, donde los alumnos y supuestos amigos, escribían sus dedicatorias. Lo que iba leyendo le producía un sentimiento vomitivo, pero hubo una de esas frases que le hizo pasar del asco al odio en un segundo.
"Oye tía, no te tomes a mal lo que te hice, que solo eran bromas y si alguna vez te sentiste mal, perdón jajajaj".
No le hacía falta mirar las iniciales para saber quién la había escrito. Lo que más rabia le daba, es que por culpa de esa persona que ahora estaba viviendo disfrutando de sus sueños, ella estaba enloqueciendo poco a poco. Su ira no le dio tiempo a ir a por un cuchillo, por lo que agarró las tijeras con las que dormía en la cama, y las clavó en la fotografía de ese chico. Sabía como hacerlo, Gabriel publicaba el cien por cien de su vida en Instagram, convirtiéndole en un blanco fácil.
Beth estaba decidida a hacerlo, con el bate en su mano esperó al suso dicho en su casa. Se había refugiado en el porche de Gabriel, ya que la ventisca había empezado a ser más contundente, algo que no le desagradaba. Tras esperar aproximadamente una hora, oyó como una moto de motocross se acercaba a la casa, sabía que era él, y sabía que era en ese momento o nunca. Cuando el piloto aparcó la moto en el garaje y se quitó el casco, fue cuando la muchacha entró en acción. Un golpe en la cara con el bate, fue lo que Gabriel sintió. Tardó varios segundos en reaccionar, y más aún en intentar levantarse, pero Beth le asestó una patada en el pecho que hizo que el motorista siguiese con la espalda pegada en el suelo. Eso no impidió que la muchacha siguiese golpeando al muchacho en brazos y piernas, quería que sufriera lo que ella había sufrido por su culpa. Gabriel había pasado de defender su inocencia, a suplicar piedad, pero eso no iba a servir de nada, ya que Beth no había planeado todo eso para fallar. Sentó a su víctima contra la pared e hizo uso de su maléfica oratoria diciéndole que iba a destripar a sus padres a menos que él le suplicase y le besara los pies, demostrándole así su sumisión. El chico, inocentemente, aceptó. En ese mismo momento la asesina sonrió y sacó unas tijeras del bolsillo trasero de su pantalón mientras se dirigía al corderito.
— Te las presento. Gracias a vuestros insultos y vejaciones, ellas se convirtieron en mis mejores amigas. Me ayudaron a relajarme, nos besamos... y aunque me hicieran sangrar – dijo tocándose la muñeca – nunca me hicieron daño.
Gabriel estaba muerto de miedo, ya no sabía qué hacer para escapar de esa situación, así que intentó ganar tiempo para que su madre llegase a casa y le salvase, pero eso no sucedió. No por la muerte de su madre, sino porque Beth empezó a clavarle las tijeras en el pecho un montón de veces. Los apuñalamientos se sucedían sin control y cuando eso le dejó de causar placer, agarró el bate y procedió a aplastarle la cabeza. Un acto simple pero efectivo.
Tras la posterior denuncia de la madre de Gabriel y la investigación policial, Beth fue detenida y condenada hasta casi el fin de sus días en la cárcel, pero eso estaba bien, por lo menos para ella. Aunque no había logrado hacerle sufrir ni una décima parte de lo que tenía planeado, por lo menos se sentía en paz. Puede que por haber acabado con la vida de ese ser inmundo, de hacer que sus padres sufrieran al verle con la cabeza abierta o simplemente por haberse dado cuenta de que podía superar las cosas sin que estas la dominasen a ella. Fuese como fuese, había matado a alguien y estaba en paz. En una celda, sí; pero en paz.
Fue en ese mismo momento, cuando se levantó, y con sus tijeras dibujó otro palito en la pared de su celda. No contaba los días que le quedaban para salir, sino los días en que por fin se sentía humana.
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Pequeños Relatos
AléatoireUn conjunto de pequeños relatos cortos de temáticas distintas.